(...)Lo cual nos lleva a la herramienta más potente de los narradores. El miedo. Y no sólo el miedo, sino el espanto. Hay tres clases de miedo, y el espanto es la primera y la más poderosa. Es esa tensión, ese compás de espera que se produce cuando sabemos que hay algo que temer pero aún no hemos identificado de qué se trata. El miedo que sentimos al descubrir que nuestra esposa lleva una hora de retraso; al oír un ruido extraño en el cuarto del niño, al advertir que la ventana que habíamos cerrado está abierta, con las cortinas ondeantes, y no hay nadie más en la casa.
Me paralizan el pánico y las náuseas. No puedo pedir auxilio. Hay un extraño en mi cama.
Siento su presencia palpitante a mi lado, sus pies escamosos buscando los míos y su respiración de monstruo retumbando en este cuarto que ya no me pertenece.
Mientras se había desnudado en la oscuridad fingí dormir para que no se acercara, para que no me tocara con esas manos que huelen a otra persona que no soy yo. Mi alma se precipita por un abismo negro y repugnante que me penetra viscoso por la boca, por los oídos, por la nariz. Estoy casada con un hombre que no conozco, que no es quien yo creía, que me ha robado la existencia.
Después de diez años de matrimonio he descubierto que mi marido me engaña y que tiene otra vida que no he querido admitir a pesar de las indirectas, los comentarios y las cicatrices que sus amantes dejaban sobre su cuerpo. ¿Desde hace cuánto tiempo me traiciona? ¿Desde hace cuánto tiempo vivo en esta mentira?
Sigo con Orson Scott Card:
Sólo hay terror cuando vemos aquello que tememos. El intruso nos ataca con un cuchillo. Los faros de otro coche se nos echan encima a pesar de que estamos en nuestro carril. Los tríos del Ku Klux Klan salen del matorral y uno de ellos trae una soga en la mano. Todos los músculos del cuerpo excepto los esfínteres, se tensan y nos quedamos tiesos; o gritamos; o corremos. Es un momento de frenesí, de energía desbordante, pero es la energía del aflojamiento, no la energía de la tensión. Por malo que sea, en este sentido es mejor que el espanto. Al menos ahora conocemos el rostro de aquello que tememos. Conocemos sus contornos, sus dimensiones. Sabemos qué podemos esperar.
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros comedores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció
Sigo con Scott Card:
El horror es el más débil de todos. Una vez que ha ocurrido lo que temíamos, vemos sus vestigios, sus reliquias. El cadáver tétrico y despedazado. Las emociones oscilan entre la náusea y la piedad por la víctima. E incluso la piedad está teñida de revulsión y repugnancia; en última instancia rechazamos la escena y le negamos humanidad; con la repetición el horror pierde su capacidad para conmover, en cierta medida deshumaniza a la víctima y por tanto nos deshumaniza a nosotros. Como aprendieron los sonderkommandos de los campos de exterminio, después de ver tantas víctimas desnudas ya no sentimos ganas de llorar ni de vomitar. No nos estremecen. Han dejado de ser personas.
"La declaración de Étienne Corillart" de La tragedia de Gilles de Rais de Georges Bataille (para saber de los reales crímenes confesados por el asesino de infantes Gilles de Rais:
Aquí), citado en
Historia de la fealdad de
Umberto Eco, pág.222:
La razón por la que el niño fue llevado allí es que en casa del dicho Lemoine no había un lugar suficientemente seguro donde poder matarlo; el cual el niño fue muerto en una habitación de la casa del dicho Botden, y le cortaron la cabeza, que luego fue quemada en la misma estancia; en cuanto al cuerpo, atado con el propio cinturón del niño, fue arrojado al pozo negro de la casa del dicho Boetden, adonde él, el testigo, bajó con dificultades para sumergir dicho cuerpo; y el testigo añade que el dicho Buchet estaba al corriente de todo esto.
Ítem, dijo y declaró que el dicho Gilles, acusado, cuando ya se había cortado la vena del cuello o de la garganta de los dichos niños, o se habían cortado otras partes del cuerpo, y cuando la sangre comenzaba a brotar, e incluso después de la decapitación, practicada tal como se ha dicho más arriba, se sentaba a veces sobre su vientre y disfrutaba viéndoles morir, y se sentaba a horcajadas para observar mejor su agonía y muerte.
Ítem, dijo y declaró que a veces, y hasta muy a menudo, tras la decapitación y la muerte de dichos niños, causada por este u otros procedimientos, como se ha dicho más arriba, el dicho Gilles disfrutaba mirándolos y haciendo que mirase él, testigo y otros que compartían sus secretos, y les enseñaba la cabeza y los miembros de los dichos niños muertos, y les preguntaba cuál de aquellos niños tenía los miembros más graciosos, el rostro más hermoso, la cabeza más bella; a menudo disfrutaba besando a algunos de aquellos niños muertos, cuyos miembros estaban examinando, o a alguno que ya hubiera sido examinado y que le había parecido tenía el rostro más bello.
Seguimos con Card:
Por eso me deprime que los narradores contemporáneos de cuentos de miedo se hayan volcado casi exclusivamente hacia el horro, apartándose del espanto.
(...)No han aprendido la verdadera lección de Stephen King. Los relatos de King no funcionan por acumulación de truculencias, sino porque nos identificamos con los personajes antes de que comiencen las escenas truculentas. Y sus mejores libros son novelas como La zona muerta y La danza de la muerte, donde no hay demasiado horror, sino que están impregnados de un espanto que conduce a momentos catárticos de terror y dolor. Más aún, el sufrimiento que padecen los personajes significa algo.
Éste es el arte del miedo. Lograr que el público se identifique con un personaje al extremo de compartir sus temores. No vemos desde fuera, mirando la viscosidad y las heridas abiertas. Vemos desde dentro, temblando antes los horrores inminentes.
Así, pues, el cura ahora lo sabía todo, comprendía todo. Me estrechaba la mano con fuerza, a su vez. Tenía mucho miedo, como es lógico, él también. Los comienzos. Vacilaba, farfullaba incluso como un inocente. Ya no había camino ni luz en el punto en que nos encontrábamos, sólo prudencia en su lugar y que nos pasábamos de unos a otros y en la que no creíamos demasiado tampoco. Nada recoge las palabras que se dicen en esos casos para tranquilizarse. El eco no devuelve nada, has salido de la Sociedad. El miedo no dice ni sí ni no. Recoge todo lo que se dice, el miedo, todo lo que se piensa, todo.
Ni siquiera sirve en esos casos desorbitar los ojos en la obscuridad. Es horror inútil y se acabó. Se ha apoderado de todo, la noche, y hasta de las miradas. Te deja vació. Hay que cogerse de la mano, de todos modos, para no caer. La gente de la luz ya no te comprende. Estás separado de ella por todo el miedo y permaneces aplastado por él hasta el momento en que la cosa acaba de un modo u otro y entonces puedes reunirte por fin con esos cabrones de todo un mundo en la muerte o en la vida.
Terminamos con Orson Scott Card:
Cualquiera puede descuartizar un cadáver ficticio. Sólo un narrador genuino puede inspirarnos la esperanza de que el personaje logre sobrevivir.