martes, 18 de octubre de 2011

Lectura habermasiana de Hamlet (2/2)

(Se viene de acá)

Líbreme dios, huelga decirlo, de cometer la anacrónica desfachatez de adjudicar a Shakespeare un registro minucioso de tipos de acción y líbreme el lector inteligente de pretender la impostura intelectual de confundir una ficción con un amueblamiento filosófico pero sí quisiera hacer notar cómo Hamlet elabora contra-acciones en función de la génesis del comportamiento de sus adversarios y es que, sobre todo de una parte hacia aquí, desde T.S Eliot y su miopía literaria más concretamente; se lee mal, muy mal Hamlet pues se lee como un drama no logrado en donde mezclan inarmónicamente un drama de venganza -y la locura será señuelo y estratagema a la par- y un drama sobre la culpa materna y la angustia que ésta supone a su hijo Hamlet.

Pero en realidad, Eliot (y U.Eco y otros tantos al secundarle en su lectura), leen mal, muy mal, insisto, puesto que -y como apunta James Wood (pág.182) a través de Greenblatt- el dramaturgo inglés en sus tragedias reducía sistemáticamente la cantidad de "explicaciones causales que necesita una trama trágica para funcionar de una manera efectiva, y la cantidad de explicaciones psicológicas racionales que necesita un personaje para resultar convincente ", se quiere decir, "Shakespeare se dio cuenta de que podía ahondar muchísimo en el efecto de sus obras y provocar en el público y en sí mismo una intensidad de respuesta especialmente apasionada si eliminaba un elemento explicativo fundamental, entorpeciendo así la base, motivación o principio ético que iba explicando la acción que iba desarrollando", estamos en la táctica de esconder datos para, entiéndase bien, no "elaborar una adivinanza que había que resolver, sino crear una opacidad estratégica" gracias a la cual, me atrevería a decir, se evita una comprensión algorítmica -una reducción formulativa- de la narración, se obstaculiza una lectura aplantillada, en resumen, se veta una lectura informativa y con esto reitero la batalla contra el paradigma de la información y la insistencia en visibilizar los hechos en torno a horizontes preconstituidos, vamos, formas de vida.

Hay que fijarse bien, liberados de suelo firme sobre el que germinar soluciones gramáticales que lo clasifiquen; los personajes literarios se emocionan e inteligen el entorno de una manera novedosa (hasta cierto punto, lógicamente) y a nosotros, como lectores, se nos obliga a aprender de forma ostensiva dicha emoción intelectiva a la manera de como cuando somos niños ya que podemos imaginarnos que todo el uso de palabras es uno de esos juegos por medio de los cuales aprenden los niños su lengua materna, nos dice Wittgenstein en el páragrafo 7, razón por lo cual, decide llamar a estos "juegos" juegos de lenguaje y así buscar, con dichos juegos, destruir toda búsqueda esencialista de lo que no son sino parecidos de familias entre diferentes elementos, esto es, contra el avance coagulante del pensamiento causalista (el cuál, es válido -instrumentalmente eficiente- en otros ámbitos, huelga decir), el aprendizaje de nuevos juegos de lenguaje de parecido familiar con otros, nos sensibiliza en la percepción individualizada a la manera en que un músico entrenado, a fuerza de musicar, acaba por notar más fácilmente las notas desafinadas -y con independencia de que la percepción de una nota nueva en vez de ya la otra desafinada, sea una cuestión eminentemente instantanea en tanto que cognitiva preconsciente.

De ahí, la opacidad estratégica, de ahí que Wittgenstein diga (en el parágrafo 654) que nuestro error es buscar una explicación allí donde deberíamos ver los hechos como "protofenómenos", es decir, donde deberíamos decir: "este es el juego de lenguaje que se está jugando", y de ahí la opacidad estratégica, insisto, de ahí que luego diga Wittgenstein (en el siguiente parágrafo) que no interesa la explicación de un juego de lenguaje mediante nuestras vivencias, sino la conclusión de un juego de lenguaje, y de ahí que aciertan los novelistas del siglo XX al luchar con la concepción denimonónica del personaje literario "redondo" como aquel del que se tiene más información y por tanto una noción del mismo más vívida.

