sábado, 31 de enero de 2009

La criatura rawlsiana

El filósofo Rawls ha sido el filósofo político más importante del s.XX ya que su postura representa

un regreso a la filosofía moderna, al renovar la base del contrato social e idear una definición de la justicia que el mismo ha denominado "constructivismo kantiano".

Pero se da un paso adelante respecto a los sistemas filosóficos anteriores, ya que la Teoría de la justicia limita el ámbito de lo ético universal al de lo justo, y es bastante más concreta que la ética kantiana, al carecer del formalismo de ésta.

Rawls creía que teníamos incorporado de forma innata una gramática moral que, análoga a la gramática universal propuesta por Chomsky, nos proporcionaría una serie de principios con los que seríamos capaces de emitir juicios rápidos y automáticos siendo las morales locales una implementación concreta con una serie de parámetros concretos de tales principios.

Una explicación de tal funcionamiento lo proporciona el lingüista Mark Baber, citado por Marc Hauser en su libro La mente Moral, al proponer como ilustración el arte culinario. Los principios harían la vez de las recetas de forma que ciertos ingredientes, que han de ser entendidos como parámetros, resultarían necesarios mientras que otros serían opcionales mas todos ellos interactuarían con el resto de los ingredientes. Entendido así el arte de cocinar se puede comparar con un proceso algorítmico en donde para cada vez que se debe añadir un ingrediente se necesita tomar una decisión concreta. Así funcionarían los parámetros lingüísticos, así también los parámetros morales.

Queda en pie la duda de por qué si tales variaciones de los parámetros cambian tanto la receta hay cabida a una concepción universal de la moral pues y ya fijándonos en hechos concretos se pueden dar, de hecho se dan, culturas donde el infanticidio es inmoral y culturas, como la esquimal, donde no lo es. Hauser en el libro citado propone una respuesta (pág. 73):
En todas las culturas se entiende que los padres han de cuidar a sus hijos. Dentro de cada cultura y en la relación intercultural, torturar a niños pequeños por diversión o deporte está prohibido. Lo que varía de una cultura a otra son las condiciones que permiten que haya excepiones particulares a la regla [¿mutaciones culturales que dado un contexto determinado sí son adaptativas?], incluidas las condiciones para el abandono. Lo que aquí importa es simple: nuestra facultad moral está equipada con un conjunto universal de reglas, en las que cada cual introduce determinadas excepciones. Queremos entender los aspectos universales de nuestros juicios morales, así como su variación, qué es lo que la hace posible y qué límites tiene
Rawls para inventariar tales principios universales inventó el velo de la ignorancia bajo el cual todos estaríamos de acuerdo con los siguientes:

Todos los miembros de la sociedad tienen derecho por igual a las libertades básicas

y

La distribución de los bienes sociales y económicos debe hacerse de manera que beneficie a los miembros menos favorecidos de la sociedad.

Marc Hauser a los individuos que emiten juicios morales fundados en principios inconscientes e inaccesibles los denomina criaturas rawlsiana. Se trata de una criatura con instintos morales.

La plantilla con la que una criatura rawlsiana al uso es capaz de arribar a un juicio moral sigue los siguientes pasos: primero tiene la percepción de una acción o acontecimiento el cual pone en marcha un análisis de las causas así como de las consecuencias, desde donde se produce el juicio moral.

Las emociones, en el caso hipotético de que desempeñasen un papel, lo harían después del juicio puesto que aunque las criaturas rawlsianas puedan reaccionar en algunos casos como las humeanas, en última instancia, se basan en las causas y consecuencias de la acción y no en las de las emociones.

Aunque posiblemente todos seamos criatura ralwsianas es más que posible que el fundamento último de nuestro comportamiento no se deba a los principios enunciados por Rawls puesto que tales principios han sido extensamente cuestionados siendo tal vez Nozick el más célebrado en la ejecución de dicha tarea.

Para Nozick no era posible una teoría de la justicia distributiva pautada porque estas sólo se pueden llevar a cabo a través de injerencias continuas en la vida de las personas a modo de, por ejemplo, prohibición de transacciones o confiscaciones de bienes.

Para ilustrar la idea Nozick ideó un ejemplo ya clásico:

Imaginemos que vivimos en una sociedad en la que la riqueza se distribuye de una forma no retributiva, sino distributiva que pretende la igualdad, a la que le vamos llamar D1. En esta sociedad vive Wilt Chamberlain, que es un jugador de baloncesto objeto de gran admiración. Wilt Chamberlain acuerda con su club -que desea que el jugador permanezca en el mismo- que una parte de la recaudación de la taquilla de los partidos pasará directamente a sus bolsillos. Los espectadores entusiasmados con el juego de Chamberlain acuden masivamente a los partidos y después de una temporada el jugador ha recaudado mucho más que cualquier otra persona. Así, de la distribución inicial D1 hemos pasado a nueva distribución D2. La reflexión de Nozick es: ¿si la distribución D1 era justa qué es lo que le puede objetar a la nueva distribución D2? Dicho de otro modo, ¿en qué medida un tercero puede hacer demandas de justicia redistributiva a un intercambio libre de bienes sobre los que no tiene ningún derecho de propiedad?.

Más en general el intento de hacer accesibles, formalización mediante tal que Kant, unos principios morales universales está llamado al fracaso ya que, al igual que precismente en el lenguaje, no es que existan unos principios idénticos en todas las morales existentes, lo que sucede es que subyace bajo la articulación de todas ellas una serie de reglas que ayudan a los humanos a adquirir una moral particular.

Por lo demás la búsqueda de una moral a priori, axiomática, me resulta idéntica en su quijotismo a la búsqueda de una lengua perfecta que Umberto Eco en un libro maravilloso dió cuenta.

Así una moral concreta no es innata como tampoco lo es el inglés en los ingleses pero sí hay un harwdare previo sin el cuál ni los ingleses hablarían inglés ni nosotros seríamos otra cosa que sicópatas sin entrañas mas dicho esto no hay que colegir que ese órgano moral tenga dentro de sí ciertos principios concretos e irrenunciables o que tenga en una sola moral su correcta encarnación aunque ello no obsta para que dadas unas necesidades, por ejemplo de comunicación social, existan lenguas mejores -más ricas, sútiles, etc- que otras.

Por la misma existen morales que dadas las necesidades impuestas por nuestra naturaleza sí son mejores que otras, así por buscar un ejemplo algo malo, si tenemos a un hombre de 170 cm no se podría aseverar que es alto; sí, empero, que es más alto que alguién que mide 160 cm y si bien es cierto la moral no se puede cuantificar sí que se puede evaluar sus aportes adaptativos a la sociedad.

No obstante, tal vez sí exista una moral platónica que encaje perfectamente con nuestra naturaleza humana pero tal moral no la veo codificable formalmente sino que para ser alcanzada necesitaríamos del lento y empírico proceso dinámico de ensayo y error con que la evolución nos hace mejorar nuestras lenguas o en este caso nuestras conductas morales.

Entiendo de todo esto que son nuestros instintos morales los que nos proporcionan un auténtico juicio moral quedando los principios aprioristas como trámites para asegurar la objetividad de tales juicios porque, en el fondo, el problema de una criatura rawlsiana excesivamente burocrática –y no digamos sus aún peores encarnaciones dogmáticas- es que al aceptar ciertos principios como preeminentes corren el albur de convertir un sano ejercicio de revisión de juicios en un acrítico ejercicio de dogmatismo.

miércoles, 28 de enero de 2009

La falacia naturalista

En un sentido trivial se suele considerar la falacia naturalista de Moore como aquella que nos recuerda que es falaz asociar todo lo natural, pongamos un alimento cualquiera, con lo bueno. De hecho la línea divisoria entre lo natural y artificial puede llegar a ser bastante arbitraria.

