viernes, 3 de mayo de 2013

La paradoja del cuervo (o de Hempel) y sus consecuencias

 MARCO ANTONIO- A veces vemos una nube que parece un dragón; otras, un vapor que presenta la imagen de un oso o de un león, de una ciudadela guarnecida de torres, de una roca suspendida, de una montaña de doble cima, de un promontorio azul cubierto de árboles; esas imágenes se balancean por encima de nuestras cabezas y engañan a nuestros ojos con una burla aérea. ¿Has visto esas imágenes? Son las mascaradas del véspero oscuro.
EROS- Sí, mi señor.
MARCO ANTONIO- Lo que ahora es un caballo, casi con la velocidad del pensamiento un jirón de nubes flotantes le borra y le hace indistinto, como el agua en el agua.
EROS- Sí, señor.
MARCO ANTONIO- Mi buen muchacho Eros; tu capitán sufre en este momento un fenómeno semejante. Heme aquí Antonio, y sin embargo, muchacho, no puede conservar esta forma visible. He hecho estas guerras por el Egipto y la reina cuyo corazón creí tener, pues tenía el mío -mi corazón, que entonces me pertenecía y hubiera podido disponer de un millón de otros ahora perdidos-; la reina, Eros, ha falseado naipes con César, y ha trocado mi gloria por el triunfo de mi enemigo

[Antonio y Cleopatra, Acto IV, Escena XII, William Shakespeare]
 Una de las quejas más sorprendentes que he oído en esta Crisis financiera, es que los productos financieros constituyeron un fraude en tanto que llegado cierto escenario se mostraron erróneos y fallidos. A mi juicio estas ambiciosas expectativas respecto a los modelos financieros, modelos científicos en general, muestra una ingenua consideración de lo que la mente humana puede conseguir. Creo que la paradoja de Hempel, su solución en concreto, muestra el carácter tentativo, en el alambre, con el que de normal nos movemos por el mundo y cómo, por lo tanto, las finanzas no pueden constituir una excepción.

(extraído de la Wikipedia)
La paradoja del cuervo es una paradoja propuesta por el filósofo alemán Carl Hempel en la década de 1940 para ilustrar un problema donde la lógica inductiva desafía a la intuición. Esta paradoja se conoce también como paradoja de la negación o paradoja de Hempel.
Cuando durante miles de años la gente ha observado hechos que se acomodan bien en el marco de una teoría como la ley de la gravedad, tendemos a creer que dicha teoría tiene una alta probabilidad de ser cierta y nuestra confianza en ella aumenta con cada nueva observación de acuerdo con ella. Este tipo de razonamiento puede sintetizarse en el principio de inducción:
  • Si se observa un caso particular X consistente con la teoría T, entonces la probabilidad de que T sea cierta aumenta.
Hempel da un ejemplo del principio de inducción. Propone como teoría "Todos los cuervos son negros". Si ahora examinamos a un millón de cuervos, y observamos que todos son negros, nuestra creencia en la teoría "todos los cuervos son negros" crecerá ligeramente con cada observación. En este caso, el principio de inducción parece razonable.
Ahora bien, la afirmación "todos los cuervos son negros" es equivalente en lógica a la afirmación "todas las cosas no-negras son no-cuervos". Por lo tanto, observar una manzana roja proporciona evidencia empírica para sostener esta segunda afirmación. Una manzana roja es una cosa no-negra, y cuando la examinamos, vemos que es un no-cuervo. Así que, por el principio de inducción, el observar una manzana roja debería incrementar nuestra confianza en la creencia de que todos los cuervos son negros.
Aplicado a las finanzas podemos reproducir la misma paradoja: la apuesta de que una determinada acción subirá, en teoría, podría y debería ser verificada por cualquier evento que sucediera siempre que sin más no fuera esa propia acción bajando, o sea, el análisis inductivo de cualquier precio, dado que no se puede aprehender la totalidad de los hechos, termina por ser un arbitrario modelo predictivo semejante a conducir mirando el retrovisor. 

Ahora bien, fijémonos un poco, y retomando un ejemplo de Lakoff,  si tú dices tener un objeto que no es un pistola, ciertamente, no estás legitimado a colegir, por ejemplo, que ese susodicho objeto tampoco es un bol de tallarines, no obstante, si yo entro en un trastero y a viva voz comento haber encontrado una pistola falsa, esto es, una no-pistola; lo lógico, cuando entres a la habitación y te encuentres con un bol de tallarines; lo lógico, como te decía, es que te quejes de que te he engañado pero porque, como dice Lakoff, lo que asociamos con una pistola (y con cualquier objeto) es una serie de constelaciones multidimensionales (atributos visuales, manipulativos, etc.) que son los que gatillan nuestro reconocimiento gestáltico del mismo, y no una colección finita y enumerable de propiedades a cumplir, es decir y siguiendo a Roscharch, no tenemos una noción diccionarial de los objetos como suma de propiedads, antes bien, lo que tenemos por guía es algún tipo de prototipo y una enclicopédica serie de objetos adyacentes que toleramos como sinónimos por nomás un aire de familia según el contexto. Así se explica, también, que podamos sobredimensionar algún aspecto del objeto por encima del otro para cierto escenario y encontrar equivalencias no habidas previamente en la definición diccionarial, esto es y por ejemplo, y como lamentaba Marvin Minsky sobre la falta de plasticidad de las inteligencias artificiales; si yo a un humano le desproveo de una silla a la cual poder subirse para cambiar una bombilla, tranquilamente, puede valerle utilizar una maleta de viaje (objeto disímil donde los haya) para emprender tal menester y sin embargo, a una inteligencia artificial (de finales del siglo veinte, claro) este hallazgo protodiccionarial, gestáltico, esta equivalencia asociativa; jamás se le hubiera ocurrido (por el hecho de usar una definición de objeto como colector de propiedades, no por alguna razón metafísica).

 Esto sucede porque nosotros no construimos mapas verosímiles de la realidad que aprehendan la totalidad de los hechos acontencientes -y así lo exigiría por ejemplo la teoría gravitatoria, en puridad, cualquier teoría que se quiera realista-; nosotros construimos pequeñas islas de influencia, constelaciones de tres planetas nomás, con las que podemos hacer cálculos útiles para grandes colecciones de escenarios y con ello avanzar por el incierto mundo sin la necesidad de un omnisciente fogonazo. 

Esto implica una melancólica contraparte referida a la caducidad de nuestros productos cognitivos pues tarde o temprano (de lo contrario se habría encontrado una parte totalmente aislada de la realidad restante) aparecerá un evento tan magnificente como para destrozar la arbitraria estabilidad efectiva de nuestro pequeño mundo. La paradoja de Hempel, en consecuencia, no es más que una espada de Damocles, una genérica admonición recordatorio de que nuestra mente es finita y la realidad desbordante, y al cabo, más tarde o más temprano, una pequeña muerte aparecerá por nuestro horizonte borrando de raíz la efectividad de alguna de nuestras gestálticas intelecciones. Por la misma, la ciencia, por extensión cualquier producto cognitivo, está abocado a una sisiforiana, asintótica, aproximación a la realidad, una proteica y permanente reformulación de la misma. Cuando en ese sentido oigo a la gente quejarse de la enrevesada y especulativa farmacología de productos financieros que, por puro egoísmo, dirán, ha acabado por empantanarnos en esta crisis; no puedo dejar de lamentar que, y sin quitar relevancia a fraudulentas pequeñas maldades verdaderamente habidas, la gente no se de cuenta que cualquier producto financiero (pongamos un crédito) está sujeto a la posibilidad de un revés y quien proclame lo contrario, será igual de dañino y mentiroso que un vendedor de medicinas dolosas.