Creo que era
Whitehead quien decía que toda la filosofía occidental era una nota al pie de página de lo dicho por Platón. Con el paso de los años, de las lecturas, de discusiones y disquisiciones, me he dado cuenta de que esto es una gran verdad y además, me he dado cuenta de que esto es una triste verdad. Detrás de cada cosmovisión, de toda cosmovisión, de prácticamente toda cosmovisión, queda un resabio platónico que, a la manera de una enredadera, florecerá fractalmente alrededor de una filosofía hasta rellenar su parte troncal de una savia de ajado sabor metafísico.
En consecuencia, la enésima embestida que a continuación acometo contra ese común pensar ya lugar común, sólo pretende ser una solitaria protesta a modo de desahogo. Un desahogo que supongo en el fondo a razón de cuestiones estéticas, de ser incapaz de asumir que, en última instancia, lo que hay sea un yermo museo de inertes objetos matemáticos así contra ello empezaré recurriendo en primer lugar a un chiste. Un chiste sobre científicos que no obstante ahora no contaré del todo, tranquilidad, sino sólo una breve parte, la parte en donde se le pide a un informático que averigüe cuál es el volumen de una vaca.
El informático, habida cuenta de la complejidad inmanejable de usar fórmulas para calcular volúmenes de figuras tan complejas como el cuerpo de una vaca decide trocear al bicho -metafóricamente- y coger, por ejemplo, un cuerno para decir algo así como "este cuerno es casi un cilindro" y poder calcular entonces su volumen utilizando las fórmulas habidas para tal menester cuando de cilindros se trata; y luego cogerá el torso y dirá que este torso es casi un
ortoedro y podrá calcular su volumen utilizando las fórmulas habidas para tal menester cuando de ortoedros se trata; y luego cogerá pero, en fin, me callo porque aventuro que se ha cogido la idea. Se trata de la
estrategia divide y vencerás tan cara a la programación.
Pero ahora cabe preguntarse: ¿por qué sabemos que el informático no está utilizando la figura geométrica real de la vaca? Pues porque en su proceder fragmenta artificiosamente lo que es un
continuum indivisible para calcular el volumen del cuerno y al hacerlo no tendrá en cuenta el del torso o viceversa y eso implica, en definitiva, y volviendo al mundo real, que dado que
no es posible la reducción epistemológica, la infidelidad forma parte de las representaciones científicas.
Mas entonces bien podríamos decir, de hecho bien se dice que lo que pasa es que hay un parecido entre la figura real y nuestras aproximaciones concurrentes. Falso, falso si asumimos la premisa
intuicionista (las estructuras matemáticas son creaciones humanas) y la premisa venida de la analogía (
no tenemos modo de articular el volumen de la vaca in totum) porque entonces es obvio que no existe la Ideal Figura Geométrica de la vaca aunque sí aproximaciones útiles en cuanto a que replican ciertos datos -peso o volumen, área o superficie- de forma ca-si precisa pero eso
no legítima ninguna conclusión ontológica de igual modo que
el replicar casi exacto del timming de un Reloj no nos legitima creer que dicha máquina tiene en su ser-en-sí ruedecillas. La aprehensión auténtica de algo, no lo olvidemos nunca, o es
holista o no lo es.
Habrá quien, porque incapaz de no ser un platonista, considere esto un absurdo pues creerá que si no existiera una figura ideal de la vaca entonces a qué nos acercaríamos habida cuenta de que cualquier aproximación
no nos es igual de útil. Pues para esta objeción hay primeramente un tirón de orejas por no comprender de una vez cómo funciona el lenguaje -nomás un instrumento coordinador de conductas acoplables al entorno- y segundamente, a modo de cura, un recurso al divino Mozart.
Con esto último quiero hacer pensar en cuando el genio salzburgués concibió en un alarde suprahumano la misteriosa obertura del Don Giovanni dejó su formulación musical anotada en una partitura. Sin embargo, es obvio que lo allí anotado no basta para la para la interpretación, para el traer a la mano, para la reconsecución de una obra así. Se necesitarán músicos intérpretes, músicos con oído que, músicos con talento musical que, aportando no sólo capacidad de distinguir la escritura de una partitura sino pudiendo sentir su intencionalidad musical, logren recrear lo concebido por el compositor. Como en
su momento barrunté, esto se debe a que en lenguaje la comprensión del significado de un concepto implica el
preconocimiento de unas reglas de uso (
Wittigenstein dixit) y que en Arte son tácitas y sólo descubribles por, y sólo manejables desde, la sensibilidad requerida por la obra.
Si una partitura definiese una obra a modo de diccionario, cualquier torpe máquina -valga la redundancia- sería capaz de tocar cualquier sublime obra mozartiana -valga la redundancia-. Lo triste, triste por su relativa excepcionalidad, es que sólo una inarticulable capacidad perceptiva y sólo una articulable pero no verbalizable capacidad sensomotriz pueden traernos al oído y al corazón tamañas obras musicales.
No será la partitura, por tanto, una aproximación imprecisa pero mejorable del sonido real primigeniamente incoado por el austriaco y que, idealmente, bien pudiera ser transferido de forma íntegra a algún
sistema semiótico cualesquiera. La partitura nunca será la obra. La partitura, por el contrario, será el medio que tuvo el genio para que, presuponiendo ciertas cualidades por todos los humanos compartidas y hablo desde el escuchar hasta el emocionar, se pudiera recrear la obra a posteriori de su concepción. La partitura, por tanto, fue el medio que tuvo Mozart para coordinarse con el resto de la humanidad del resto del mundo del resto de la historia para que así ésta pudiera eternamente rehacer lo que ocasionalmente aquel fue capaz de hacer nacer desde sus más profundas e inefables entrañas.
E inefable es la palabra clave, deliberada, a propósito escupida porque, por volver a los términos planteados en
la alegoría de Segismundo con su ruidoso vecino, y para reincidir en la tesis, tan machaconamente repetida en este arenoso libro, sobre la inefabilidad de lo real: en cierto modo, nuestros modelos científicos se parecerían a un piano, capaz de replicar ciertos aspectos de una obra tocada por una orquesta, como la melodía o polifonía, la armonía o el ritmo y por tanto, con posibilidades de poder bailar con el piano tal que si fuera con la orquesta. Pero también serán incapaces de replicar otros aspectos como el quálico aspecto tímbrico de la obra o el instrumental: el propio piano tocando y replicando a, pero porque formaba parte de, la orquesta.
Todo esto, por cierto, no reincide en la inutilidad de la ciencia, incuestionable por otro lado; no, no lucha contra la posibilidad de que el científico toque su inexacta música sino que todo este cansino escribir surge para reivindicar por enésima vez que cuando un solitario pensador se avenga a desahogarse con sus solos instrumentales no venga ningún arrogante cientificista a hacerle valer un
ilegítimo monopolio intelectual con sello de un ilusorio reinado platónico porque, en cuanto a tocar enteramente como dios manda -nunca mejor dicho-, no encontraremos humano con tal magnífico don.