Cuando se lee Romeo & Julieta, uno percibe, por ejemplo en Romeo, cómo lo que a éste -fruto de su sensibilidad hiperromántica (por abstraerlo etiquetadamente en un nombre)- le sucederá, de algún modo, como si fuera una semilla presta a encontrar su adecuada climatología, está ya presente en la percepción que el personaje extrae de lo real, esto es, en la manera en que se enfrenta a lo habido mediante el pensamiento, el diálogo consigo mismo, el lenguaje solo que, desgraciadamente, (porque seguramente aún novel el dramaturgo inglés), la contundencia arrolladora de la trama no nos invita a ver al personaje como una entidad autónoma sobre la cuál acaecerán situaciones trágicas por él mismo buscadas sino por ser marioneta de un destino caprichoso.

Y esa impresión, ese reencauzamiento de la mirada del lector, quiere corregir Shakespeare en sus futuras tragedias, las llamadas (no casualmente) de madurez. Lo viene a decir, de hecho, el propio James Wood (en la misma página citada antes) al preguntarse ¿Por qué hace Lear una prueba a sus hijas? ¿Por qué Hamlet no puede vengar de manera efectiva la muerte de su padre? ¿Por qué arruina Yago la vida de de Otelo?, y se responde irónicamente al hacernos notar que Los textos que fuente que leía Shakespeare proporcionaban todos respuestas transparentes (Yago estaba enamorado de Desdémona, Hamlet habría tenido que matar a Claudio (quien apostillo y aclaro, es insinuado amante prenupcial de la madre de Hamlet, quiere esto significar, su posible padre), Lear se sentía entristecido por el inminente matrimonio de Cordelia). Pero, insistamos, Shakespeare no estaba interesado en tal transparencia, de hecho, Wood quiere hacer ver, luego más tarde y en relación a esto, que justamente por esto la novela se libró del aspecto juvenil de las tramas en favor de las "historias no consumadas" para así lograr una posible contribución de la novela al deseo de Bernard Williams de complejidad en la filosofía moral en tanto en cuanto se evita el tratamiento discursivo de la moral y consecuentemente se elude a la inverosímil criatura kantiana en sustitución de una concepción procesual de la intelección moral.

Por consiguiente, no es una preocupación policíaca digna de investigar la inacción de Hamlet, se quiere decir, digna de investigar policíacamente; y ni mucho menos su ocultamiento es una torpeza estilística como el emocionado T.S.Eliot afirmó, antes bien, constituye una movimiento axial dentro de la estrategia textual seguida por Shakespeare en aras de hacernos sensible a la idiosincrática "forma de vida" del príncipe danés.

Pero es que además, la causa racional del comportamiento de Hamlet -y lo sabemos por otras versiones-, es intuible como ya no sucederá en tragedias posteriores (de no ser por tener a mano las versiones primerizas), y con esto se quiere decir que aquel no da en matar a Claudio por considerarle amante de su madre antes del matrimonio de ambos ("Creo que la reina promete demasiado", afirma la reina de la actriz-reina cuando ésta jura amor para siempre) luego, no hace falta decirlo, considera a Claudio su posible propio padre, es decir, que incluso a la manera policíaca, esta obra no es contradicctoria ni ecléctica como pretende Eliot. No obstante, insisto, no se ha de seguir ese camino sino el de sus propias impresiones, vamos, la vía que nos insta a seguir el autor -si nos fijamos bien en su estrategia textual- en aras de lograr ver la particular forma de vida hamletiana.
Él mismo dice que se siente turbado, pero no quiere hablar de cuál sea la causa. Tampoco le encontramos dispuestos a que se le inquiera, pues se escabulle con demencias sutiles cuando le apremiamos a que confiese su verdadero estado.
Y lo que sorprende en Hamlet, primeramente, es la diversidad enloquecida de gestos y acciones, esto es, con Ofelia se comporta de forma despechada; con Polonio, un atolondrado observador de nubes; con Guildersten, un resentido de la sociedad; con su madre, un devoto amante de padre; con un largo etcétera por enumerar dejo de hablar pero porque creo queda claro, ya está bien reseñado, hay una estrategia disuasiva.

