lunes, 29 de agosto de 2011

El ruido eterno, de Alex Ross (Epílogo)

A continuación, cito enteramente el epílogo del libro El ruido eterno, de Alex Ross:

Con el tiempo, los extremos se convierten en contrarios. Los acordes escandolosos de Schoenberg, tótems del artista vienés sublevado contra la sociedad burguesa, se filtran en películas policíacas de Hollywood y en el jazz de la posguerra. El supercompacto material dodecafónico de las Variaciones para piano de Webern muta en una generación o dos en Second Dream of the High-Tension Line Stepdown Transformer de La Monte Young. La notación indeterminada de Morton Feldman conduce por un camino tortuoso a A Day in the Life de los Beatles. Los modelos procesuales de Steve Reich se infiltran en discos que se encaraman a lo más alto de las listas de bandas como Talking Heads y U2. No hay manera de escapar a la interconexión de la experiencia musical, a pesar de que los compositores intenten atrincherarse frente al mundo exterior o controlar la recepcion de una obra. La historia de la música se concibe con demasiada frecuencia como una especie de proyección de Mercator del globo, una imagen plana que representa un paisaje que en realidad es continuo y carece de fronteras.

En los comienzos del siglo XXI, el afán de enfrentar la música clásica a la cultura pop ha dejado ya de tener sentido intelectual o emocional. Los compositores jóvenes han crecido con la música pop resonando en sus oídos, y se valen de ella o la ignoran según la ocasión. Están buscando el terreno intermedio entre la vida espiritual y el ruido de la calle. Asimismo, algunas de las más intensas reacciones a la música clásica contemporánea del siglo XX han surgido en el mundo del pop, definido en un sentido amplio. Las afinaciones microtonales de Sonic Youth, los opulentos diseños armónicos de Radiohead, las indicaciones de compás rápidamente cambiantes del math rock y de la música dance inteligente, los arreglos orquestales elegíacos que apuntalan las canciones de Sufjan Stevens y Joanna Newsom: todos ellos prosiguen esa conversación, que viene de antiguo, entre tradiciones clásicas y populares.

Björk es una artista pop moderna profundamente afectada por el repertorio clásico del siglo XX que asimiló en el conservatorio: las piezas electrónicas de Stockhausen, la música para órgano de Messiaen, el minimalismo espiritual de Arvo Pärt. Si se escuchara a ciegas An echo, A stain de Björk, en la que la cantante declama melodías fragmentarias sobre un suave cluster de voces corales, y se pasara a renglón seguido al cico de canciones Ayre de Osvaldo Golijov, en el que palpitantes ritmos de danza sostienen canciones multiétnicas de España musulmana, podría concluirse que la de Björk es la composición clásica y que la de Golijov es algo diferente. Un posible destino para la música del siglo XXO es una gran fusión: los artistas pop inteligentes y los compositores extravertidos hablando más o menos el mismo idioma.

Espíritus más adustos seguirán insistiendo sin duda en las diferencias fundamentales en el vocabulario musical, adscribiéndose a las venerables tradiciones orquestales y operísticas de las épocas barroca, clásica y romántica o las prácticas hoy igualmente venerables del modernismo del siglo XX. Ya en los primeros años del nuevo siglo, los compositores han producido obras que invitan a la comparación del pasado reciente o lejano. La pieza para conjunto instrumental in vain, de Georg Friedrich Haas, de sesenta y cinco minutos de duración, podría marcar un nuevo rumbo a la música austro-alemana con su unión de la armonía espectral con una vasta estructura bruckneriana. La ópera de Kaija Saariaho L`amour de loin (El amor de lejos) respira la misma atmósfera enrarecida que Pelléas et Melisande de Debussy con la electrónica enriqueciendo la misteriosa belleza de las texturas. Y las Neruda Songs de Peter Liberson remiten al lirismo apacible y venturoso de los Vierletzte Lieder Strauss, una música más allá de preocupaciones terrenales.

Aunque la composición del siglo XXI parezca tener una personalidad escindida -a veces decidida a abarcarlo todo, a veces deseosa de estar perdida para el mundo-, su ambivalencia no constituye nada nuevo. El debate sobre los méritos del compromiso y la retirada ha perdurado durante siglos. En el siglo XIV, los compositores del Ars Nova desataron la controversia al insertar melodías profanas en el Ordinario de la misa. En torno a 1600, el estilo vigorosamente melódico de Monteverdi sonó burdo y disoluto a los partidarias de la polifonía renacentista apegada a las reglas. En la Viena del siglo XIX se juzgó que la brilantez extravertida de las óperas cómicas de Rossini iba en contra de los enigmas recónditos de los últimos cuartetos de Beethoven. La composición sólo gana fuerza cuando decide mantenerse al margen de ese eterno dilema. En una cultura desprovista de centro, tiene la posibilidad de representar una especie de papel de figura reverencial, capaz asimilar cualquier cosa nueva porque ya lo ha asimilado todo en el pasado.

Es posible que, en lo que a repercusión instantánea se refiere, los compositores nunca logren equipararse a sus homólogos populares, pero, en libertad de su soledad, pueden comunicar experiencias de una singular intensidad. Desplegando grandes formas, trabajando con plantillas complejas, atravesando el espectro que va del ruido al silencio, muestran el camino hacia lo que, en cierta ocasión, Debussy llamó un país quimérico y, en consecuencia, inencontrable.