sábado, 29 de agosto de 2009

La magia del lenguaje

Leo a Alan Watts en Taoísmo, pág.23:

Cuando realmente queremos encontrar una respuesta a algo debemos contemplar el problema, visualizar la pregunta tan claramente como podamos y luego, simplemente, esperar. Si, en lugar de ello, tratamos de encontrar la solución mediante el esfuerzo de nuestra mente quedaremos decepcionados, porque cualquier solución, que aparezca de este modo será errónea. La solución correcta aparece por sí sola cuando esperamos lo suficiente. Éste es el modo en el que hay que utilizar el cerebro, porque el cerebro funciona del mismo modo en el que el estómago digiere la comida, sin necesidad, sin necesidad de que nosotros supervisemos el proceso de forma consciente. Son precisamente nuestros intentos de control consciente los que tienen consecuencias negativas para nuestros estómagos. Y ello por una razón bastante simple: la atención constante, que utiliza palabras, no pude pensar gran cosa ya que, mientras lo hacemos así, lo ignoramos todo.

Este texto no es único en su ataque al lenguaje, se podría decir, incluso, que dicho escepticismo para con la efectividad del pensamiento verbal constituye uno de los pocos puntos comunes existentes en las cosmovisiones orientales.

A este pensar resultaría interesante contrastarlo con el operar occidental cuando de materias artísticas con despliegue narrativo se trata porque, todas las artes narrativas occidentales o, cuando menos, su novelística, pivotan sobre la creencia de que la verbalización de nuestros pensamientos/emociones resulta beneficiosa, necesaria incluso y, en última instancia, en el lograr dicha materialización verbal se cifrará la valía del logro estético.

Si Mark Watts en el prólogo del libro citado considera al taoísmo, y a todas las modalidades tempranas de casi todas las religiones, como una disciplina transformadora, otro tanto podríamos decir del arte narrativo y anotar que dicha transformación se afanará en convertirnos en un Nomoteta, hablo de poner nombre, por decirlo de algún modo, a las emociones que nos invaden, sí, invaden, porque aquí tal vez sería bueno recoger la metáfora bélica presente en expresiones del tipo me invadió tal o cual emoción y entender a las emociones que nos suscitan ciertos hechos exteriores como realmente unas invasoras de nuestra voluntad, necesitadas de ser enfrentadas, cuando menos identificadas -precisemos que somos conglomerados en absoluto homogéneos de emociones- pues cualquier guerra, para iniciarse, necesita primeramente identificar al enemigo, lo cual constituye un quehacer para el que se necesita un personal dominio del lenguaje, pero también, a veces, nos basta la plástica expresividad del mismo en manos de otros de forma que cuando muchas veces nos reconocemos en el espanto, en la melancolía o desesperanza de un escritor nos sentimos agradecidos, a pesar del rugoso roce con la emoción expresada, porque, gracias a haber encontrado una precisa materialización verbal de la misma, hemos encontrado una identificación de lo que nos adolecía o también, tal que el sistema inmunológico con los patógenos, hemos aprendido a identificar a futuribles enemigos.

Tal vez, por cierto, eso no nos posibilite una victoria, una reconquista de nuestra ecuanimidad emocional, porque resulte imposible pero al tener clasificado al agresor, al menos sus inevitables agresiones son predichas y no llevan, en su aparición y en el devenir de su ataque, el dolor añadido de la sorpresa, de la incertidumbre; y todo esto, no lo olvidemos, porque el hombre ha desarrollado una instintiva necesidad de mantener el control, de hacer valer su voluntad, de hilvanar su yo frente al deshilachador devenir caótico de las circunstancias. Entiéndaseme, siendo como somos un maremágnum de emociones, el ser manipulados exclusivamente por los temporales del exterior, ese dominio del exterior sobre nos, ese continuo desbaratamiento del yo que necesita de la actividad para su existir, nos produce una agónica sensación que pide y agradece ser impugnada. En este sentido, la identificación de las emociones sería comparable a un ejercicio de ciencia climatológica que, no salvándonos de temporales, nos libra de una incertidumbre aún más desasosegante a propósito de a qué nos enfrentamos; de ahí, de esa liberación, nace gran parte del disfrute estético.