Pero, hay que fijarse bien, cuando por ejemplo Ofelia le lanza sus obsequios haciendo la vez de amante despechada, entonces, como un camaleón, un actor reflejando el mismo papel de la persona tenida en frente; Hamlet se aviene a improvisar el mismo rol de amante despechado;
Podría hacer de intérprete entre vos y vuestro amante, si pudiera ver de cerca el juego de marionetas
y, cuando se encuentra a un cortesano veleta como Polonio, no sabrá si las nubes son elefantásticas o esponjosas
¡Hace referencias a la teta antes de mamarla! Así hacen todos los de su pollada. Por lo que veo, con esto se derrite de gusto este siglo nuestro. Van en sintonía con los tiempos que corren, y copian lo superfluo de la cortesía. Tal hace la espuma que filtra invadiendo con el absurdo las buenas ideas, pero que desaparecen si las soplas, como pompas de jabón
y cuando se encare a un energúmeno como Laertes en el duelo por su hermana, en otro tanto le imitará y superará
¿Quién es ese cuyo duelo suena con tanto enfásis? ¿Quién es ese cuya aflicción conjura a las estrellas hasta detenerlas haciendo que le escuchen con estupor?... ¡Aquí estoy! ¡Hamlet de Dinamarca!
y así una y otra vez, toda vez que interaccione con alguien el príncipe danés, transluciéndose en toda ocasión, cierta desidia frente a las artificiales maneras dramatúrgicas con las que se comportan en el escenario del mundo sus contertulios.
Mucho me duele, buen Horacio, haber llegado a ese extremo con Laertes, pues en la imagen de mi causa se refleja la suya. Intentaré conseguir sus favores. Cierto que el enfásis que puso en su dolor me calmó de ira
y siendo esta la razón última de su sádica parodia.

Porque todas las actuaciones de Hamlet no comportan una mera acción estratégica sino que asimismo son acciones dramatúrgicas (recuérdese a Habermas y utilícese, huelga decir, como escalera a subir y luego desechar)que vienen a parodiar y humillar y a la vez repudiar, de las formas irreflexivas y ya deshumanizadas de sus actores acompañantes,
¡Dejad de retoreceros las manos! Os lo ruego, sentaos, que yo os retorceré el corazón -¡ya lo creo!- si está hecho de materia prenetrable, y si la costumbre del mal no lo ha endurecido y dejado a prueba de todo sentimiento
y si bien esta veta hermenéutica resulta aventurada, queda justificada (frente al seguidismo alla Eliot de considerar mero disfraz estratégico el comportamiento del príncipe danés), a mi ver, desde la escena metafictica en donde unos actores quedan instruidos por el actor principal de la obra, esto es, Hamlet, cuendo éste advierte muy severamente que todo buen actor se debe a cierta mesura, en el fondo existencial, en todo desempeño por el escenario,
Decid los versos, os lo suplico, como yo los he recitado, que salgan con naturalidad de vuestra lengua. Si los declamáis a la manera que usan muchos actores, mejor sería dárselos a un pregonero para que los recitara. Ni hagan de sierra vuestras manos como queriendo cortar el aire...antes bien, usadlas con delicadeza. Pues en el torrente -por así decirlo- de vuestra pasión, habéis de hacer alarde de templanza, de mesura.
y es ahí donde empiezan a chirriar entonces los comportamientos de Hamlet frente a Ofelia despechada o Laertes en duelo o etcétera porque no nos imaginamos en modo alguno a Richard Burbage perfomando mesuradamente tales escenas (y aquí la falta de acotaciones introduce una perversa ambigüedad), antes bien, si nos dejamos seguir por el texto, Hamlet le gritará Ofelia que se vaya al convento, le gritará a Laertes que quiere ser enterrado con su hermana (mientras a la vez con los brazos sierra el aira), se mirará a un espejo -seguro que daga en mano- preguntándose si ser o no ser (no olvidemos, por lo que le insinúa a Ofelia luego y por incluso afirmar del más allá como lugar de donde no ha vuelto viajante alguno; que Hamlet se sabe vigilado por Claudio y Polonio en esta escena), y etc. y lo hará -cómo si no- histriónicamente al decir de con quienes comparte escenario pues estos, invariablemente, lamentan la locura del príncipe danés.
Laertes, mira que está loco.
Impresión imposible de persuadir, si se actúa mesuradamente.
Por Dios, Laertes, déjale.
Y así es como va procediendo el protagonista, y lo hace contrastando con la locura quijotesca pues si Quijote era (repitiendo la disyunción de Wagner y Debussy) un actor modulando tan sutilmente su rol de cuerdo y de loco de una forma tal que anula la distinción (a la manera en que Debussy despoja la sensación de tonalidad por defecto); Hamlet procede de modo contrario, esto es, acumulando moduladamente distintos roles (a la manera en que Wagner despoja la sensación de tonalidad por exceso) y confundiendo así a propios y a extraños para crujir así, y de qué manera, la propia noción de personalidad como esencia estable (y de paso provocando una lectura desquiciada a Eliot y adláteres).