En un sentido más filosófico de implicaciones más profundas, la falacia recoge una idea ya señalada por Hume cuando dijo que de una serie de enunciados descriptivos no se puede justificar el colegir una serie de enunciados prescriptivos o normativos. En lema: No hay justificación para pasar del "es" al "debe". ¿Consecuencias? No se puede rebajar una propiedad no natural, como es lo bueno, definiéndola en términos naturales, materiales. Para Moore, bueno no es definible.

En esta anotación intentaré decir por qué se equivoca Moore e incluso cuál es la definición de bueno.

Empezaré señalando que la distinción entre hechos normativos y hechos descriptivos resulta absurdo aplicado al ámbito de los animales o si te parece que no, desde luego que sí a nivel molecular, no digamos atómico, y si nos parece aplicable a los humanos sólo se debe en un última instancia a que nos juzgamos libres, poseedores de libre albedrío; mas este aserto no concuerda con una visión naturalista o materialista de la realidad. Si la falacia naturalista es real lo es a despecho de un mundo natural.

De este modo siguiendo la lógica naturalista, la creencia de que el mundo –nosotros incluidos- es natural, habrá que coincidir con el dictamen dado por E.O Wilson en el libro Consiliencia, y decir que la falacia naturalista es en sí misma una falacia ya que, en sus propias palabras (pág. 365):

si debe no es es, ¿qué es? Traducir es en debe tiene sentido si nos atenemos al significado objetivo de los preceptos éticos. Es muy improbable que sean mensajes etéreos fuera de la humanidad a la espera de la revelación, o verdades independientes que vibren en una dimensión inmaterial de la mente. Es más probable que sean productos físicos del cerebro y de la cultura. Desde la perspectiva consiliente de las ciencias naturales, no son más que principios del contrato social solidificados en reglas y preceptos, los códigos de comportamiento que los miembros de una sociedad desean fervientemente que otros sigan y que ellos mismos están dispuestos a aceptar por el bien común.

(...)

Si la visión empirista del mundo es correcta, debe es sólo la taquigrafía de un tipo de afirmación objetiva, una palabra que denota lo que la sociedad eligió hacer primero y que después se codificó. La falacia naturalista se reduce con ello al dilema naturalista. La solución del dilema no es difícil. Es ésta: debe es el producto material. La solución señala el camino a una comprensión objetiva de la ética.

A decir verdad ni siquiera creo que necesitemos de un aval tan metafísico para buscarle inconsistencias al argumento de Moore y si no, veamos cómo arriba a tal conclusión, a la existencia de tal falacia.

Para hacerlo lo que Moore despliega es lo que él llama la pregunta abierta. Un ejemplo: al definir bueno como legal se está definiendo, sin duda, en términos naturalistas, a la postre empíricos, el concepto de bueno pero la opinión de Moore era que ninguna de esas definiciones expresaba el verdadero significado de bueno.

¿Por qué? Aquí aparece el argumento de la pregunta abierta.

Esta consiste en afirmar lo siguiente: Si bueno significara legal, no tendría sentido preguntar Algo es legal, ¿pero es bueno? porque ello equivaldría a preguntar Algo es legal, ¿pero es legal? siendo esta última pregunta una pregunta absurda pero de hecho la primera pregunta sí que tiene sentido porque si alguien te pregunta Ser un adúltero es legal ¿pero es bueno?, está haciendo una pregunta razonable.

Con ello Moore pretendía demostrar que bueno no puede ser lo mismo que legal. Cambiando el concepto legal por cualquier otro –útil, placentero, etc.- y ceteris paribus, se demuestra que no es posible una definición del concepto bueno, esto es, no es factible extraer de ningún tipo de enunciado descriptivo algún tipo de enunciado prescriptivo y cuando esto se olvida se comete una falacia naturalista.

Empecemos la crítica. A mi juicio, la pregunta abierta, que es la que cimenta la veracidad de la existencia de la falacia naturalista, hace trampas, como si de un trilero al uso se tratase, en aras de alcanzar la respuesta deseada. Doy un ejemplo para ilustrarlo.

Si yo defino verde como el color de la luz cuya longitud de onda es 550nm entonces cabe preguntarse, aún así, si yo estoy percibiendo el rojo o el verde porque puedo ser daltónico.

Ahora hagamos la pregunta abierta: Tengo una onda de luz de 550nm y me pregunto ¿es verde? La pregunta aquí también tiene sentido porque puedo ser daltónico pero que la pregunta tenga sentido no invalida la definición porque aunque no percibiera el verde eso no anularía el hecho de que una onda de luz cuya longitud de onda es de 550nm es verde porque las leyes de la naturaleza así lo disponen, independientemente de mi subjetiva percepción.

Lo que una perspectiva naturalista de la realidad, de la moral y por ende del concepto de bueno dice es que unido a toda percepción del verdor está causalmente unido el evento de una onda de luz de tal y tal longitud. También afirma que sujeto a toda percepción de la, o juicio de bondad, está unido causalmente un evento mental, en concreto un instinto predeterminado por nuestra biología particular apareciéndose así una definición objetiva de bueno.

Un pequeño excurso teológico que puedes obviar si no tienes una visión religiosa, por extensión trascendentalista, de los valores y por tanto no quieres aferrarte a la idea de que debe haber algo por fuerza sobrenatural en ciertos principios éticos. En este excurso diré que el proponer una definición nominalista, no esencialista, de algo, en este caso del concepto bueno; no es más que una sensata estrategia de abordaje de la realidad que no implica, si nos fijamos bien, ningún tipo de cosmovisión sino que incluso, como recuerda Umberto Eco en un libro (aquí mi reseña), desde una perspectiva religiosa, sobrenaturalista de la realidad, es decir, desde la convicción de que la realidad está sujeta a una teleología es comprable la idea de que hay que basar los principios de una ética en un hecho natural porque incluso tal hecho sería para un creyente resultado también de un proyecto divino. En ese sentido, es más coherente creer, parafraseando a Einstein, que todo es un milagro, en última instancia comprensible sólo, sobrevenido desde, un ámbito sobrenatural, frente a creer que sólo ciertos hechos o valores lo son.

Al preponderar la definición naturalista frente a una perspectiva trascendentalista de los valores, habilitamos la posibilidad de que un concepto –v.gr: verde o bueno- se sustente en un hecho natural, empírico, por tanto objetivo.

Tal logro, empero, no se conseguiría si utilizásemos la pregunta abierta para definir los colores porque entonces el concepto de verde se prostituiría según las diferentes percepciones de los individuos, fueran daltónicos o no, y se perdería la condición sine qua non que toda palabra ha de tener, a saber, que haga referencia, al menos en última instancia, a hechos objetivos para así poder posibilitar una comunicación intersubjetiva.

Por el contrario, Moore, al plantear la pregunta abierta, ladinamente obliga a dotar más preponderancia a nuestra percepción subjetiva que a una definición natural de bueno, de este modo invalida de entrada todo intento de prescribir una definición objetiva del concepto. Es decir, Moore, comete con la pregunta abierta la falacia de la pregunta compleja al venir a decir algo así como que bueno no tiene una definición objetiva y utilizando para demostrarlo una argumentación en la que se obliga a definir bueno a través de una pregunta de una forma tal que en última instancia la definición sólo dependa de nuestra percepción subjetiva. En definitiva, hace trampa.

Especulemos posibles contraargumentaciones.

Tal vez haya quien crea que los daltónicos son minoría y por eso su percepción subjetiva no es socialmente relevante ya que en general nuestros órganos de percepción visual son similares pero no pasa lo mismo con nuestras percepciones morales pues de ellas no es posible una generalización. Falso, y una falsedad de la que una ingente literatura científica empieza a dar cuenta. Nuestros órganos morales son tan comunes e idénticos como los visuales y aunque la implementación cultural de los mismos nos arroje a una babelia de éticas, partimos de las mismas capacidades de percepción y juicio moral de la misma manera que todos los hablantes postbabélicos tienen incorporado una gramática universal.