Mas cuidado, no hay que confundir a la literatura con una suerte de ciencia climatológica emocional, ni mucho menos rebajarla a trivial taxonomista, porque las emociones reales son protoverbales, inefables en el sentido preciso del término a razón de su naturaleza averbal, no se dejan aprehender lenguaje mediante pero sí conjurar, convocar, no a través de la mera enunciación de etiquetas genéricas, tristeza, felicidad, melancolía, sino haciendo vivir al lector ciertas situaciones que llevan adheridas en su concienciación, en su recreación concienzuda, ciertas emociones, ciertas vivencias emocionales.

Uno puede preguntarse cínicamente por la mágica utilidad existente en el nombramiento, identificación, análisis de una emoción y responderé entonces que resulta crucial pero con ello no trato sino recordar que ciertos conductas como el andar en bici no pueden ser aprendidas verbalmente, son conocimientos tácitos, no articulables, no verbalizables y su aprendizaje sólo es transmisible experiencialmente, una experiencia que sabemos es posible transmitir verbalmente gracias al principio de simulación de la realidad que es como se denomina al hecho de utilizar imágenes mentales como sustitutos de los objetos factuales con lo que de algún modo conseguimos producir el mismo impacto en la mente y en el cuerpo que produciría el hecho mismo de ver realmente ese objeto.

Aquí tal vez resulte interesante señalar que sobre esta singularidad neurofisiológica se fundamenta el éxito de la emotividad proporcionada por todo el arte narrativo, desde las películas de terror de serie B hasta las cimas más altas de la Literatura, porque al inocularse en nuestra imaginación determinadas escenas logramos ser el personaje protagonista, averiguar cómo hace lo que hace, aprender su know how, en la medida, eso sí, en que esa narración nos reconstruya la acción de forma verosímil mas todo ello, el sentir, ¡no!, el vivir la realidad del personaje, se realiza sin necesidad de que las acciones, sentimientos, impulsos, esperanzas del personaje, sean verbalizadas, etiquetadas fríamente palabras mediante, dichas en tercera persona, sino haciéndoselas vivir al lector gracias al principio mentado y es que así como necesitamos de un tácito sentido del equilibrio para orientarnos cuando nos conducimos con una bici así también necesitamos de un proceso de autoconsciencia -sólo posible gracias al lenguaje- para reconducir no de una forma absoluta pero sí sustancial nuestras emociones hacia un estado deseado dependiendo, obviamente, de la intensidad con que éstas estén naciendo.

Para lograr encontrarnos te propongo pensar en nuestra actividad cognoscente, su influencia en nuestra conducta, entendiendo ésta última como una especie de objeto manipulable desde diferentes herramientas/máquinas siendo tales máquinas nuestros diferentes estados emocionales que son los únicos que autorizados están para manipular dicho objeto. El lenguaje sería otra herramienta/máquina más de forma que cuando puede entrar en escena, puede participar en, que no necesariamente protagonizar, dicha manipulación y no sólo eso, sino que el yo, recordemos, construido gracias al concurso del lenguaje, sólo existe, perogrullada, en la medida en que actúe o, dicho en roman paladino, no tener comprensión verbal de lo que nos ocurre nos frustra porque supone una disminución de nuestra consciencia, de nuestro yo, pues si ser conscientes es traer a la mano un mundo, toda vez que no hay aprehensión verbal de un estado interior entonces una mayor iluminación se nos niega, una iluminación con la que conseguir del mundo un mejor vislumbramiento, un mundo con el que el revertir nuestra ceguera hacia él no es más que realizar un proceso de humanización del mismo, un proceso que, por el carácter proteico de la realidad, debe ser realizado con la misma letanía con la que realizaba su misión Sísifo, una misión, por cierto, para la que yo considero necesitamos del concurso activo de la Literatura y no de la inhumana aquiescencia borreguil que nos exigen ciertos mistificadores.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Conflicto de visiones

Tengo un perro de presa. Siempre lo llevo atado pero otros, la gran mayoría de los otros, no comparten esa manía, llevan a sus mascotas sueltas, unas mascotas que, sin excepción, comparten el carácter pendenciero, no el letal, huelga decirlo, de mi perro.