Hamlet asemeja esto, a mi ver, parodiando distorsionadamente -aunque de forma reconocible para un espectador ajeno- a todo actor con el que comparte escenario, y así el príncipe se asemeja a aquel paciente de Tourette, visto por Oliver Sacks, que iba de un lado de la acera a otro, vamos, caminando por un paso de cebra cuando el semáforo en verde y parodiando e imitando a todo peatón que se acercara a él y haciéndolo, además, en un estado de automatizado paroxismo contorsionista que, en el caso del enfermo descrito por Sacks, resulta superior a sus fuerzas y por tanto irrenunciable excepto, eso sí, como pudo darse cuenta luego Oliver, excepto, como digo, cuando lograba -por agotamiento, por circunstancias- alcanzar una calle, quedarse a solas y allí, como si rebobinara todas sus gestas, repetir una a una y de forma acelarada todas las imitaciones hasta entonces atesoradas; y ese encuentro a solas, consigo mismo, sin nadie a quien imitar, con quien jugar; lo tendrá Hamlet en todos sus monólogos donde, y de ahí su carácter abisal, este todo y nada se encuentra impedido de parodiar e impelido a actuar,
Qué pedazo de asno soy -¡oh!- y qué gallardo, que siendo el hijo de un padre asesinado, azuzado a venganza por cielo e infierno, debe, como ramera, abrir con palabras mi corazón
donde se ve obligado a imponerse la sensibilidad y papel de vengador y eso y a pesar de que, a poco, ha acabado por desistir de toda actuación, ha acabado por considerarla algo más que gesto y nadería autohipnotizante
Ni mi manto oscuro, ni el traje obligado de luto solemne, ni los suspiros vaporosos y profundos, ni el abundante río de lagrimas, ni la expresión abatida del rostro, a más de todas las formas, modos y clases del sufrimiento, pueden descubrir mi estado de ánimo. Todo son cosas que "parecen" en tanto acciones que el hombre interpreta [play]. Pero hay en mi intención algo más que apariencias o atavíos del dolor
algo más que una forma, arbitraria como cualquier otra más, de concebirse alguien olvidado de estar en un escenario creyéndose alguien
Me falta ambición

¿Cómo? ¿No tenéis la palabra del propio rey para sucederle en Dinamarca?