También se puede argüir que basta con que una sola persona tenga diferente percepción de la moral para desechar un concepto objetivo de bueno de la misma manera que basta con que un átomo se comporte de forma distinta como para que los enunciados que describen su comportamiento no puedan ser universales. Pero, como ya dije en cierta ocasión,

la validez de una ley no queda impugnada a razón de una efectividad meramente estadística (basta pensar en la científica mecánica cuántica) sino cuando no es capaz de regularizar y por tanto describir el comportamiento de su objeto de estudio.

Puede seguir en pie, no obstante, la idea de preguntarse dónde radica la legitimidad de imponer, independientemente de su generalización, de su popularidad e incluso de su naturalidad, una perspectiva moral determinada a todo el mundo.

Pues bien, yo no defenderé la legitimidad de una u otra moral, es más, me resulta irrelevante. El auténtico quid de la cuestión, cuando de filosofía moral se trata, es dilucidar cuál nos conviene escoger. En cierto modo los enunciados normativos o prescriptivos no son más que los enunciados realmente descriptivos de nuestra naturaleza.

Para explicar este tema de la legitimidad, esta angustiante ignorancia a propósito de cómo construir correctamente enunciados normativos, me gusta ir al terreno de la política para mostrar cuan poco en serio nos lo tomamos -al menos algunos- fuera del terreno de la ética.

Pensemos en el Estado y en su legitimidad. En efecto, ¿qué legitimidad tiene una institución como el Estado para coaccionarnos? Realmente es algo que, en general, no nos preguntamos. Lo que nos preguntamos realmente en política no es si el estado es más o menos legítimo que la anarquía, sino cuál es la configuración política más estable dada nuestra naturaleza siendo la respuesta el Estado. No hay ningún enunciado normativo que legitime el Estado sino que este existe porque es el único que a la larga puede seguir existiendo y por eso decimos a los anarquistas que debe haber un Estado.

Así se ve que realmente los enunciados normativos no son más que, dentro de un abanico de enunciados descriptivos, aquellos enunciados descriptivos de los hechos más regulares.

Pensemos sino en que, según la mecánica cuántica, una pelota puede atravesar de repente una pared pero en general aunque es un comportamiento posible, susceptible de ser descrito, será improbable. El hecho de que se diera no invalida que lo probable, lo característico de la pelota es que no la atraviese.

Análogamente, una sociedad puede sobrevivir sin estado, es un comportamiento posible, susceptible de ser descrito, mas será improbable. El hecho de que se diera no invalida que lo probable, lo característico de las sociedades humanas es que tengan un Estado.

Es decir, los enunciados normativos no son cualitativamente distintos de los descriptivos sino cuantitativamente; no son más que, insisto, dentro de un abanico de enunciados descriptivos, aquellos enunciados descriptivos de los hechos más regulares.

Dicho esto es fácil acabar con la analogía pues si el Estado no es más que una ficción legal encaminada a dar solución a ciertos problemas sociales –free rider, vinculación efectiva de la ley, etc.- podremos decir de la moral lo mismo, así como del concepto de bueno pues este es y termino dando su definición que al contrario del parecer de Moore sí que existe: un constructo social que aparece en la sociedad porque nuestros instintos y emociones nos predisponen biológicamente a realizar determinadas acciones, que a su vez junto con las acciones de los otros individuos de la sociedad acaban imponiéndose, formándose un determinado precepto moral de igual modo a como gota a gota se forma una estalactita.

lunes, 26 de enero de 2009

La criatura humeana

El filósofo Hume, al contrario que Kant y al contrario del actuar de la criatura kantiana, sentenció que era imposible realizar juicios morales con una base únicamente racional debido a que la razón recoge hechos para a partir de ellos extraer conclusiones, ello no obsta para que desde las mismas no se puede llegar a elegir una opción u otra mas para eso es necesario el concurso los sentimientos.

En consecuencia, negó la existencia de una razón práctica y por ende la posibilidad de una fundamentación racional de la ética pues creía que
el objeto de la moral (pasiones, voliciones y acciones) no es susceptible de ese acuerdo o desacuerdo entre las ideas sobre las que se basan lo verdadero y lo falso.

Si la razón no puede ser la fuente del juicio de valor, habrá que buscarlo en el sentimiento, que surge espontáneo en nosotros ante acciones susceptibles de lo que consideramos valoración moral. El análisis de este sentimiento revela que es una forma de placer o de "gusto". Ello le lleva a excluir de la moral todo rastro de austero moralismo o de mortificación del alma o del cuerpo, porque el fin de la moral es la felicidad y el gozo de vivir del mayor número de hombres posible.
Marc Hauser, en su libro La mente Moral, a los individuos que emiten juicios morales fundados en razonamientos inconscientes en base a ciertas emociones los denomina criaturas humeanas.

La plantilla con la que una criatura humeana al uso es capaz de arribar a un juicio moral concreto es análoga a la del juicio estético, así preguntarle a la susodicha criatura el fundamento de un dictamen moral cualesquiera es tan banal como pedirle que fundamente por qué le gusta el café.

Al decir de Hume al juzgar tal o cual hecho como bueno nos vemos inmersos en los mismos patrones cognitivos que realizamos cuando juzgamos que tal o cual objeto es bello, es decir, y en sus propias palabras (citado por Hauser en su libro):
La belleza no es una cualidad del objeto, sino un cierto sentimiento del espectador, de modo que la virtud y el vicio no son cualidades de las personas a las que el lenguaje se los atribuye [es decir, los agentes], sino sentimientos del espectador
y también
cuando afirmas que una acción o un carácter son viciosos, no quieres decir sino que, por la constitución de tu naturaleza, tienes una sensación de rechazo al contemplarlo
Concedo que la percepción de la beldad o maldad de un acto determinado surge en el agente moral y no viene dada por la acción misma pero no es lo mismo una percepción sensorial como la sensación de amarillo (que es subjetiva, surgiendo el universal amarillo de una operación de abstracción), que el resultado de un juicio moral sobre una acción que es lo que entendemos por bueno. Así, de un objeto cualquiera, como un cuchillo, no tiene sentido decir si es bueno o malo per se –aunque el objeto sí nos pueda suscitar otros juicios estéticos-.

Sólo tiene sentido decir que es buena una determinada acción que nos merece un determinado juicio moral y la meta de la filosofía moral es determinar en base a qué realizar tal etiquetación, tal juicio moral, no en rebajar el concepto de bueno a una mera sensación porque sí es cierto que la etiquetación que acabamos realizando, el resultado final del juicio moral, nos infundirá sensaciones a la manera de, pongamos, un color pero en lo que estamos interesados como filósofos morales es en adivinar cómo hemos llegado a tal juicio, a tal sensación.

Esta confusión de fijarse sólo en el resultado tiene como malhadada consecuencia acabar dando por bueno cualquier resultado.

Una caso dado por Hauser lo ilustra a la perfección (pág. 54):
Fijémonos en la mentira [otra vez]. Mientras paseo, descubro a un hombre al que se le acaba de caer la cartera. La recojo antes de que él se dé la vuelta. Dentro veo 300 dólares. Pienso en el chaquetón de cuero que quiero comprar y resulta que esa cantidad cubre su coste. La idea de llevar ese chaquetón me hace sentir bien. Tengo, no obstante, la sensación de que estaría mal quedarme con la cartera y el dinero. Por otro lado, pienso que cualquiera que vaya por allí llevando esa cantidad de dinero debe de gozar de una posición bastante buena y apenas notará la falta de ese dinero. Cuando el individuo se da la vuelta y me pregunta si he visto una cartera, yo respondo inmediatamente que no y sigo caminando. Justifico mi respuesta diciendo que me pareció bien mentir, porque al hombre no le sentaría mal perder su dinero.
Como bien apunta Hauser, las emociones han participado en todas las decisiones del agente moral pero lo han hecho para promover una actitud egoísta.

