miércoles, 14 de diciembre de 2011

Sobre política

En este último clásico Madrid Barcelona, se llegó a comentar y mucho, la supuesta concesión de Mourinho para con el Bernabeu luego de, en vez de un trivote puro (o triángulo de presión ofensiva en el cual estarían tres centrocampistas de corte defensivo), introducir, por el contrario, al jugador turcoalemán Özil quien, siendo un medio creativo, por tanto más proclive al ataque, era más del gusto de una afición madridista contraria a la desidia ofensiva incitada típicamente por haber una excesiva profusión de defensores.

Se quiere justificar así, a mi ver, y desde el bando apologeta del entrenador luso, que el error táctico de Mou no fue tanto a razón de un equivocado cálculo estratégico como de una concesión política en aras de empatar con un público -a la postre soberano- bastante irascible.

Se quiere aclarar así, a todas luces, que la gestión técnica del mister resulta aún impecable y que si la eficiencia de ésta no pudo dar resultado fue a razón de tener que politizarse, es decir, hacer escucha a lo dicho por, por tanto hacerse encaje con, la audiencia futbolera, no obstante, es un error típico, muy socializado, propio de ambientes paleoliberales; el considerar que la mera gestión tecnócrata, la tecnocracia, basta, y que la concesión al público es siempre mercadeo político, simple populismo.

Se olvida de este manera, por desgracia y por ejemplo, que, desde un punto de vista estrictamente economicista, el fosilizado sistema de castas (hardware) y el intercambio feromonal por todo medio de transmisión de información nueva (software) tan característico de los insectos sociales, es un medio cibernético computacionalmente hipereficiente que genera un fitness de difícil parangón, o sea, que es una estructura socioeconómico adaptativa pero que, y aquí -como se ve- aparece el pero, sólo sirve para especies que son capaces de implementar -porque así se lo dispone su pool génico- un altruísmo radical, no obstante, sería sociobiológicamente insostenible tal configuración económica para nuestra actualmente (bastante) humanizada sociedad.

No tan pintoresco -y por tanto demostrable- pero igual de problemático sería una implementación del despido libre en donde cualquiera, en cualquier momento, sin coste alguno; pudiera ser tranquilamente despedido. Ciertamente, estaríamos ante una disposición jurídica que lubricaría -y de qué manera- la maquinaria económica pues de este modo se facilitaría aún más el flujo de capitales por tanto el acoplamiento entre oferta y demanda, sin embargo, tal precariedad laboral -otra vez- no sería sociobiológicamente sostenible pues el hombre es un animal que necesita tener visibilizado en su horizonte (o siquiera razonablemente pre visto) una gran parte del acontecer futuro, lo contrario, solo produce una estresante claustrofobia.

Ciertamente, no todas las incidencias socioeconómicas devienen de nuestra invarible naturaleza humana y bien puede ser que los escollos al proceder tecnócrata devengan de un particular estado cultural como la costumbre o, más enraizadamente, la moral. Caso de la sanidad pública -tan presente en los actuales Estados de Bienestar-, la cual, y sin duda además, sería más económicamente eficiente si fuera privatizada, claro que también, de llevarse a cabo este saneamiento de cuentas, se podría dar lugar a que gente no planificadora o directamente desafortunada, se quedase sin cobertura médica luego la privatización podría quedar desautorizada desde el sinérgico añadido de una dimensión moral, ésta sí, innegociable o cuando menos cosustancial a la fisionomía actual de la sociedad del mismo modo que uno podría, a la hora de realizar ingeniería jurídica, ser obsesivamente riguroso en la inculpación de crímenes para lograr así que el mayor porcentaje de criminales pasasen por la cárcel pero si no aceptamos esa eficiencia, si presuponemos siempre que todo individuo es inocente, es porque moralmente preferimos a un centenar de criminales medrando en la calle y ningún inocente quedando en la cárcel antes que implementar una estructura incriminatoria absolutamente eficiente.