Lo tengo, señor, pero "mientras crece la hierba muere el caballo". Es un proverbio que casi huele
peleándose por el reesamblaje de un tiempo desencajado que no hace sino instaurar un orden cósmico igual de ilusorio por cuanto a él no logra comprometerle,
¡Ejemplos hay, palpables como la tierra misma, que me exhortan: he ahí ese ejército tan numeroso e imponenete dirigido por géntil y delicado príncipe cuyo espíritu, henchido por la gloria de la ambición, hace mofa del incierto porvenir exponiendo lo que es frágil y mortal a la misma muerte, fortuna y peligros; y todo por una cáscara de huevo! Verdaderamente ser grande no consiste en atormentarse por nada. Muy al contrario: ser grande es batirse por la más leve causa cuando el honor está en juego. ¿Y yo? ¿Qué haré yo?... Mi padre asesinado, mi madre deshonrada, motivos para la razón o la sangre. Duermo... sólo duermo, mientras contemplo, para mi vergüenza, la muerte segura de veinte mil soldados, sólo por la ilusión de un día de gloria, caminando hacia su tumba como hacia un lecho, peleando por un trozo de tierra, en el que apenas hay sitio para las fosas de los que allí caigan muertos
pero si bien sabemos (gracias a la trampa de leer las versiones pretéritas, insistamos) que es el dilema moral de asesinar a su posible padre lo que inicia su inactividad, es ese obsesivo revolcarse sensual en la acción dramatúrgica
Dime, amigo, si todo me fuera adverso en el futuro, ¿no crees que con esto y con un bosque de plumas, a más de rosas de Damasco en mis zapatos hechos añicos, podría yo tener una parte en una troupe de cómicos [players]?
lo que sin duda incentiva sus diletantes actuaciones hasta que, empero, tanto cambio de vestuario acaba por dejarle desnudo
¿Qué es el hombre, si el mejor uso y disfrute de su tiempo es dormir y comer? No más que una bestia
y a la vez incapaz de no irritarsele el alma por cada disfraz existencial al que de nuevo se acoge
La mano que menos trabaja, tiene más delicado el tacto
a por cada papel que haga su desempeño en el escenario un trayecto reconocible, disolvente de la incertidumbre existencial
-¡Otra más! ¿No podría ser la calavera de un abogado? ¿Dónde quedan ahora sus sutilezas, argucias, sus cartas, títulos y sus trucos? ¿Cómo tolera ahora que ese patán le golpee la cabeza con esa sucia pala? ¿Por qué no le demanda por agravios? ¡Hum! Seguro que este individuo era un terrateniente con escrituras, contratos, dobles garantías, protocolos y finanzas. ¿Esto es todo lo que las garantías le garantizaron al final de sus finanzas? ¿Tener rellenos de fino barro sus finos sesos? ¿Le garantizarán sus garantías, dobos o no, un pedazo de tierra del tamaño de las dos mitades de una escritura? Sus títulos de propiedad apenas cabrían en esta caja -en la que él cabe-. aunque poca herencia será esa para su heredero.

-Poca, mi señor, muy poca

-¿No se hace el pergamino de la piel del carnero?

-Sí, mi señor, y la del ternero también, mi señor

- Carneros y terneros son los que buscan su seguridad de esa forma.
de modo que, finalmente, solo queda un amargo escepticismo porque atrás quedaron bien descubiertos los sencillos mecanismos típicos de la rétorica, de la personalidad, de la la actuación de reyes, amantes, conquistadores y amigos; y acabado uno y sin función, el resto es la nada,
el resto es silencio
o abrir solidarios otra arbitraria vez el telón
Horacio, yo muero. Tú, que vivirás, refiere la verdad y los motivos de mi conducta, a quien los ignora.

jueves, 13 de octubre de 2011

Lectura habermasiana de Hamlet (1/2)

Pero justo lo contrario -si se lee bien- sucede en Hamlet donde el personaje principal, el príncipe danés, no es una conjunción a ratos cacofónica, a ratos armonizada, de roles varios sino alguien pretendiendo todo lo contrario.

El protagonista, desde el mismísimo principio, se ve desplazado por un entorno enajenado que no ha mantenido el duelo por su padre muerto, que lo han sustituido -la madre y la nación- por un advenedizo, éste es, un tío encaramado a lo más alto del poder sin mérito alguno salvo el de la seducción seguramente interesada, por lo que la sensación final, la del protagonista, quiero decir, es de átonito aislamiento.