Por lo tanto, de lo que se deduce de esta historia no es que las emociones no intervengan en los juicios morales sino que de ellos no se pueden extraer principios generales que puedan guiar nuestra conducta moral.


Este hecho aún queda más claro si analizamos el comportamiento de sicópatas, pederastas y gente indiferente a toda ética que, sin embargo, sí son capaces de saber que están actuando mal –de hecho son capaces de aprobar los test morales que le hagan- mas no son capaces de sentir emociones que les haga repulsivas las acciones que saben que moralmente están mal.

Entiendo de todo esto que son nuestros instintos morales los que nos proporcionan un auténtico juicio moral quedando las emociones como la policía que nos insta a acatar tales juicios porque, en el fondo, el problema de la criatura humeana –y sus aún peores imitaciones relativistas- es que al no aceptar como preeminente ningún tipo de, digamos, tribunal como árbitro último de cualquier controversia ética lo que hace es participar de un anarquismo moral que la deja sin la obligatoriedad de obedecer ningún precepto, esto es, la deja sumida en la más pura amoralidad.

lunes, 19 de enero de 2009

Los puntos ciegos de la visión científica

Y esas crisis que la mayoría de la gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma, con una pieza donde diversos tipos toman café a las dos de la mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no sea el hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita que tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue.

Julio Cortázar, Rayuela, capítulo 28, pág.187


Uno de mis anteriores post podría haberse resumido con el lema:

Vivimos en mundo en el que, gracias a Dios, no hay milagros.

Dicho esto, no creo que la existencia de los milagros sea totalmente descartable desde un estricto punto de vista científico y demostrar por qué resulta sobre todo un buen modo de mostrar los límites descriptivos de la ciencia que ya empiezan a ser señalados y que se obvian vaya uno a saber por qué.

Digo pues que no creo que se pueda realizar un juicio asertivo al respecto si se tiene en cuenta previamente la diferencia entre un hecho a secas y un hecho científico. Al segundo por su carácter regular, reproducible se le puede aplicar una descripción o teoría sujeta a una metodología científica y de la que se puede por tanto asegurar la falsedad o veracidad de la susodicha teoría de forma intersubjetiva.

El problema viene con la existencia de hechos, como la supuesta intervención de una divinidad, un agente intencional que opera sobre la realidad y contra sus leyes naturales, que por la propia naturaleza de tales intervenciones, de tales hechos (son irregulares, irrepetibles, etc.) no pueden ser descritos de un modo que sean validables científicamente no obstante de ahí a concluir que no existen hay un salto metafísico injustificado. Lo único que se podrá decir de ellos es que no son entendibles, describibles, de admitir su existencia, de forma científica, así como que su existencia objetiva no es demostrable. No es poco pero tampoco es más.

En este momento siempre se recurre al lema de que toda afirmación de inexistencia es válida mientras no se demuestre lo contrario pero es entonces cuando se está demostrando que uno se está extralimitando en el uso de o directamente mal usando la ciencia porque para realizar tal afirmación se exhibe un uso esencialista de conceptos que es contrario al método científico.

Me explico. Como decía Popper, en el libro La Sociedad Abierta, las definiciones en ciencia no son importantes son meramente nominalistas como respuestas provisionales, tentativas, tanteos, metodológicamente útiles pero no definitorios, no certeras respuestas de verdad irrebatible sino respuestas a preguntas que hacen avanzar a la ciencia; así, y en palabras suyas (pág. 271),

la definición un potro joven es un caballo joven vendría ser la respuesta ¿qué nombre se le da a un caballo joven? y no a aquella otra [afín a Aristóteles, Platón, etc.] que pregunta ¿Qué es un potro? (las premisas como estas: ¿qué es la vida? ¿qué es la gravedad? no desempeñan papel alguno en la ciencia).

Pues bien las sabias palabras de Popper son aplicables a la definición de real. La ciencia no responde qué es lo real sino que responde cómo llamaremos a los hechos científicos y etc. y tentativamente responde que real. Mas con ello no ha descrito la esencia de lo real, esa búsqueda de la esencia no pertenece a la empresa científica; absurdo es, por tanto, hacer de una regla metodológicamente útil una afirmación metafísica, afirmar injustificadamente que los límites de nuestra percepción se superponen con los de la realidad.

En suma, la sentencia toda afirmación de inexistencia es válida mientras no se demuestre lo contrario lleva implícito un axioma metafísico indemostrado, a saber, que todo fenómeno de la realidad es un fenómeno sujeto a leyes regulares de la naturaleza y por lo tanto repetible bajo las mismas condiciones en que se produjo de forma que si se dice que se dio determinado fenómeno sobrenatural se exige, para que este fenómeno pueda llevar la etiqueta de real -de que ha existido- que sea repetible y que sea reproducible; algo que precisamente es imposible por su propia definición, por su propia condición de sobrenatural.

Llegados a este punto podríamos contraargumentar algo así como:

Vale, no sólo existe lo que la ciencia ve pero sólo podemos saber lo que dice la ciencia que existe ya que si existieran entes o fenómenos cuyo entendimiento o accesibilidad nos resultara imposibles entonces recurriendo a la navaja de Ockham podemos desecharlos o afirmar su improbable existencia o su existencia irrelevante dado que no existen formas de acceder a ellos, al ser inexpugnables a toda ciencia, a todo conocimiento.

De acuerdo, tales fenómenos no son accesibles al conocimiento pero ¿a qué tipo de conocimiento?

Me explico. Al decir de ciertas ciencias, como la economía o gestión empresarial, existen dos tipos de conocimientos, a saber, un conocimiento articulable –verbalizable, transmisible, tangible- y un conocimiento tácito del que podríamos dar un ejemplo a través del que

aprende a montar en bicicleta tratando de mantener el equilibrio moviendo el manillar al lado hacia el que comienza a caerse y causando de esta forma una fuerza centrífuga que tiende a mantener derecha la bicicleta, todo ello sin que prácticamente ningún ciclista sea consciente ni conozca los principios físicos en los que basa su habilidad; lo que el ciclista, por contra, más bien utiliza es su sentido del equilibrio, que de alguna forma le indica de un modo no verbal, no tangible, no intersubjetivo de qué manera ha de comportarse en cada momento para no caerse. Así tenemos en el ciclista un ejemplo y un uso de conocimiento tácito.

Ahora hay que fijarse que, como decía Popper,

lo que llamamos "objetividad" no es producto de la imparcialidad del hombre de ciencia individual, sino del carácter social o público del método científico

y

que puede definirse la objetividad como la intersubjetividad del método científico

Dicho de otro modo, la ciencia en aras de poder mantener su objetividad, frente a un cancerígeno anarquismo metodológico, sólo puede y debe utilizar un conocimiento articulable, el único intersubjetivo, uno que sea expresable verbalmente (o matemáticamente o en cualquier lenguaje) pero de ahí no se sigue que todo conocimiento sea articulable, de hecho tenemos certezas de otros tipos de conocimientos, y si la ciencia afirma que todo conocimiento es conocimiento objetivo lo hace porque, como ya cité antes unas líneas más arriba, la ciencia maneja definiciones nominalistas no esencialistas y por tanto tales definiciones no pretenden encontrar ni pretenden fijar la esencia del conocimiento. No es poco pero tampoco es más.

En consecuencia, afirmar que todo conocimiento que no sea objetivo o no sea accesible a un conocimiento intersubjetivo entonces no es conocimiento es convertir, una vez más, una definición nominalista, utilitaria como la que usa ciencia en una definición esencialista, en un nuevo e injustificado aserto metafísico con las correspondientes e injustificadas consecuencias de echar mano de las probabilidades.

