jueves, 25 de febrero de 2010

El ruido de un árbol al caer en un bosque vacío

De una carta de Bertrand Russell del 2 de noviembre de 1911 (el "ingeniero alemán" es Wittgenstein):

"Creo que mi ingeniero alemán está loco. Opina que no es posible conocer ninguna cosa empírica. Le invité a que admitiese que no había ningún rinoceronte en la habitación, pero se negó".

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Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo)son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferír el vertiginoso mundo de Funes [el Memorioso]. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.

Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.

Leido aquí

jueves, 18 de febrero de 2010

Elogios vacíos II

Siguiendo con la serie de elogios vacíos empezada el otro día, hoy quiero despotricar con una variación del mismo, a saber: el escritor amoral.

En este caso se acierta en parte pero se explica con mal arte y dado que este caso se aplica a parte importante de escritores pero sobre todo al más importante, mi crítica entonces parte desde lo personal.

Efectivamente, en Shakespeare no hay juicios inquisitivos contra los personajes de sus obras pero eso no hace al cisne de Avon un amoral, un cínico, un descreído, un puto psicópata, un sade antes de Sade, un incapaz de ver límites entre lo tolerable y lo reprochable y en este punto hay que anotar además que ni sería único ese proceder, ni de serlo sería reseñable. Efectivamente, ¿acaso no es un terrorista, un pederasta, un criminal o un maldito psicópata la materialización perfecta de un ser amoral? Entonces, ¡joder!, aún de ser cierto que Shakespeare -o cualquier otro- pudiera ser incluible en esa lista de infames, ¿a qué considerarlo elogiable? ¿a qué aplaudirlo con orejas de burro?

Sí, es obvio, es más, es merecedor de un aplauso, el que el cisne de Avon no juzgue a sus personajes, a la manera de pongamos Tolstoi, pero eso no lo hace cómplice de los mismos, seamos serios, sino que con ello se demuestra, a bote pronto, un par de cosillas y estas son, en primer lugar, que cada personaje se quiere bastar a sí mismo para justificarse, que de hecho, ese bastarse a sí mismo, ese hercúleo esfuerzo de comprenderse a sí mismo por qué hace lo que hace cuando lo hace y pensemos en Macbeth, es lo que nos emociona, lo que rompe nuestros jodidos esquemas de palabras hechas, masticadas y por otros recetadas, es lo que nos invita ser menos criaturas kantianas y más criaturas humanas sensibles a los contextos e insensibles a textos, panfletos, decretos que a la postre moralistas y sectarios.

Como segunda explicación, no excluyente antes bien, concurrente, anotaría el hecho de que Shakespeare respeta nuestra dignidad moral y no nos tiene que decir que cuando alguien es malo malísimo, es malo malísimo; y respeta nuestra dignidad intelectual y no nos tiene que hacer creer que cuando alguien es malo malísimo, el destino con él será también malo malísimo porque, macho, el que a hierro mata, hierro muere es un bonito refrán y punto. De veras, y punto.

En total, lo que se llama amoralidad en el escritor más grande, imposible no verla, pero también lo que se llama amoralidad en cualquier otro escritor grande, no apunta a algún tipo de lesión moral -en principio- sino al mismo juego que necesita la literatura desplegar si emocionar quiere y no adoctrinar prefiere. No obstante, en última instancia, con seguridad y salvo el que se suicida (y aún así no necesariamente), todo el jodido mundo tiene una serie de acciones ordenadas en preferencia ascendente para con ciertas personas, para con ciertos animales, incluso objetos y dioses o ideologías y lugares, por lo que la idea de un ser vivo amoral me es tan concebible como un silencio ruidoso, un fuego helado, un círculo cuadrado, y curiosamente, a veces es tan aplaudida en un escritor que pareciera más bien haber inventado una imposible máquina de movimiento perpetuo en vez de haber lanzado un reto al lector inteligente.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Elogios vacíos I

El otro día estuve picando textos por una librería y di en encontrar un nuevo libro de Stanislaw Lem en donde en el prólogo un julai que ya no rememoro le hacía la pelota de mala manera al escritor polaco. Hasta aquí nada sorprendente, desde aquí tampoco pero precisamente pero por ello mi crítica.