Como bien se sabe, da comienzo el nudo de la obra cuando quédase revelado -aparición fantasmagórica mediante- la naturaleza criminal habida en la muerte del rey pretérito y permaneciendo así el hermano de éste, rey actual, como usurpador ilegítimo del trono, asesino aún por ajusticiar. El desarrollo normal de estas premisas, concluirían en el lógico aniquilamiento del monarca regente, pero la trama no atina con ese desplazamiento y el protagonista descarrila toda acción porque, al parecer, se volvió demente y de hecho el lector, por momentos, compartirá idéntica desorientación.

Es interesante ver cómo, en el mismo núcleo de la obra teatral, se alenta una determinada veta interpretativa, más bien formal, vale decir, no en el sentido concreto de explicar tal o cuál elementos de la obra, pero sí en el -nada desdeñable- sentido -encauzador como pocos- de que la literatura (así en general, es cierto, pero vale por lógica para este mismo particular) sirve como espejo sobre el que poder reflejarnos y no para, pongamos, otorgar mero entretenimiento.

Esta tan manoseada afirmación -por cierto, recuérdese, dicha por Hamlet mismo- vendría a interpretarla yo en la sensibilidad que considera, pongamos, dignas de escucha las peripatéticas peripecias de George Constanza.

Por lo tanto, el lector desubicado, entre tanto naufragio intelectual, encuentra seguramente ahí, y por fin, un trozo de tierra sobre el que cultivar una interpretación que acote emoción y pensamiento a una obra de lo contrario desbordante y caótica, y este suelo firme, como digo, vendría de fijarse uno en el particular modus operandi del protagonista y en su posible (y por qué) reverberación en nosotros. Huelga decir, que no habrá nada reconocible del lector en la imagen literaria en lo que respecta a temas peregrinos e improbables como ser príncipe de una nación, sobrino de un criminal o justiciero acobardado. Es en todo caso en la psicología del personaje más que en sus hechos biográficos (a pesar de que uno sin el otro no existirían o de hacerlo, lo harían tan impensadamente como sonrisa sin rostro), desde donde uno puede pretender buscar un posible -siquiera caduco pero real- reflejo.

Y lo más llamativo del príncipe danés resulta su denodada huida de la acción previsible, se quiere decir, su evitar la incuestionable venganza.

La falta de acción, consecuentemente, nos conmina a indagar por el rechazo. Y tal vez, conjeturo, toda esta actitud porque Hamlet desconfía de cierta acción y tal vez, continuo, quien lo pensó mejor (no pivotando sobre esta obra, es cierto, pero valiendo el acoplamiento) fue Habermas pues éste señor, en un moderno libro suyo, busca clasificar, y trata de organizar, los diferentes tipos de acción existentes que son, básicamente, tres.

En primer lugar, la acción teleológica, es decir, aquella de Aristóteles, aquella que busca conjurar fines y para ello conjetura medios, y esto sucede, propiamente dicho, cuando un actor realiza un determinado fin previa selección de medios en función de una situación y unos agentes coparticipantes en el escenario. Tal concepción de la acción, caracteriza a la visión economicista del individuo y de su red social y de su interacción social, quiero decir, toda vez que se pueda aplicar una visión estratégica a la interacción interpersonal (que sucede siempre que para la evaluación apriorista del éxito de una acción se deba hacer un cálculo expectante de las decisiones que el otro agente competente previsiblemente realizará) entonces se está inmerso en este tipo de visión sensible.

Esta es la sensibilidad de, por ejemplo, el Economista Camuflado, de Tim Harford, cuando éste quiere averiguar, por ejemplo, por qué la universidad actual posee la fisionomía que posee. Es, como es evidente, la perspectiva inaugurada por Becker (en aquel seminal pensamiento que le surgió luego de evaluar, después de haber aparcado el coche, si le convenía o no pagar el parking o bien esperar a la improbable multa) y aún más lejanamente, inaugurada por Von Neumman y su teoría de juegos, a continuación de haberse anodado con el juego del poker donde no sólo importan tus cartas y sus cartas sino también -¡y cuánto!- lo que ellos piensan (cuando juegas) que valen tus cartas y lo que tu piensas (cuando juegas) que valen sus cartas; pero aún más lejanamente, aunque menos formalmente, desde que el hombre es hombre, se ha pensado, se piensa y claro, se pensará, en términos estratégicos que no otra cosa es la acción teleológica primeramente descrita por Habermas. Estrategia. Fines, medios, decisiones esperadas. Estrategia, vamos.