Y es que, además, está demostrado que existen conocimientos no accesibles a propósito de cosas reales. Lo hemos visto con el ciclista y tal distinción se usa en ciencias como la gestión del conocimiento, sin embargo, tal vez este nudo metafísico se desate más fácilmente a la luz del tema de los qualia.

Un qualia no está bajo ningún medio accesible al conocimiento pero decir que es más probable que no exista en vez de existir es claramente, al menos en lo que a mí respecta, un error. Quien nos diga que todo lo que no sea accesible al conocimiento probablemente no existe habría que contrargumentarle preguntando ¿acaso eres tú un zombi filosófico? ¿No? Pues demuéstralo de forma objetiva, transmíteme tu realidad subjetiva, la existencia de tus qualia por medio de un conocimiento accesible o si no tendré que sentenciar que sí eres un zombi.

Para finalizr quiero volver al tema de los milagros, que es el que ha dado pie a este comentario, pues de ellos podríamos parafrasear un dicho gallego al decir: Yo no creo en los milagros pero haberlos, haylos. Más en serio, lo que he tratado realmente de ilustrar en este post, es ver donde están los límites de efabilidad que la ciencia, como cualquier otro lenguaje, tiene; esto es, he tratado de demostrar la indecibilidad de lo sobrenatural desde un punto de vista científico, la imposibilidad de articular un conocimiento tangible sobre lo que no sea natural, de hacerlo intersubjetivo, de crear un conocimiento articulable pero no tácito, en suma, he tratado de mostrar lo que alcanza la ciencia a describir que no es poco pero tampoco es más.

sábado, 17 de enero de 2009

La criatura kantiana

El filósofo Kant fue el primero en formular lo que él dio en llamar una ética formal en contraste con las empíricas que le precedieron.
Fue tal planteamiento lo que le lleva a ser considerado el padre de la filosofía moderna. Básicamente su moral se cifra en afirmar que

la razón teórica formula juicios frente a la razón práctica que formula imperativos. Estos serán los pilares en los que se fundamenta la ética formal kantiana. La ética debe ser universal y, por tanto, vacía de contenido empírico, pues de la experiencia no se puede extraer conocimiento universal. Debe, además, ser a priori, es decir, anterior a la experiencia y autónoma, esto es, que la ley le viene dada desde dentro del propio individuo y no desde fuera. Los imperativos de esta ley deben ser categóricos y no hipotéticos que son del tipo "Si quieres A, haz B".

Tal imperativo categórico tiene dos enunciaciones

I. Nunca debo actuar si no es de tal manera que pueda también querer que mi máxima se convierta en ley universal

II. Actúa de tal manera que nunca trates a la humanidad en tu propia persona o en la de cualquier otro, como un simple medio sino siempre al mismo tiempo como un fin.

Marc Hauser, en su libro La mente Moral, a los individuos que emiten juicios morales fundados en razonamientos conscientes a partir de ciertos principios los denomina criaturas kantianas.

Además nos regala una plantilla con la que una criatura kantiana al uso es capaz de crear un imperativo categórico:


1. Una persona enuncia un principio que expresa las razones de su acción.
2. Luego reformula este principio como una ley universal que según él se aplica a todas las demás criaturas (racionales) con una disposición similar
3. Luego estudia la viabilidad de esa ley universal a partir de lo que conoce del mundo y de la totalidad de las otras criaturas racionales que piensa que la ley tiene posibilidades de funcionar.
4. Luego responde a la pregunta: ¿debo o puedo actuar según este principio en este mundo?
5. Si su respuesta al punto 4 es sí, la acción es moralmente lícita.


A nada que se mire no es muy difícil encontrar circunstancias en donde esos principios tan bien construidos o bien se desechan o bien se cumplen pero sin convicción moral. Ni siquiera es necesario buscar escenarios en donde una vida tuviera que ser cercenada en aras de un bien mayor (para ello necesitaríamos aplicar argumentos utilitaristas que no siempre suscitan consenso) podríamos, incluso, tratar de tumbar tales principios haciendo uso de casos triviales.

Bien es cierto que ciertos filósofos morales, siguiendo mutatis mutandi una máxima periodística, no dejan que la realidad les estropee un racional principio ético. Pero vamos a intentarlo y para ello hablaremos de la mentira.

A primera vista no es difícil concluir desde presupuestos kantianos que la mentira es inmoral dado que el principio de que todo el mundo debe decir la verdad en todo momento propicia relaciones estables donde no se dan juegos de suma cero entre los participantes. Tal principio cumple los cinco puntos arriba reseñados para convertirse en imperativo categórico. Sin embargo, antes de jurarle a esta norma fidelidad eterna en la pobreza y en la riqueza, en la salud y enfermedad, démonos una pausa y reflexionemos seriamente en los monstruosos partos que podría realizar nuestra imaginación a modo de acciones si contrajéramos nupcias con esta norma. Para ilustrarlo escuchemos una historia relatada por Hauser en su libro:

Cuando mi padre era un muchacho en la Francia ocupada por los alemanes, una chica le avisó de que los nazis iban a ir al pueblo y que si él era judío podía esconderse en su casa. A pesar de su reticencia a declararse judío, confío en la chica y fue a su casa.

Cuando los nazis llegaron y preguntaron si estaban escondiendo judíos, la chica y sus padres dijeron que no y, por suerte, se libraron de más pesquisas. Tanto la chica como sus padres se mintieron. Si hubieran sido verdaderas criaturas kantianas, habrían tenido la obligación de declarar la presencia de mi padre. Yo, al menos, me congratulo que a veces los kantianos renuncien a su código.

Yo también. Decía Borges que pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer y dado que, añado yo, para crear una máxima kantiana se necesita dar cuenta de ciertos conceptos abstractos que, por su propia naturaleza olvidadiza, no registran todos los detalles que sí pueden ser relevantes en un contexto determinado entonces se necesita algo más que una razón pura para saber cuándo tales detalles sí son relevantes y cuándo no.

Entiendo de todo esto que son nuestros instintos morales los que nos proporcionan una auténtica visión moral quedando las máximas categóricas como lentes correctoras de tal visión no como suplentes de las mismas porque, en el fondo, el problema de la criatura kantiana –y sus aún peores imitaciones minimalistas- es que es ciega, ciega por culpa de una axiomática ignorante de todo contexto que la invita a confundir el mapa con el territorio.

miércoles, 14 de enero de 2009

¿Podría Robinson Crusoe convertirse en científico?

Si la objetividad científica se fundara, (…), en la imparcialidad u objetividad del hombre de ciencia, entonces tendríamos que decirle adiós sin dilación. (..) Todos somos víctimas de nuestro propio sistema de prejuicios (o "ideologías" si se prefiere esta expresión); de que todos consideramos muchas cosas evidentes por sí mismas; de que las aceptamos sin espíritu crítico (…) y, desgraciadamente, los hombres de ciencia no hacen excepción a la regla (…). Pero esta limpieza no tiene lugar mediante el socioanálisis u otro método similar; los investigadores no tratan de treparse a un plano superior desde donde puedan comprender, socioanalizar y depurar sus insensateces ideológicas. En efecto, con tornar sus mente más "objetivas" no les bastaría para alcanzar lo que hemos denominado "objetividad". Lejos de ello, lo que entendemos generalmente con esta expresión reside en otro plano diferente; es una cuestión de método científico. Y –extraña ironía- la objetividad se halla íntimamente ligada al aspecto social del método científico, al hecho de que la ciencia y la objetividad científica no resultan (ni pueden resultar) de los esfuerzos de un hombre de ciencia individual por ser "objetivo", sino de la cooperación de muchos hombres de ciencia. Puede definirse la objetividad como la intersubjetividad del método científico.