Es evidente, por resumirlo totalmente, que según vamos revistiendo de capas y capas al homo sapiens -bien sean éstas biológicas o culturales, psicológicas o morales- y el animal entonces se va humanizando; la mera solución economicista acaba por pecar de reduccionismo y por tanto, acaba por costear soluciones no implementables en tanto que no se pudo (o no se quiso) contextualizar adecuadamente el problema, es decir, la política, se podría concluir, es preguntar para quién estamos trabajando.

lunes, 5 de diciembre de 2011

El canon occidental

(De un anterior post sobre el esteticismo en filosofía emergió un debate con un lector comentarista, Sierra, del que paso a re citarme estructuradamente)

Cierto es que podría vindicarse a Nietzche no mediante un argumento estético pero sí uno, digamos, sociológico en virtud del cual habría que leer al filósofo alemán por algo así como un mira lo que ha venido después. No obstante, fíjate bien, lo que ha venido después lo ha mejorado, quiero decir, lo ha mejorado en la línea recién argumentada de por qué Wittgesntein, aún viniendo después, aún reescribiéndole, lo ha mejorado, se quiere decir, con Nietzche, con cualquier agente creativo, acabada la novedad, entendida su verdad, la valía que diera en poseer debiera ser evaluada autónomamente, sin invocaciones de seguidores, sin argumentos de autoridad.

Cójase un terreno de seguro estético, la música, y evalúese a un músico de seguro innovador, Schoenberg, pues bien, aunque toda una serie de corrientes musicales le deben (literalmente) la vida, esto es, desde el atonalismo hasta el serialismo pasando por el dodecafonismo, pues bien, insisto, me importa un bledo, quiero decir, no me gusta, insisto al concretar, ni tenía la expresividad de un discípulo suyo como Berg, ni el misticismo de un discípulo suyo como Webern, pero es que además todos aquellos que le siguieron, en su mayor parte y aún habiendo sido tantos (Nono, Boulez, Babbitt, etc.) y tanto (como setenta y tantos años), me parecen igual, vamos, compositores que no supieron conectar con su público y más bien instauraron un autismo musical solo apto para sectarios diletantes, de estructuras compactas pero inaudibles, en fin, justo como la práctica totalidad del posmodernismo que puso en un pedestal a Nietszche.

En resumen, y en última instancia, la argumentación estética, a mi ver, debiera bastar para establecer un canon de obras filosóficas y así como no puedo confortar una escucha por muchos seguidores que secundaran al músico, así tampoco tendría que leer deliciosamente a quien le reescribieron mejoradamente, antes bien, debería uno pasar de los bocetos y entrar de lleno en la redondez bien plasmada de la idea (aunque aquí, con lo de la idea, cuidado, no quiero hacerte saborear un resabio de platonismo).

Es cierto, estoy en la intuición, de que a cada uno, según su carácter, le encajan ciertas emanaciones creativas, no obstante, admitido esto, seguiría sin ver por qué justamente es Nietszche quien difiere de mi carácter más que otros pues no es precisamente una persona reduccionista que acabe por resultar claustrofóbica, antes bien, Popper me parece mucho menos aforístico pero más tendente al relojero pensamiento funcionarial y sin embargo me gusta tolerablemente. (También hay en Nietzsche una teatralidad exasperante, tal que en Cioran, solo que en éste, otra vez, resulta más verosímil las más de las veces). Pero vamos, sí, sin duda, lo acepto, si escogemos finalmente una filosofía u otra, es básicamente por su carácter, vamos, no es lo mismo la costumbrista perspectiva de un Russell que la angustiada visión de un Cioran y no es baladí este asunto, todo lo contrario, me parece crucial, esencial de hecho, y aquí se vislumbra un contraargumento aún más sólido que el sociológico y éste se cifraría en convenir que el disfrute estético de una obra depende, bien en el fondo, de la conectividad que ésta tenga con nuestro carácter, esto es, por muy bien que esté construida la Quinta sinfonía beethoveniana, si nos incomoda lo épico, por estruendoso, por teatralizante, por lo que sea; acaberemos por ser incapaces de disfrutar de dicha obra como dios manda.

Mas cuidado, esta es una crítica, a nada que la fijes precipitadamnete, que a la postre impugnaría un pretendido canon artístico, por caso, se puede decir que Beethoven construye más elaboradamente que Schubert pero si preferimos el intimismo del austríaco...pues ¡no! pues justamente eso es lo que nos pide el arte, quiero decir, hay que desoír el colocón de nuestras p-referencias emocionales ("¡Ah! un solitorio acorde de violín agudo...¡Qué melancólico!") y escuchar cómo la obra construye manualmente nuestras interacciones emocionales.