Esta es la visión de otro protagonista shakesperiano, es la visión de Yago, urdidor de engaños y tramador consumado, que de tanto explotar a propios y extraños y de tanto disfrutar con ello, acaba por objetualizar a sus semejantes de puro instrumentos que se le han convertido.

El segundo tipo de acción descrito por Habermas también es harto reconocible y es el de la acción regulada por normas. Visión ésta afín a las teorías sociológicas sobre rol social y con esto se quiere decir que, en un grupo social compartiendo idénticos valores sociales, el actor quedará regido en su comportamiento por dichos valores o normas, es decir, es el platónico contexto normativo el que acota qué acciones caben y qué acciones se impiden y esto viene a ser que son los valores los que esculpen el comportamiento del actor, ora quitando bloques de acción, ora habilitando otros; siempre y cuando, claro está, dicho actor se avenga a la acción regulada por normas.

Esta visión de la interacción social, a mi ver, sería análoga a la visión militarista de la sociedad donde soldados, cabos, sargentos, largo etcétera, saben de sus funciones, comportan según se les demanda, convergen en valores propios y grupales como valor y disciplina, y divergen en valores propios y grupales como pereza y rebeldía. Es la visión, ya en literatura, de un por ejemplo Orson Scott Card quien tiende ver, sin ir más lejos en su Saga del Retorno, a las redes sociales -si sostenibles- titiriteadas por virtudes morales y así y por ilustrarlo, cuando a una de las protagonistas de la novela vienen a buscarla un grupo de soldados reconvertidos en matones medrados en la anarquía social del peque pueblo Basilísca y ahora queriendo el poder y el refrendo social y por tanto persiguiendo enemigos políticos; a una de las protagonistas de la obra, repito, a Hussdish, en concreto, le basta espolvorear una nube de palabras a favor de la valentía y la decencia y en contra de lo mercenario y lo caótico para que ahora estos matones, como por arte de magia, y como convencidos entonces de que el pueblo no va a lograr ver como legítimas sus pretensiones de poder, de desalojo de la corrupción y de los enemigos políticos (tal que Hussdish); deciden darse a la fuga avergonzados de una felonía casi perpetrada.

Toda la urdimbre novelística de la saga (plagada de detalles psicológicos minuciosos alla Proust), si se mira bien, queda patronada por una perspectiva normativa de las virtudes sociales presuponiendo siempre, pues, que éstos son vistos de igual modo y valorados (a pesar de la homogénea educación) en igual medida tanto por unos como por otros y así, y por ejemplo y ya terminando, tanto el protagonista como su antagonista, aceptan sin recato, y a pesar de sus ego intereses, el mando incuestionado de su común padre y todo por un prurito de honor y dignidad y respeto a la jerarquía social y al qué dirán.

Esta es la visión de otro protagonista shakesperiano, es la visión de Lear, probador de lealtades y amores, que de tanto probar a propios y extraños y de tanto insistir en ello y con ellos, acaba por protocolizar sus reacciones y por confundir mapa con territorio olvidando que el amor más sincero, por ejemplo, no es el más chillón ni -tal vez sobre todo- que lo que por amor él entiende, no es el único habido y por haber pues la pobre Ofelia sí le quiere pero no a la manera interesademente servil que pretende su padre y que, por tanto, donde éste ve una falta, aquella solo ve una variación.