(…)

Aplicando estas consideraciones al problema del carácter público del método científico, supongamos que Robinson Crusoe hubiera logrado construir en su isla laboratorios físicos y químicos, observatorios astronómicos, etc., y hubiera elaborado una cantidad de trabajos basados todos en la observación y la experimentación. Supongamos incluso que hubiera dispuesto de un plazo ilimitado de tiempo y que hubiera logrado crear y describir sistemas científicos acordes con los resultados aceptados en la actualidad por nuestros hombres de ciencia. En vista del carácter de esta ciencia crusoniana habrá quienes se inclinen, a primera vista, a afirmar que se trata de ciencia verdadera y no "revelada" e indudablemente se parece mucho más a la ciencia que el libro científico revelado por el clarividente, pues Robinson Crusoe hizo aplicación de buena parte del método científico. Y, sin embargo, insistimos en que esta ciencia crusoniana sigue siendo del tipo "revelado"; falta todavía un elemento del método científico y, en consecuencia, el hecho de que Crusoe haya llegado a los mismos resultados que nuestros hombres de ciencia es casi tan accidental y milagroso como el caso del clarividente. En efecto, nadie, sino él puede verificar los resultados; nadie sino él puede corregir aquellos prejuicios que son la consecuencia inevitable de su evolución mental particular; nadie puede ayudarle a liberarse de esa extraña ceguera con respecto a las posibilidades intrínsecas de nuestros propios resultados que es consecuencia del hecho de que, en su mayor parte, son alcanzados mediante métodos relativamente inapropiados. Y en cuanto a sus publicaciones científicas, sólo la tentativa de explicar sus trabajos a alguien que no los haya hecho puede darle la disciplina de la comunicación clara y razonada que también forma parte del método científico.

En un punto –comparativamente de poca importancia- se torna manifiesto el carácter "revelado" de la ciencia crusoniana; nos referimos al descubrimiento de Crusoe de su "ecuación" (pues debemos suponer que llegó a hacer ese descubrimiento), del tiempo de reacción personal característico que incide sobre todas sus observaciones astronómicas. Es concebible, por supuesto, que haya descubierto, por ejemplo, algunos cambios en su tiempo de reacción y que, de esta manera, se haya visto inducido a fijar un margen de tolerancia para éstos. Pero si comparamos descubrir el tiempo de reacción con la que realmente tuvo lugar en la ciencia "pública" - a través de la contradicción de los resultados de diversos observadores-, salta a la vista el carácter "revelado" de la ciencia de Robinson Crusoe.

Para resumir estas consideraciones, puede decirse que lo que llamamos "objetividad" no es producto de la imparcialidad del hombre de ciencia individual, sino del carácter social o público del método científico, siendo la imparcialidad del hombre de ciencia individual, en la medida que existe, el resultado más que la fuente de esta objetividad social o institucionalmente organizada de la ciencia.

Por último, quería terminar diciendo que si lo que dice este texto es verdad y recogemos la distinción brevemente reseñada aquí entre conocimiento tácito y conocimiento explícito, entonces nos encontaríamos que la efabilidad de la ciencia no vendría limitada ya por nuestra particular cognición sino que incluso, por lo que se ve, por nuestra concreta habilidad para articular nuestros conocimientos.

lunes, 12 de enero de 2009

Luces y sombras del bus ateo

Parece que se ha desatado una ruidosa polémica en torno a la llegada del bus ateo a Barcelona, y en torno a su previsible marcha a Madrid.

Como bien se explica aquí:

En el Reino Unido las iglesias tenían por costumbre evangelizar también en los medios públicos de transporte, así que hartos de ver cómo en los autobuses se les amenazaba con el fuego eterno, un grupo de particulares decidió que otra voz debía ser escuchada. Concretamente la campaña tiene su origen en Ariane Sherine, columnista de The Guardian, a la que se añadió la briosa fundación de Richard Dawkins. Llegaron a recuadar más de 100.000 euros para pintar los autobuses londinenses con lemas ateos: There’s probably no God. Now stop worrying and enjoy your life.

A veces una campaña sencilla, aunque no agrade a todos y no esté destinada a tener un impacto inmediatamente medible, no obstante representa una excelente iniciativa que merece el apoyo de personas razonables. La campaña del Bus Ateo, ahora también en España, es una de ellas. El "bus ateo" llegará este lunes 5 de enero a Barcelona, la víspera de los Reyes Magos, y circulará por nuestras calles hasta el 18 de enero.

El lema será el mismo pero en castellano:

Probablemente dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida.

Aclarado el contexto doy mi parecer que se resume en decir que esta campaña ateísta ha tenido y tendrá un resultado desigual puesto que está llena de luces y sombras lo cuál me impide un juicio asertivo.

Expongo razones, las luces y las sombras y sin ánimo de ser exhaustivo.

Luces: Hasta donde yo sé y en la medida que sea así, la campaña ha sido financiada de forma voluntaria no vía estado. Cualquier vicio que no haga daño a nadie -dicho a grosso modo- merece todo mi respeto, independientemente de que no acabe de ver el placer que el mismo conlleve.

Sombras: Como se apunta en A bordo del Otto Neurath:

El formato de una campaña de publicidad me parece contraproducente, porque la propia esencia de la publicidad la tenemos asociada a la mentira ("si algo sale en los anuncios, no debe ser muy bueno").

Luces: El carácter ubicuo de cierta propaganda religiosa y su insistencia en difundir una moral estricta en donde a algunos, desde homosexuales hasta divorciados, se les augura una dolorosa existencia ultraterrenal durante toda la eternidad, hace necesario y hasta beneficioso un dulce contrapunto menos desquiciadamente sectario y más humanamente indulgente.

Sombras: Desde un punto de vista estratégico, teniendo en cuenta tal y como se vive aquí la religión donde la mayoría descree del infierno (El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto, Borges dixit) aunque no de Dios, la campaña no tiene la misma razón de ser que, de hecho no tiene razón de ser así como, en Inglaterra donde la publicidad religiosa de un infierno torturador lleno de pecadores existía previamente en los autobuses y sí resultaba verosímil para la sociedad.

Luces: El ateísmo como cualquier otra religión puede, y en aras de un debate religioso estimulante debe, tener voz pública y el hecho de que algunos cantamañanas se sientan ofendidos demuestra el carácter intransigente, dado a encontrar y liquidar a herejes, de algunos sujetos que aún pululan en esta sociedad. Su irascibilidad los delata, su sordera e indignación respecto a otras voces los retrata. Gracias a esta campaña ahora conocemos mejor a algunos.

Sombras: Ya han aparecido grupos de creyentes que, no se sabe si por envidia o por ganas de protagonismo, han empezado a orquestar cotracampañas de propaganda religiosa. Si la consecuencia de la llegada del bus ateo es que, a partir de ahora, vaya a haber un fuego cruzado de propaganda (ir)religiosa vía buses entonces maldigo la hora en que llegó el jodido autobús. ¿No hay otro modo más sensato de traer el paraíso a la tierra -sensiblera e ingenua meta universal de cualquier cosmovisión- aparte del lavado de cerebros publicidad mediante?

Luces: El eslogan ya mentado ("Probablemente dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida") es humilde y para nada insultante. Ni se arroja sobre sí una certidumbre que otros no tienen ni denigra a quienes piensan diferente.

Sombras: El eslogan hace uso de la probabilidad para postular la existencia de Dios. Como ya dije tal postura intelectual me parece errónea porque

estas teorías, en definitiva, cometen un despropósito matemático, acometen una explicación aparentemente válida pero a la postre inútil que acaba tristemente volviendo después de un espectacular loop a donde estaban y es que para que se dé un hecho probable, por muy singular que resulte su probabilidad, ha de haber primero un espacio muestral de forma que entre sus hechos probables esté contenido ese susodicho hecho singular.

Dicho de otro modo, para que se pudiera dar en un entorno caótico un nuevo entorno con leyes estables tendría que haber primero la posibilidad de de que ese entorno estable pudiera ser posible, vamos, que estuviera en el espacio muestral de hechos del entorno caótico; mas de este modo volveríamos al principio, ¿cómo se creó/surgió un universo caótico que entre sus infinitas configuraciones estaba la de un universo estable, lógico, natural, finalmente habitable?

