Como bien sabrá quien de vez en cuando me lea, soy seguidor de la serie
Perdidos, la cual, me está donando una abundante cantidad de francas emociones pero también una numerosa cantidad de gratas reflexiones, una de las cuales, breve y ordenadamente, espero, quiero registrar ahora.
La serie, en cuanto a su argumento, es un dechado de inventiva tan colosal que he llegado a barruntar si esa monumental excelencia fabuladora no estaría convirtiéndose, de hecho, en una losa para el normal disfrute de la misma. Quiero decir: En la reacción natural del espectador est(ar)á la exigencia de que la trama avance, anude, mute y desanude las tensas incertidumbres que jalonan los capítulos. Mas esto provoca, a mi juicio, que otros aspectos estructurales de la obra, que debieran tener también cierta funcionalidad -como los personajes- o que, cuando menos, suelen ser nodos sobre los que entretejer también ciertas emociones que doten de aún más densidad a la obra; acaben, a ojos del espectador, atrofiándose un poco y dejando paso con ello a una serie cuyo enganche pareciera que sólo se sustenta en la brillantez de su historia.
El peligro consiguiente podría ser el no poder soportarse segundos revisionados, siempre necesarios para una obra que pretenda reverberar.
Que haya anotado como abocetados los personajes, por cierto, habrá podido sorprender a aquel que también disfrute de la serie ya que considerará -y acertadamente- que justamente hay una preocupación rayana en la obsesión de los guionistas por justificar y adjudicar ciertas intenciones y motivaciones y pasiones a los personajes y además, hacerlo mostrándonos la trayectoria biográfica, presente y futura, de los mismos a modo de marco contextual de forma que precisamente son sus experiencias y dramas los que más emocionan.
(Pienso en la búsqueda de un sentido a su vida que Locke constantemente emprende o en la necesidad de Sawyer de encontrar un hueco entre la gente sin perder por ello su genuina identidad, y nombro estos casos simplemente por referenciar dos entre los muchos que a no dudar hay).
No obstante, y a pesar de la indudable emotividad de tales vivencias y a pesar de la minuciosidad en recrear tales existencias, no son, creo, personajes que considere vayan a perdurar en mi cabeza fuera de la obra (salvo, tal vez, el
Benjamin Linus de la tercera/cuarta temporada pero por las razones que luego de leer el texto tal vez sí se entiendan)
Y con esto hemos llegado al punto de reflexión que quería tomar como salida. Si bien, y en aras de poder hacerme seguir en condiciones, quisiera hacer un alto en otra serie a modo de avituallamiento.
Roma. Relativamente basada en hechos reales. La serie nos cuenta: el momento histórico de la ascensión de
Julio Cesar al trono de Roma, su muerte, la ascensión de su sobrino-nieto
Augusto, su consolidación final como primer emperador romano, el comienzo de su enorme legado.
En el transcurso de la historia, la minuciosa, maquiavélica, inteligentísima estrategia de Augusto para lograr el poder mediante acciones varias; me provoca la fascinación hacia a un personaje cuyas vivencias -como tantos otros casos de personajes de ficción- me despierta emociones intensas pero que al ser él mismo quien
motu propio va elaborando -en parte- su propio destino -al contrario de tantos otros casos de personajes de ficción-, siento con ello la necesidad de fijarme en la singular estructura cognitiva capaz de elaborar tales hazañas ya que su esclarecimiento, juzgo, tal vez me muestre la razón de mi fascinación.
No olvidemos,
como ilustró magníficamente Wittgenstein, que detrás de cada experiencia estética se encuentra siempre una reflexión formal sobre la consecución de nuestra emoción.
En el personaje Augusto, es la reflexión sobre sus pautas cognitivas lo que convierte nuestro emocionar por sus acciones en una experiencia estética.
En Perdidos -y volviendo ya al tema de la obertura-, la trama es tan brillante, tan eficaz, de un ritmo tan vivo, preciso, original, impausado que se come a los personajes porque los hace parecer constantemente volteados por el destino, por la trama. Sus historias me emocionan. Sin dudarlo. Pero no hay posibilidad de suscitar interés, para profundizar la vivencia de los mismos; en explorar sus estructuras cognitivas como sí pasa, como recien anotamos, con el personaje de Augusto en la serie Roma.
Esto -aclarémoslo cuanto antes- no lapida el placer estético de una obra cinematográfica -desde mi punto de vista como espectador y mi perspectiva como diletante de estética, esto es, desde lo que considero que debo y puedo esperar del séptimo arte-; de hecho, disfruto soberanamente con la serie pero, imaginándomela novelada, entendería que no se habría agotado como dios manda toda la sustancia que le es posible emanar a una obra literaria.
Perdidos posiblemente sería una mala novela, en tanto que en cine funcionará siempre mejor, por tener allí un material
semiótico más natural.
Llegados a este punto y casi terminando, considero que el salto a una de mis anteriores anotaciones -
aquella en la que elogiaba al Maestro de maestros- se justifica casi por sí mismo. Efectivamente, al contrario del pensar de muchos durante mucho tiempo, al contrario de lo defendido en el decimonónico realismo psicológico sin ir más lejos; no sería la verosimilitud psicológica
per se -véase la naturaleza casi documental de la información dada por
Joyce de su personaje
Bloom- lo que constituiría un valor estético por sí mismo -en esto los
reality-show no tendrían parangón-; sino que, en una postura que podríamos bautizar como constructivismo psicológico, juzgo que lo que provocaría en una obra literaria un placer estético cuando éste pivota sobre los personajes, sería conseguir hacer trasladar toda la indagación sobre la forma -obligatoria a toda experiencia estética, recordemos- al modo en que está confeccionada textualmente la cognición del personaje.
Todo esta chapa, por cierto,
no para quitarle galones artísticos a Perdidos, insisto, sino para hacer notar cómo la historia
no puede constituir el nodo central de una novela;
sí de una película,
sí de un cuento,
sí de un microrrelato pero, por favor,
no de un libro de medio millar de páginas porque en este punto comparto sin paliativos
la opinión del maestro argentino, registrada en su prólogo a
Ficciones, donde llegó a considerar un:
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos