viernes, 23 de marzo de 2012

Inversión cultural (1/2)

Me suele pasar a veces que descubro al asesino de la serie que estoy viendo, y no después de un concienzudo análisis causal, sino en virtud de los mecanismos narrativos, ya fosilizados, bien constreñidos por un tiempo episódico, que despliegan un finito catálogo de secundarios en previsible relación con la víctima, vamos, un poco a la chapucera manera en que Homer decía identificar a los malos malísimos de una serie, o sea, por miradas sospechosas o gestos narrativos similares que muestran, más que la obvia maldad simbólica del asesino, la torpeza formalista del guión al (no) querer mostrar sus cartas. No me pasa siempre, alguna vez realmente, pero podría pasarme con mayor asiduidad, quiero decir, al cabo no es tan difícil, se trata en definitiva de exponerte el tiempo suficiente a dichos patrones narrativos hasta que llegue el momento a partir del cual la aprehensión es absoluta, la memorización total. Sin ir más lejos, hace poco, viendo la enésima reversión del Tiburón de Spielberg, esta vez empero, instanciado en un mega cocodrilo superviviente del pleistoceno; en un momento dado de la película, terminado ya de perseguirle al monstruo en balde, los protas deciden mirar a dónde quedó exactamente el bicho, ya no lo ven (le habían colocado vía franco disparo un localizador GPS), y hete aquí que resulta que lo tienen lejos de donde están -que es en la vera del río-, esto es, resulta que lo tienen en el campamento base, y ahora sin decir nada más, gritan el nombre de una de las protagonistas quien -y el espectador se da cuenta ahora- quedó varada -por no sé qué razón- en el campamento. 

Cambio de escenario. Aparece la muchacha tranquilamente ejercitando una rutina hogareña -calentando un té si mal no recuerdo- y el espectador la contempla asustado a sabiendas de que el mega cocodrilo está allí, a la espera, a su vera, dispuesto a atacarla pero cuando lo haga, y aquí viene un problema, el espectador no se asustará tanto pues ya lo está preveyendo, consecuentemente, el guionista tiene un debe, tiene que demorar esa modulación situacional, tensar la narración para que, de nuevo, el mega cocodrilo irrumpa pero ahora con verdadera sorpresa (si bien -y eso ya está hecho- lo hará sin tanta sorpresa como para tener que considerar su aparición como una suerte de deux machina). El gesto formal es un paramilitar acercándose al campamento (el escenario es el África profundo de principios de siglo, éste de los Konys y los genocidas en general), y sabemos por escenas anteriores, que (por nexos narrativos que no conviene ahora convocar) se debe al asesinato de estos blanquitos ricachones. Como estamos viendo, es ahora cuando se nos aparece el asesino, personaje por otro lado, que al ver a la guapa blanquita decide primero intentar violarla y tal y tal y bueno, ya a estás alturas uno puede intuir (si vió suficientes pelis de estas y sobre todo entiende el mecanismo compositivo de las mismas, esto es, sus efectistas objetivos) que luego de una ardua pelea, cuando la mujer se encuentre horizontal y derrotada, él con los pantalones bajados, nosotros con el bicho olvidado y al pavo cruzado; aparecerá el mega cocodrilo (¡¡sorpresa!! ¿a qué te habías olvidado de mi?) zampándose al casi violador y casi haciendo lo mismo con la blanquita ricachona que escapa por los pelos gracias a la ayuda de ¡claro! ¿ya te habías olvidado? los cazadores que tenían localizado al mostruo del África profunda.

Pero por cierto, qué aburrida hubiera sido la escena sin la adición desenfocante del paramilitar, quien, además, posibilita la matanza de alguien (con toda esa deleitosa casquería que a la postre atrae a tanto espectador a este tipo de pelis) cuya muerte no supondrá una disonancia emotiva para el espectador -es dudoso que alguien pueda empatar, por humano que sea, con un puto violador.

Imagino la creación de estas escenas más como un metódico ejercicio artesanal (de forma que el espectador pueda desentrañarlo en su memoria cortoplacista y no verlo por primera vez y no saber qué sentir) aprendido en algún taller literario o de guionistas en donde se ha explicado, como en un conservatorio musical cualquiera, qué elementos concatenan con otros para (dis)tensionar el visionado, o sea, que podemos dar en ver al guionista, su negocio, como el de un aprendiz a la postre divulgador de patrones narrativos, ahora, esto no explicaría por qué a la larga un espectador no acaba por aprender también él (salvo que la exposición sea excesiva y la memorización de patrones subliminal) los mismos patrones y cansarse de entonces todos los narradores. Muy fácil, porque las escenas se van implementando de forma distinta en cada ocasión y en consecuencia lo que aprovisiona al por mayor el escritor son patrones narrativos y lo que vende manufacturado al minorista lector son concreciones de los mismos, bien poco valor añadido, cierto es, pero resulta que la materia prima del contador de historias es cara, muy cara, y requiere de un exorbitante volumen de tiempo ocioso porque consta de una serie de estructuras memotécnicas que se llaman entre sí de modo bayesiano, consecuentemente, si el lector no puede saltarse al intermediario y no puede eludir la intermediación del escritor, es lisa y llanamente porque no tiene capacidad, mejor dicho, no tiene intención de aprenderse esas cosas. No sin cierta maldad, pienso que el interés de las narraciones depende de un desinterés calculado de las formas narrativas por parte de sus consumidores.

Nada difícil, por otro lado, esta sociedad es afortunadamente desmemoriada, y al contrario que Funes, puede dormir bien tranquila y del todo despreocupada respecto a su incultura, curiosamente, hoy mismo, en un recopilatorio de respuestas absurdas hechas en un programa concurso cultural de preguntas y respuestas, escuchaba cómo una concursante respondía "anillas" -se entiende que de gimnasia- a la pregunta por la especialidad de un tal Dante Alighieri (ubicua cara de las monedas italianas de dos euros nada menos). En su razonable defensa se puede argüir, como hace mi hermano, que hoy día no sale a cuento, según que exigencias intelectuales se tenga, el estudiar ciertos rococó académicos objetos intelectuales, es decir, y por iluminarlo con una comparación, al pretendido hombre culto renacentista de hoy día le puede suceder como a esas empresas (tan típicias, por cierto, del entorno cultural empresarial europeo más proclive a la gestión imperial que la especialización eficiente) que invierten en sectores diversos y dispersos y que por tanto luego cotizan en bolsa con un valor descontado pues si un determinado sector tiene un retorno determinado por capital introducido y otro sector otro tanto, el margen de beneficio de la empresa no será el del sector más exitoso sino el promedio de todos aquellos sectores, rentables o no, en el que esté implicada la empresa, por el contrario, la empresa anglosajona, para recocijo de los inversores valor, acostumbran a especializarse en mejorar el retorno de su core business y no dispersarse en aventuras napoleónicas sin orden ni concierto, en breve, si algo funciona para qué cambiar, y esto significa, por ejemplo, que si soy buen economista, pongamos, ¿qué retorno puede suponerme para mi el invertir capital intelectual, freírme las neuronas, leyendo un enreverado libro sobre pongamos las andanzas de un Juan Solanas por el Dublín del siglo pasado y no otro más de economía?  -y no es pregunta baladí esta pues el canon no puede quedar a merced solo de ociosos y bohemios, me imagino y aunque solo sea por no tirar a la basura ese paciente acopio bimilenario de capital cultural.