Luces: A la postre, lo que propone el eslogan bien podría ser incluso suscrito con matices por un creyente, lo cúal demuestra el mínimo grado de polémica que la campaña pretende suscitar, ya que lo que hace es invitar a vivir la vida sin preocuparse de otras que o bien ya llegarán pero aún no están, puede pensar el creyente, o bien definitivamente no estarán con la consecuencia aún más apremiante de disfrutar de esta.

Sombras: Hay una ingenuidad o contradicción en el lema puesto que, como sabiamente apunta Pseudópodo,

el enunciado de la campaña sugiere que no creer en Dios nos hará más felices. Eso, aparte de ser empíricamente falso (recuerdo varias encuestas que demuestran lo contrario) es un contrasentido desde los propios presupuestos "racionalistas" de la campaña.

Si la religión existe, según ese planteamiento, es porque es un consuelo ante la incertidumbre y el sufrimiento. Entonces, ¿por qué privarnos de ese consuelo nos va a permitir disfrutar más de la vida? Aquí parece haber un cortocircuito con otra argumentación antirreligiosa, la que se basa en "lo malos que son los curas, siempre prohibiendo todo lo que da placer". Esto demuestra una confusión conceptual considerable.

Hecho todo el balance aún sigo sin tener una opinión del todo firme sobre la utilidad de la campaña. Tú que me lees, ¿qué opinas?

miércoles, 7 de enero de 2009

Contra el vicio de pedir...

Un texto extraído del libro Creadores de Paul Johnson:
Wagner le podría haber enseñado a [Dylan] Thomas mucho sobre el ruego. Aquí, por ejemplo, el compositor le escribe al barón Von Hornstein: << He oído que usted se ha hecho rico.[...]Para librarme de las opresoras obligaciones, preocupaciones y necesidades, que roban mi tranquilidad mental, solicito un préstamo de diez mil francos.>>

Al ciego Theodor Apel le escribió: <<¡Vivo en una miseria desesperante y usted debe ayudarme! Es probable que usted se sienta resentido, pero, ¡por Dios!, ¿por qué me veo impelido a ignorar su resentimiento? Porque por un año entero he estado viviendo aquí con mi esposa en absoluta pobreza, sin un céntimo que me pertenezca.>>

Wagner solía usar a su esposa hambrienta en sus cartas de ruego. A Eduard Avenarius le escribió: << Mi esposa le suplica humildemente que le dé al portador de esta nota 10.000 francos para ella.>>

Liszt, uno de los destinatarios de las cartas de ruego de Wagner, sufría con el método de la esposa: << ¡Por Dios! Cuán arduamente intento siempre no llorar [por los fondos necesarios]. Mi pobre esposa...>>

O: << Puedo suplicar. ¡Podría robar para llevarle la felicidad a mi esposa!>>

A Liszt también le suplicó que rogara por él. De esta manera: <<¡Escuche, Franz [Liszt]! ¡Tuve una inspiración divina! Debe conseguirme un piano de cola Erhard! Escríbale a la viuda [de Erhard] y dígale que usted me visita tres veces al año y que definitivamente requiero uno mejor que mi viejo y derrengado piano. […] Actúe con brillante impertinencia. ¡Debo tener un Erhard!>>

Lo cierto es que Wagner nunca vivió en la pobreza. Necesitaba y pedía dinero en efectivo [...] [porque] lo que necesitaba para escribir El anillo, y luego componerla, era absolutamente simple: un lujo abrumador

jueves, 1 de enero de 2009

Gracias a Dios, los milagros no existen

Cuando finalizaron los cuarenta días del diluvio, Noé salió del arca. Descendió lleno de esperanza, encendió incienso, miró a su alrededor, y todo lo que vio fue destrucción y muerte. Noé se lamentó:

-Todopoderoso, si conocías el futuro, ¿por qué creaste al hombre? ¿Sólo para tener el placer de castigarlo?

Un perfume triple subió hasta el cielo: el incienso, el perfume de las lágrimas de Noé, y el aroma de sus acciones.

Entonces llegó la respuesta:

-Las oraciones de un hombre justo siempre son escuchadas. Voy a decirte por qué lo hice: para que entendieses tu obra. Tú y tus descendientes usaréis la esperanza, y estaréis siempre reconstruyendo un mundo que vino de la nada. De esta manera repartiremos el trabajo y las consecuencias: a partir de ahora los dos somos responsables.


Una historia hassídica (perteneciente a la tradición judaica)



Borges creía que la teología era nomás una rama de la literatura fantástica. Lo que le interesaba de ella eran los vuelos de la imaginación que le regalaba, el colocón intelectual que le proporcionaba. Tenía, pues, un interés en la teología puramente intelectual, poético si se prefiere, para cuya defensa o reprobación jamás hubiera olvidado el criterio estético de forma que nunca se dedicó a un triste proselitismo de/contra ella máxime cuando era un escéptico de libro, un usurero de dudas que de ningún modo las hubiera vendido al por mayor por el primer filosofema que encontrase.

Frente a esta admirable actitud de un pensador tan admirable se encuentran quienes en temas tan espinosos como el de la religión defienden con chabacana beligerancia vocinglera su posición bien sea de adoración a fulanito o menganito, bien sea de odio a quienes adoran a fulanito o menganito.

Vulgar posición esta última de la que da cuenta Freeman Dyson en su último libro donde nos narra una jugosa anécdota definidora de lo que él denomina ateísmo militante.

Nos cuenta que un profesor de su universidad, el señor Simpson, falleció dejando como último deseo ser incinerado y que sus cenizas fueran dispersadas en el campo de bolos que había en el jardín en donde a él le gustaba pasear y meditar.

En la tarde misma del funeral el profesor Hardy, en contra de su costumbre habitual, llegaba tarde. Cuando todos se habían sentado ya, Hardy entró en el comedor, limpiándose ostentosamente las suelas de los zapatos contra el suelo de madera y quejándose en voz alta para que todo el mundo pudiera oírle:

¿Qué es esta cosa horrorosa que han puesto en el césped del jardín? No puedo quitármela de los zapatos.

Ni que decir tiene que Hardy sabía de qué se trataba pero siempre le había disgustado tanto la religión como, y especialmente, la actitud piadosa de Simpson por lo que aprovechó la ocasión para llevar a cabo una pequeña venganza. Una pequeña venganza que tenía por meta, la misma meta que tienen todos los ateos beligerantes, a saber, romper el halo de venerabilidad que protege a la religión.

Del ateísmo militante dan buena cuenta los cuatro jinetes del apocalipsis: Richard Dawkins, Christopher Hitchens, Sam Harris, Daniel Dennet y sus respectivos libros: El espejismo de Dios, Dios no es bueno, El fin de la fe, Romper el hechizo.

Al parecer de estos autoproclamados brillantes pensadores, la existencia de Dios es improbable, no imposible dada la dificultad de demostrar la inexistencia de por ejemplo una tetera microscópica alrededor de Marte (Russell dixit) pero habida cuenta de que la carga de la prueba la tienen quienes han de demostrar la existencia de algo, es fácil prever por qué la no creencia en divinidades constituye un sano ejercicio preventivo de profilaxis mental.

Este nuevo ateísmo de raíz anglosajona afirma que no necesitamos a Dios para nada, que si queremos explicar cómo se creó el big bang entonces apelar a un ser omnipotente implica, ya que es un ente aún más complejo que el propio universo, complicar aún más lo que se está explicando. En consecuencia, sale más barato desechar a las deidades y sacar a colación las denominadas teorías del multiverso que básicamente afirman que en el principio de los tiempos era el caos, la sopa primigenia de materia/energía cuyo comportamiento no era transcribible en leyes naturales pero del que, fruto de una sísiforiana combinatoria de configuraciones energéticas durante un lapso temporal infinito, surgió una combinación o configuración estable de energía, creadora de una realidad, ahora sí, describible mediante una serie de leyes regulares que es la que da lugar a nuestro actual entorno amigable.