Claro que hay un límite humano de tolerancia a lo ajeno a nosotros, quiero decir, en la teoría el canon es el Canon, en la práctica, uno acaba por emborronar ciertas preferencias en función de sus indelebles tendencias temperamentales y el Canon acaba siendo, bueno, pues eso, mi canon y de ahí que a mi, personalmente, me guste defender mis lecturas (a veces me resulta ridículo defender por qué leo Hamlet pero creo que justo por eso lo hago), quiero decir, ¿es personal mi desprecio a Nietzsche? Pues bien, puede ser, es más, en última instancia lo será, sin duda, pero al menos lo he tratado de argumentar y aunque, insisto, no descreo que pueda estar confundido, pienso que dicha revelación sólo se podría mostrar textos nietzchanos mediante porque a mi, insisto, me parece un pensador (con independencia de cómo escriba) aforístico, nada que ver, por insistir, con la sensualidad meditativa que ofrece el contacto con los marmóreos experimentos mentales de Wittgenstein (quien cuando incluso en Tractatus escribe aforísticamente se ve que no piensa así).

Pensar lo contrario es pensar ideologizadamente, es decir, disfrutar de una obra, no en función de la rica interactividad propuesta, sino en función de su acomodo temperamental con el nuestro y, a partir de ahí, desarrollar una justificación racionalista y verborreica de nuestras preferencias (circunstancialmente biográficas) que cribe apodícticamente lo que es arte bueno y lo que no, v.gr, todas las payasadas de Adorno contra Stravinsky o el propio Stravisky, cuando nos quiere convencer de que la música no puede emocionarnos y, claro, entonces te encuentras que si te conmueve una sonata de Chopin pues es que este hombre está haciendo morralla sentimentaloide. Nada más lejos. Suelo adivinar cuándo un artista sobreimprimió una filogorrea (narcisista en el fondo) sobre sus agudas intuiciones perceptivas, cuando se muestra provinciano en la inspiración o directamente en el disfrute estético, quiero decir, cuando afirma que (exagero) toda la música es una mierda salvo Bach pero porque éste trabajaba con números o tenía contacto con lo numinoso o cualquier afirmación etérea del mismo jaez. Nada hay más emocionante en ese sentido -y muestra de su grandeza-, que Beethoven recogiendo canciones populares -y agrandándolas, claro- o Shakespeare fusilando a escritorzuelos de segunda fila -y agrandándolos, claro- (el creativo de verdad encuentra inspiración o algo que asimilar hasta en una piedra); y no hay mejor ejemplo de cerrazón pueblerina que el último Heidegger cuando afirmaba que los únicos que supieron filosofar fueron los griegos presocráticos (por cierto, aclaro que la afirmación del primer Heidegger de que toda la filosofía occidental anda confundida por haber hecho metafísica no me parece peligrosamente provinciana pues sería, sobre todo, un gesto más bien protocolizado, si se quiere, de necesaria autoestima de modo que el pensar que el resto está confundio permite de algún modo el emprendizaje y eso, en la medida en que se controle, puede ser tolerable porque no quita de disfrutar de, ni inspirarse con, el resto de acontecimientos creativos) pero decir directamente solo éste y éste -los cuales, casualmente, se parecen a mi-; es solidificar un temperamento, consolidar un paisaje perceptivo, atrofiar la flexibilidad del músculo creativo.

Dicho esto, recién me doy cuenta de que, bajo la coartada de la lectura procesual de las obras artísticas, tal vez no menos apodíctico y delimitante en mis juicios soy yo que aquellos a quienes tacho prepotentemente de provincianos y aquí conjeturo, o me gustaría pensar, que efectivamente estamos todos -por más que nos queramos adherir a un canon como una suerte de código moral no privado- sujetos a nuestras inestables preferencias personales y de ahí el reto, el desafío de conseguir abarcar más sin caer en escuchas no masticadas, y de ahí la ayuda del canon y de su densa heterogénea consistencia.

jueves, 1 de diciembre de 2011

El reducto utopista

Bien visto, se podría identificar, en función de su peligrosa cercanía con el reduccionismo, el afán utopista nacido de un determinado pensar y viniendo a ser, la utopía, a nada que uno se fije bien, sinónimo nefando de agorafobia mental.

En el caso de la historia, la perspectiva reduccionista asociaría -por poner un ejemplo- la conquista de América a la azarosa empresa iniciada por Cristobal Colón, mientras que la visión holista, siguiendo el análisis de Jared Diamond en Armas, Gérmenes y Acero; recogería explicaciones de ámbitos tan diversos -pero relevantes- como la ciencia climatológica o la virología, la agricultura, la tecnología bélica o el organigrama político, la ganadería, la epidemiología, la botánica pero nunca la genética; y sólo lograría así explicar convincentemente la superioridad tecnocientífica del medievo occidente conquistador.