Efectivamente, en el mentado prólogo, donde se convocaban con monótona ligereza los elogios de rigor que el protocolo obliga para cualquier autor -clásico pero visionario, culto pero accesible, profundo pero humorístico- salto a mis ojos con envenenada inquina una parida que siempre oigo y nunca acepto, ni, espero, aceptaré y estoy hablando del decir, como piropo, que el autor estaba desasistido de todo dogma.

Es una característica también harto adjudicada al santo patrón de este blog -me insultas si hace falta que te lo nombre- pero que como en aquel, aunque más que con aquel, me parece, la alabanza, ridículamente elogiosa y erróneamente reivindicable.

Efectivamente, adivinemos, para empezar, qué santas narices se quiere expresar cuando a uno lo juzgan en absoluto dogmático y evaluemos, a continuación, qué aporta ese hecho a un sujeto como artista literario pues supongo que como activista filosófico, pongamos, no estamos interesados si de literatos hablamos. Aventuro entonces que dos posibles interpretaciones hay para la frase y que reseño en una escala ascendente de verosimilitud.

Primeramente se pretendería tal vez decir que el sujeto reverenciado no suscribe algún pensamiento sin el concurso, cuando más, de la corroboración experimental; del asidero racional, cuando menos. Anoté en su momento cómo el escepticismo adjudicado a algunos no es más creíble que la biografía de algunos santos y no creo precipitado decir ahora, a bote pronto, que la psicosociología que inventa ambos tipos de textos se asemejan. Se que que lo que aquí se está vindicando como elogiable no es ni más ni menos que el pavo no usa la fe, vamos, que no es un católico trinitario, ni un musulmán escrupuloso ni algún religioso más aunque, urge aclarar, no cualquier religioso más. Cabe ahora preguntarse, llegado a este punto, por qué el hecho de que un literato sea un irreligioso es en sí mismo una virtud y, para más inri, una virtud literaria pues, no lo olvidemos, estamos hablando de un literato y, ojo, estamos hablando del literato como literato. A esto entonces déjame decir como objeción que yo disfruto de Chesterton y Dante, Milton y San Juan de la Cruz aunque también de Joyce y Céline. No veo el problema y lo sé, acabo de perpetrar una suerte de argumento de autoridad mas creo que al menos yo sí hecho un argumento.

Otra interpretación a la frase de marras, una más verosímil y la que entiendo se busca cuando el mismo crimen se perpetra contra otros autores como el patrón de este libro, es que el antidogmático es alguien que no se afilia a ninguna forma de concebir lo real, que dirá que todo prisma desde el cual se observa el mundo lleva en sí mismo el germen a la postre letal de lo inefable y que toda postura sensata para el mundo nos obliga a un pragmatismo desechable, a una cosmovisión cambiante. Pero esto, y el lector inteligente ya lo habrá notado, son palabras huecas, que nada significan para el que las oye y que nada dignifican al que las escribe. A la postre, guste o no, no todo da igual y si no es posible la solución de recoger la obra de algún filósofo y decir "esto es la Biblia" ello no legitima el "a mi todo me vale, a nada me suscribo" porque entonces, porque si aplaudiera eso como si fuera el summum de la actividad intelectual, no haría sino aplaudir el mismo gesto que repite aquel (o aquella) que al señalarle con esperanza de una grata conversación mi colección Gredos de grandes obras filosóficas se encoge de hombros mientras pronuncia un profundo "Guay tío, ¿y?".

He llegado a pensar, no sé si equivocadamente, que de una de persona leída se espera algo más y en consecuencia se le elogiará por algo más.

domingo, 7 de febrero de 2010

La partitura de una vaca

Creo que era Whitehead quien decía que toda la filosofía occidental era una nota al pie de página de lo dicho por Platón. Con el paso de los años, de las lecturas, de discusiones y disquisiciones, me he dado cuenta de que esto es una gran verdad y además, me he dado cuenta de que esto es una triste verdad. Detrás de cada cosmovisión, de toda cosmovisión, de prácticamente toda cosmovisión, queda un resabio platónico que, a la manera de una enredadera, florecerá fractalmente alrededor de una filosofía hasta rellenar su parte troncal de una savia de ajado sabor metafísico.