La visión normativa, por su filiación con lo moral, es capaz de echar a perder cualquier estrategia parametrizada en torno a sólo fines y medios como muchas veces se puede comprobar y como valdría este surrealista pero real caso de un vasco -boina enroscada, cerebro exprimido- que esperó diez meses para hacerse una colonoscopia, a pesar de sangrar por el orificio excretor, a pesar de poder significar eso un mortal cáncer de colón; sólo por escuchar a un médico que supiera hablarle en euskera -y ni que decir tiene que no hay absolutamente nadie viviendo en el País Vasco que no sepa, como mínimo, hablar castellano. La entronización moralista de un valor social como, en este caso, el uso del vascuence, puede conllevar, como se ve, a acciones fatalistas huérfanas de una estrategia sensata que las acote debidamente. No en vano, aunque en vano, los evolucionistas -tan sensibles a la imagenería economicista- se han visto obligados a introducir el vírico concepto de meme -trivialmente traducible al de valor o norma social- para alojar, dentro de una explicación científica, conductas por lo demás rayanas en lo demencial -caso del vasco con boina enroscada, cerebro exprimido.

Finalmente, el último tipo de acción registrado por Habermas es el más raro, el más indiscernible, pero no por ello el más despreciable. Este tipo de actuación queda conocida como la acción dramatúrgica y no refiere a un actor principal en interacción simbio competitiva con otros agentes y no refiere tampoco a un actor engranado en medio de un mecanismo social de valores centrifugantes; refiere, más bien y por el contrario, a toda acción analogable a un actor buscando provocar (in)deliberadamente una determinada imagen a un determinado público (actor mismo incluible en éste, por cierto) y que en consecuencia, en la ejecución de ese acto, se revela -siquiera parcialmente- una parte de su subjetividad.

Me vale el discurso de Marco Bruto como ejemplo agilizado.

El personaje shakesperiano ilustrante del caso debería ser Falstaff pero Hamlet, como se verá en parte, como se intuye formando parte de actuaciones teatrales, aquí en Elsinore, también allí en Wittenberg; parece asimismo sensiblemente perceptivo a este estilo de acción.

Habermas, sin embargo, no se conforma con una arbitraria taxonomía y advierte -bien razonadamente, por cierto- que esta tipología recién enumerada en puridad podría quedar amalgamada en una sola y si acaso entender a los tres tipos de acción hasta aquí reseñados, como lateralización radical de un mismo tipo que él, finalmente, bautiza como acción comunicativa y que él, realmente, ve caracterizada por el hecho de que hablar es basicamente un entenderse con alguien sobre algo resultando, de esta forma, que el lenguaje será primariamente el medio por el que los actores lleven a cabo sus acciones.

Así, la acción estratégica -y ¡ojo!, por ende la visión econolucionista- presupone el lenguaje como medio basal sobre el que poder influirse mutuamente. La acción regulada por normas -y ¡ojo!, por ende la visión miliralista- necesita de un instrumento como el lenguaje para poder, a base de expeler unos mismos valores, ambientar homogeneizadamente el medio interactuante. Finalmente, el lenguaje, para la acción dramatúrgica, resulta crucial por cuanto es el instrumento predilecto de la autoescenificación.

Concluyentemente, la acción comunicativa es el único tipo de acción que presupone el lenguaje como medio de entendimiento, como bisagra sobre la cual transitar de un mundo objetivo de fines a un mundo intersubjetivo de valores a un mundo subjetivo de emociones a un mundo objetivo de fines a un mundo intersubjetivo de valores a un mundo subjetivo de emociones ad infinitum, resultando con ello, como se deduce, que es el lenguaje el que establece, al estabilizar la comunicación, un horizonte común, un husserliano mundo de la vida y es justamente por eso que se ha llegado a igualar la aportación habermasiana con el interaccionismo simbólico de Mead, los actos de habla de Austin, la hermeneútica de Gadamer o, mismamente, los juegos de lenguaje del insigne Wittgenstein (juegos de lenguaje, por cierto, que el filósofo austríaco nos insta a entender (656) como lo "primario" y por tanto los "sentimientos, etc." deben ser considerados como "un modo de ver, interpretar, el juego de lenguaje!")

Visible, a nada que se rasquen las letras shakesperianas, un paulatino desentendimiento de la interacción por parte del príncipe danés, o si se prefiere decir así, un gradual desinterés por las formas de vida (o juegos de lenguaje), por la acción comunicativa, en definitiva (y por no marginar a Habermas); que a poco va viéndose en Hamlet y con ello, claro, un pérdida de "sentimientos, etc.".

(Continúa acá)