La más célebre versión de tales teorías es la de Lee Smolin, llamada Teoría del Multiverso Evolutivo, que consiste en afirmar que

los universos hijo han nacido de los universos padre, no en un Big Crunch protegido por completo, sino más localizadamente, en agujeros negros. Smolin añade una forma de herencia: las constantes fundamentales de un universo hijo son versiones ligeramente "mutadas" de las constantes de su padre. La herencia es el ingrediente fundamental de la selección natural darwiniana, y el resto de la teoría de Smolin fluye naturalmente. Esos universos que tienen lo que hace falta para "sobrevivir" y "reproducirse" llegan a predominar en el Multiuniverso

Es verdad que el problema de cómo surge lo altamente improbable lo resuelve maravillosamente el eficaz algoritmo evolutivo aportado por Darwin sin apelar a entes planificadores, a un Gosplan hacedor, simplemente demandando pequeñas y graduales intromisiones del Azar pero esa herramienta matemática sólo es válida cuando de problemas evolutivos se trata mas es absurdo creer que el universo -o en su defecto el multiverso- pueda evolucionar.

Como dicen Humberto Maturana y Francisco Varela en el libro De Máquinas y seres vivos (pág.98):

Es impropio hablar de evolución en la historia de cambios de una sola unidad, en cualquier espacio en que exista; las unidades sólo tienen ontogenia. Luego, es impropio hablar de evolución del universo o de evolución química de la Tierra.

Por tanto, no es en términos de evolución -y en consecuencia trivialmente si se recurre a Darwin- como se puede explicar el surgimiento del universo, sino que es en términos de ontogenia como ha de desarrollarse el reto.

Estas teorías, en definitiva, cometen un despropósito matemático, acometen una explicación aparentemente válida pero a la postre inútil que acaba tristemente volviendo después de un espectacular loop a donde estaban y es que para que se dé un hecho probable, por muy singular que resulte su probabilidad, ha de haber primero un espacio muestral de forma que entre sus hechos probables esté contenido ese susodicho hecho singular. Dicho de otro modo, para que se pudiera dar en un entorno caótico un nuevo entorno con leyes estables tendría que haber primero la posibilidad de de que ese entorno estable pudiera ser posible, vamos, que estuviera en el espacio muestral de hechos del entorno caótico; mas de este modo volveríamos al principio, ¿cómo se creó/surgió un universo caótico que entre sus infinitas configuraciones estaba la de un universo estable, lógico, natural, finalmente habitable?

De todas formas, de estos pensadores lo más reseñable no es tanto el uso de un razonamiento probabilístico para postular la inexistencia de Dios, el apelar a la estadística en disputas teológicas cuanto su abierta hostilidad contra toda proyección social de la religión a quien adjudican incluso ser la raíz de todos los males exigiéndose para remediarlo relegarla a una existencia circunscrita únicamente a los ámbitos privados.

Ello no obsta para que en el bando ateo no haya quienes admiren las religiones, quienes las juzguen naturales, deseables incluso, y no duden, por lo tanto, en reclamar un respeto para las mismas frente a la prepotencia arrogante de quienes denigran al religioso comparándolo meramente con un esquizofrénico que habla con amigos imaginarios. Un clásico ejemplo lo tenemos en Umberto Eco quien en un libro de artículos llega a decir:

El filósofo se pregunta por qué existen las cosas. El filósofo se pregunta por qué existe el ser y no la nada, pero no pregunta nada más que lo que hace el hombre corriente cuando se pregunta quién hizo el mundo y qué fue antes. Al intentar responder a esta pregunta el hombre crea los dioses (o los descubre, no quiero abordar cuestiones teológicas)

Por tanto, el ilustrado, entre otras cosas, sabe que cuando el hombre nombre a los dioses está haciendo algo que no se puede tomar a la ligera. El ilustrado, sabe, además, que la forma de un panteón es un fenómeno cultural, que se puede criticar, pero que la pregunta que conduce a la creación de un panteón es un hecho natural, digno de la máxima consideración y respeto.

Ahora bien, hay que conceder que el descreimiento hacia ese panteón se expande cada vez más, como una plaga, en virtud de que enfermedades (cáncer, peste,...), catástrofes (terremotos, maremotos,...), todo tipo de desgracias humanas hacen inverosímil la idea de un casero competente capaz de dar a sus inquilinos una casa habitable, no digamos ya agradable.

A este problema se añade la eficacia predictiva de una ciencia que no hace uso de ninguna metafísica, ni necesita imputarle a su objeto de estudio ninguna intencionalidad. Una ciencia casada felizmente con el materialismo y a pesar de que ciertos herejes afirman que aquella pudiera tener affaires con divinidades intervencionistas, hay cierta unanimidad en sentenciar que en el mentado matrimonio no parece haber fisuras.

Lo cual no parece ser problema para ciertos científicos que aún creen que todavía queda un hueco para Dios en el universo y reniegan de un ateísmo comparable a una burbuja especulativa, excesivamente hinchada, excesivamente sobrevaluada, dado nuestro estado actual de conocimiento. Tendríamos un ejemplo en E.O Wilson quien, en su libro Consiliencia (pag.352), llegará a confesar:

En religión me inclino por el deísmo, pero considero que su prueba es en gran parte un problema de astrofísica. La existencia de un Dios cosmológico que creó el universo (tal como considera el deísmo) es posible, y quizá acabe por establecerse, quién sabe si mediante formas de evidencia material todavía no imaginadas. O quizás el asunto se halle para siempre fuera del alcance humano. En cambio, y de mucha mayor importancia la existencia de un Dios biológico, que gobierne la evolución orgánica e intervenga en los asuntos humanos (tal como considera el teísmo), resulta cada vez más contravenida por la biología y las ciencias del cerebro

La gran cuestión que plantearía esta postura es adivinar por qué un Dios que se molesta en crear el universo luego se desentiende de él, lo ignora a perpetuidad.

Me arriesgo con una hipótesis que tal vez fuera del gusto de Borges, siempre amante de las teologías heréticas:

Dios quiere actuar pero no puede.

Frente a la tentación de un deux machina, de la intervención divina, que nos libraría de catástrofes naturales, enfermedades, infortunios, tendríamos a un Dios que sabe que sólo un universo inconsciente, involuntario, maquinal pero preciso como un reloj se puede volver cognoscible, a la postre, domable.

¿No serían la ciencia, la tecnología –grandes pilares de la civilización- irrealizables en una realidad de comportamiento incierto e inconmensurable?

Sólo en una naturaleza de funcionamiento reglamentado, regular, por tanto predecible y eso implica que no haya actos correctores sobrenaturales, puede la humanidad encontrar modos de avanzar en su saber con la consiguiente conquista de libertad -en el sentido plenamente metafísico de ampliación de las posibilidades de elección- y encontrar, también, modos de conquistar paulatinamente un progreso puesto que, así como la biología nos enseña que en un ecosistema en donde hay presiones selectivas las especies que estén inmersos en él han de evolucionar o perecer; un universo que nos filtra los caminos evolutivos correctos, cercenando aquellos que son defectuosos, está instando a nuestra civilización para que se abastezca de complejidad, de conocimiento en su lucha por zafarse del yugo del destino para adueñarse de él.

Una agridulce sensación nos proporcionaría esta teodicea. Nos describiría a una humanidad huérfana de toda ayuda, a un Dios inane impelido de toda acción pero a cambio, como triunfo pírrico o derrota con sabor a gloria, quién sabe, tendríamos la certeza de un Dios creador, esto es, de que cada instante impuesto a nuestra vida –incluso aquellos de los que rogamos en balde que sean revocados- sedimentan un ignoto sentido final de la existencia.