En consecuencia, la enésima embestida que a continuación acometo contra ese común pensar ya lugar común, sólo pretende ser una solitaria protesta a modo de desahogo. Un desahogo que supongo en el fondo a razón de cuestiones estéticas, de ser incapaz de asumir que, en última instancia, lo que hay sea un yermo museo de inertes objetos matemáticos así contra ello empezaré recurriendo en primer lugar a un chiste. Un chiste sobre científicos que no obstante ahora no contaré del todo, tranquilidad, sino sólo una breve parte, la parte en donde se le pide a un informático que averigüe cuál es el volumen de una vaca.

El informático, habida cuenta de la complejidad inmanejable de usar fórmulas para calcular volúmenes de figuras tan complejas como el cuerpo de una vaca decide trocear al bicho -metafóricamente- y coger, por ejemplo, un cuerno para decir algo así como "este cuerno es casi un cilindro" y poder calcular entonces su volumen utilizando las fórmulas habidas para tal menester cuando de cilindros se trata; y luego cogerá el torso y dirá que este torso es casi un ortoedro y podrá calcular su volumen utilizando las fórmulas habidas para tal menester cuando de ortoedros se trata; y luego cogerá pero, en fin, me callo porque aventuro que se ha cogido la idea. Se trata de la estrategia divide y vencerás tan cara a la programación.

Pero ahora cabe preguntarse: ¿por qué sabemos que el informático no está utilizando la figura geométrica real de la vaca? Pues porque en su proceder fragmenta artificiosamente lo que es un continuum indivisible para calcular el volumen del cuerno y al hacerlo no tendrá en cuenta el del torso o viceversa y eso implica, en definitiva, y volviendo al mundo real, que dado que no es posible la reducción epistemológica, la infidelidad forma parte de las representaciones científicas.

Mas entonces bien podríamos decir, de hecho bien se dice que lo que pasa es que hay un parecido entre la figura real y nuestras aproximaciones concurrentes. Falso, falso si asumimos la premisa intuicionista (las estructuras matemáticas son creaciones humanas) y la premisa venida de la analogía (no tenemos modo de articular el volumen de la vaca in totum) porque entonces es obvio que no existe la Ideal Figura Geométrica de la vaca aunque sí aproximaciones útiles en cuanto a que replican ciertos datos -peso o volumen, área o superficie- de forma ca-si precisa pero eso no legítima ninguna conclusión ontológica de igual modo que el replicar casi exacto del timming de un Reloj no nos legitima creer que dicha máquina tiene en su ser-en-sí ruedecillas. La aprehensión auténtica de algo, no lo olvidemos nunca, o es holista o no lo es.

Habrá quien, porque incapaz de no ser un platonista, considere esto un absurdo pues creerá que si no existiera una figura ideal de la vaca entonces a qué nos acercaríamos habida cuenta de que cualquier aproximación no nos es igual de útil. Pues para esta objeción hay primeramente un tirón de orejas por no comprender de una vez cómo funciona el lenguaje -nomás un instrumento coordinador de conductas acoplables al entorno- y segundamente, a modo de cura, un recurso al divino Mozart.

Con esto último quiero hacer pensar en cuando el genio salzburgués concibió en un alarde suprahumano la misteriosa obertura del Don Giovanni dejó su formulación musical anotada en una partitura. Sin embargo, es obvio que lo allí anotado no basta para la para la interpretación, para el traer a la mano, para la reconsecución de una obra así. Se necesitarán músicos intérpretes, músicos con oído que, músicos con talento musical que, aportando no sólo capacidad de distinguir la escritura de una partitura sino pudiendo sentir su intencionalidad musical, logren recrear lo concebido por el compositor. Como en su momento barrunté, esto se debe a que en lenguaje la comprensión del significado de un concepto implica el preconocimiento de unas reglas de uso (Wittigenstein dixit) y que en Arte son tácitas y sólo descubribles por, y sólo manejables desde, la sensibilidad requerida por la obra.

Si una partitura definiese una obra a modo de diccionario, cualquier torpe máquina -valga la redundancia- sería capaz de tocar cualquier sublime obra mozartiana -valga la redundancia-. Lo triste, triste por su relativa excepcionalidad, es que sólo una inarticulable capacidad perceptiva y sólo una articulable pero no verbalizable capacidad sensomotriz pueden traernos al oído y al corazón tamañas obras musicales.