Claro que se podría creer, justo a propósito del análisis materialista de Jared Diamond, es cierto, cómo precisamente el seguimiento del proceder científico, esto es, la heurística reduccionista, es el mejor modo de cribar aquellas ensoñaciones utopistas; pero todo lo contrario, insisto, pues, para que esta objeción fuera cierta, se necesitaría que un fenómeno cualquiera (pongamos el terrorismo) pudiera ser estudiado desde un sólo ámbito científico (pongamos la teoría de juegos), y sin embargo, hay que percatarse, lo que cada vez se demuestra con mayor contundencia -sobre todo en temas sociales-, es la necesaria interdisciplinariedad a la hora de realizar análisis de fenómenos complejos y ahí, hay que decirlo, insistirlo incluso, el utopista, por el contrario, suele nadar siempre contracorriente, es decir, tiende a tener una animista visión antropomórfa de la complejidad social, mismamente, es incapaz de ver la economía como un gordiano entramado de incentivos e informaciones, o sea, en orden espontáneo; y pretende, por el contrario, hurtarle complejidad al hecho bien dándole un rostro obvio paródico (Bildebergh en su versión más naif), bien negro pernicioso (los Especuladores) para poder realizarse, a partir de ahí, el desmenuzamiento de los entramados problemas sociales de un modo tan simple como un hachazo estilo revolución francesa.

Tal vez un caso ilustrativo de esta perspectiva dicotómica, lo dibuje la trayectoria bipolar seguida por el legado de Ludwig von Mises. Ciertamente, el economista austríaco tenía, y aún tiene, un enfoque epistemológico peliagudo, propicio para diferentes interpretaciones, y así ha sido siempre, ha sido que, por un lado, está la interpretación rothbardiana, se quiere decir, la apriorista, a-empírica, deductiva, en suma, reduccionista; y la otra, la de Machlup, que sería aquella enlazada con las más contemporáneas ideas epistomológicas de Lakatos, Kuhn y demás hijos rebeldes de Popper (todos ellos, huelga decir, holistas epistemológicos); aclarado esto, se ha de hacer notar que mientras desde la última interpretación misiana siguen reverberándose discusiones y dilucidándose soluciones en cuestiones sociales, la otra, la rothbardiana, acabó por instaurar una compacta visión utopista de cómo debería ser una sociedad en su fisionomía socioeconómica, a saber, el anarcocapitalismo, o sea, esta reduccionista veta hermeneútica acabó por parir otra sectaria visión pseudo científica.

Un caso ideológicamente similar al Mises holista, el de Hayek, carga de argumentos la visión holista como típica del pensamiento no utopista, es más, la crítica al constructivismo racionalista de Hayek se puede traducir tal que así, esto es, como una advertencia del peligro inherente a la visión reduccionista de la sociedad. Otro tanto podríamos hacer incluso con Popper, quien, en su Sociedad Abierta no hace sino promover una cautela en las ingenierías sociales precisamente en la idea de que a nuestros modelos tecnopredictivos bien tranquilamente se le pueden haber estado escabulliendo ciertas realidades -en este caso- sociales, y es que sino, ¿a cuento de qué el criticar a quien enarbole una visión memorable de lo que debe ser la sociedad -tal y como han hecho desde siempre los historicistas? Es en este último grupo -y como bien lo argumenta Popper- desde donde debe ser colocado al lunático Marx, vamos, donde los reduccionistas y allí, además, estará junto a Platón, Hegel y un largo etcétera de creyentes en lo utópico y creyentes justamente por reduccionistas.

Ni que decir tiene que, por todo esto, el intelectual contemporáneo, es decir, todo civil votante (como todo lector competente), descreerá de las utopías, de los paraísos en la tierra, de los determinismos históricos; y, para que su escepticismo no se vuelva tan provinciano de quedarse sólo en sus palabras, se obligará a proponer apenas reformas graduales, con certificado de ser reversibles y en temor a emular la caída de Icaro, a comportarse con miope contundencia. Luego entonces solo cabrá autoimponerse un valiosísimo método profiláctico, esto es, la empiria, la cual ayudará a que las fantasías políticas no degeneren en partos monstruosos; y es que, quienes critican in toto el modelo social actual, el que nos ha llevado a esta situación, a esta crisis, a la anterior catástrofe, al siguiente apocalipsis; posiblemente cometen la falacia Nirvana y estén peligrosamente olvidando que en nuestro deambular por la historia rara vez se encontró el inalcanzable paraíso mientras que el infierno, por contra, aguardó detrás de cada esquina.