No será la partitura, por tanto, una aproximación imprecisa pero mejorable del sonido real primigeniamente incoado por el austriaco y que, idealmente, bien pudiera ser transferido de forma íntegra a algún sistema semiótico cualesquiera. La partitura nunca será la obra. La partitura, por el contrario, será el medio que tuvo el genio para que, presuponiendo ciertas cualidades por todos los humanos compartidas y hablo desde el escuchar hasta el emocionar, se pudiera recrear la obra a posteriori de su concepción. La partitura, por tanto, fue el medio que tuvo Mozart para coordinarse con el resto de la humanidad del resto del mundo del resto de la historia para que así ésta pudiera eternamente rehacer lo que ocasionalmente aquel fue capaz de hacer nacer desde sus más profundas e inefables entrañas.

E inefable es la palabra clave, deliberada, a propósito escupida porque, por volver a los términos planteados en la alegoría de Segismundo con su ruidoso vecino, y para reincidir en la tesis, tan machaconamente repetida en este arenoso libro, sobre la inefabilidad de lo real: en cierto modo, nuestros modelos científicos se parecerían a un piano, capaz de replicar ciertos aspectos de una obra tocada por una orquesta, como la melodía o polifonía, la armonía o el ritmo y por tanto, con posibilidades de poder bailar con el piano tal que si fuera con la orquesta. Pero también serán incapaces de replicar otros aspectos como el quálico aspecto tímbrico de la obra o el instrumental: el propio piano tocando y replicando a, pero porque formaba parte de, la orquesta.

Todo esto, por cierto, no reincide en la inutilidad de la ciencia, incuestionable por otro lado; no, no lucha contra la posibilidad de que el científico toque su inexacta música sino que todo este cansino escribir surge para reivindicar por enésima vez que cuando un solitario pensador se avenga a desahogarse con sus solos instrumentales no venga ningún arrogante cientificista a hacerle valer un ilegítimo monopolio intelectual con sello de un ilusorio reinado platónico porque, en cuanto a tocar enteramente como dios manda -nunca mejor dicho-, no encontraremos humano con tal magnífico don.

viernes, 5 de febrero de 2010

La insoportable soledad del ser

El último ser humano vivo lanzó la última paletada de tierra sobre el último muerto. En ese instante mismo supo que era inmortal, porque la muerte sólo existe en la mirada del otro

Después de la guerra de Alejandro Jodorowsky

Hay una sentencia del segundo Wittgenstein que bien podría resumir su postura (Investigaciones filosóficas, parágrafo 281):
No hay dolor sin conducta de dolor
A mi parecer, aquí no se trata de postular que la conducta es la que verifica la existencia de un dolor sino que sólo gracias a la conducta se da razón de ser al concepto dolor.

Me explicaré mejor si para ello recurro a la coloterapia.

Yo puedo saber que los demás ven rojo y verde si utilizamos sin ir más lejos un semáforo y comprobamos cómo la gente distingue entre ambos colores. De forma que el concepto rojo y el concepto verde es usable por parte de una comunidad de hablantes porque existen hechos intersubjetivos sobre los que cimentar su uso constructivo. Por el contrario, el hecho de que yo vea rojo donde otros verde y verde donde otros rojo no puedo distinguirlo porque rojo, a la postre, no es mi subjetiva percepción de la rojez sino la serie de hechos -no necesariamente acotados de forma apodíctica- sobre los que aceptamos que hay rojo.

Ahora bien, pudiera suceder que alguien me diga que ve verde donde rojo y verde también donde verde pero que me estuviera mintiendo mas entonces con esto no se demuestra sino que cuando se viene a decir "No hay rojo sin conducta" no se pretende decir que las conductas prueben que alguien ve rojo o nada. Lo que se viene a decir es que las conductas posibilitan el que una palabra como rojo signifique algo y lo hará a despecho de que se use mal o fraudulentamente dicha palabra.

Análogamente, una conducta, cualquier conducta, no demuestra de forma apodíctica la existencia de un dolor en alguien (pensemos en los actores que se duelen de algo en escena) pero sólo el hecho de que haya conductas asociables a la palabra dolor posibilita que cuando alguien me diga "me ha dolido" le entienda.

Al fin y al cabo, hay dolores para gente, por ejemplo para mi, dolores como la ablación, que me es imposible sentir, por tanto, verificar de forma indubitable que existen pero como la palabra dolor sí, porque tiene un significado aprehensible por todos, porque hay actos asociables al mismo que le conceden sus condiciones de existencia, nos es posible imaginar y no diré verificar pero sí creer que cuando una mujer nos dice que le duele que le mutilen su sexo, cuando menos la entendamos lo que quiere decir y cuando más la creamos, es decir, cuanto más humanos.

Esto nos deja la idea de que para recolectar el significado de una palabra debo previamente haber podido cultivarla en hechos visibles y además, tal vez cabría afirmar con Wittgenstein que dicho cultivo necesita de una comunidad de hablantes que es la que lo hace posible. Hablaríamos de entonces la imposibilidad de construir un lenguaje privado.

Por ilustrarlo de otro modo: a la pregunta de que si en el país de los ciegos, ¿el tuerto lograría articular la palabra rojo? el célebre filósofo responderá que no dado que
si me pierdo en una isla desierta, y establezco un juego para entretenerme, al día siguiente no puedo estar seguro de si cumplo las mismas reglas que el día anterior, pues bien podría fallarme la memoria o haber enloquecido.

Lo mismo ocurre con los juegos de lenguaje: pertenecen a una colectividad y nunca a un individuo sólo.
Y la verdad, esa objeción valdría para negar categoría ontológica a cualquiera de nuestras actividades. Como apunté en cierta ocasión, no existe ninguna percepción que en sí misma esté cosida la etiqueta de real; necesitamos un historial de vivencias y una evaluación de verosimilitud en términos de averigüar qué creencias son más acoplables a nuestras percepciones.

No obstante, concedo que no tengo una respuesta clara a esto ya que, por volver al ejemplo del tuerto, sí, los ciegos aunque pueden hablar no lo pueden hacer sobre el acto de ver por lo que todo lo referido a esa percepción es, desde un punto de vista lingüístico, efectivamente, terreno virgen pero aún así ¿por qué no podría cultivarlo un sólo hombre?

Ciertamente el lenguaje es una creación comunitaria y el Nomoteta, como figura solitaria, un mito pero, como ya planteé en cierta ocasión y recién oímos, ¿acaso todas las palabras que usamos no son, en última instancia, una ilusoria creencia parcialmente efectiva, ocasionalmente paliativa, de una comunicación, de una compañía, que a la postre se revela irrealizable en el sentido pleno, auténtico, que soñamos podríamos darle?

martes, 2 de febrero de 2010

La ilusión del yo

Epiménides fue un legendario poeta filósofo del siglo VI a. C. a quien se le atribuye haber estado dormido durante cincuenta y siete años aunque Plutarco afirma que sólo fueron cincuenta.

Se atribuye a Epiménides haber afirmado:

Todos los cretenses son unos mentirosos.

Sabiendo que él mismo era cretense, ¿decía Epiménides la verdad?

La paradoja de Epiménides, también puede sintetizarse en "Miento. Hablo."

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Una de las demostraciones más espectaculares de la ilusión del yo unificado es la de los neurocientíficos Michael Gazzaniga y Roger Sperry, que demostraron que cuando los cirujanos cortan el cuerpo calloso que une los hemisferios cerebrales, literalmente parten el yo en dos, y cada hemisferio puede actuar libremente, sin el consejo ni el consentimiento del otro. Y lo que es aún más desconcertante, el hemisferio izquierdo teje constantemente una explicación coherente pero falsa de la conducta escogida sin que lo sepa el derecho.
(...)
Lo espeluznante es que no tenemos razones para pensar que el generador de tonterías del hemisferio izquierdo del paciente se comporte de modo alguno de forma distinta a los nuestros cuando nosotros interpretamos las inclinaciones que emanan del resto de nuestro cerebro. La mente consciente – el yo o el alma – es un creador y manipulador de opinión, no el comandante en jefe

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