Cuando se acerca alguien, con uno de ellos, suelo conseguir, sin decirle nada, que lo ate, le basta ver lo que tiene delante para concluir que es una temeridad no actuar de otro modo; no obstante, el sentido común no está tan arraigado, ni disperso, como ingenuamente creemos, como necesitamos creer, y existen personas que, desconocedoras de los ineludibles instintos territoriales de sus mascotas, no se creen que, y luego se sorprenden porque, sus perros ataquen a otros, al mío para más señas. Cuando preveo que la indiferencia va a ser la respuesta a mi presencia, suelo avisar, no siempre exitosamente, por lo que entonces, sólo me queda rodear, incluso cambiar de acera, para evitar un peligroso choque que sé inminente, de no mediar acción alguna.

Esta actitud, por cobarde, molesta a mis familiares quienes consideran que yo tengo derecho a seguir por mi acera, que los otros se preocupen de proteger a su animal, que, en última instancia, dicen, si tengo al perro atado y el otro no, la ley me ampara.

A mi esta actitud me sorprende, por un par de razones, bastante relacionadas además.

La primera es la ingenuidad, la ingenuidad con que se asume que el otro va a ser capaz de, dada una situación en continuo incremento de la tensión, reaccionar de forma sensata. Ha habido muchas ocasiones en las que la gente se ha sorprendido de las reacciones de una mascota que consideraban siempre obediente a sus órdenes y que por alguna ignota razón éstas se ven obviadas en aras de sus impulsos.

La segunda razón que me sorprende, y que no tiene su encarnación exclusiva en hechos como el que describo, es el ver cualquier lucha de intereses en términos de legitimidades.

Ciertamente, cuando de interacciones sociales se trata, nuestras voluntades pueden colisionar, de hecho colisionan, para evitarlo, se han creado una serie de burbujas con las que proteger la nuestra, una serie de burbujas de varias capas, las cuales cuanto más superficiales más fáciles de infringir y esas capas son, en su núcleo, los derechos legales, por encima los preceptos morales, aún más encima las normas de cortesía, que los insociables maleducados confunden estúpidamente con supersticiones sociales pero, a pesar de todo, existen situaciones en las que no es posible encontrar protección alguna para nuestro interés, voy más lejos, existen situaciones en los que puede resultar más peligroso blandir determinada capa, a modo de protección, que cederla.

Concreto lo que quiero decir y vuelvo a la historieta de mi perro. Tal vez la cortesía me ampare para seguir mi camino cuando voy con él y me encuentro un congénere suyo, lo cortés es que, si yo tengo que atar un perro por incapaz de no ser pacífico, otro tanto se haga con las mascotas igual de belicosas; tal vez, la moral también me ampare, está bien que si no he hecho nada entonces no me esconda; tal vez incluso, la ley me proteja, al fin y al cabo, tengo a mi animal en regla; pero dichas protecciones no nacen a razón de mantener un inviolable orden cósmico, por el contrario, sólo buscan reducir el número de conflictos sociales por lo que si una sensata evaluación de coste/beneficio, en donde no sólo puntúe como beneficio mi interés sino el del otro, me obliga a escoger una determinada actitud, dicha elección me parece ineludible y nada indignante.

En balde, con mis familiares, en este y similares temas, con amigos, con conocidos, me he fijado que, cuando les veo blandir una actitud legitimista en las evaluaciones morales, de lo que se debe o no se debe hacer, cualquier juicio pragmatista que viole su perspectiva legalista preocupada de lo que es moral, legal, cortés; les parece, aún a pesar de su sensatez, una solución humillante pues pareciera que dicha actitud les robase la dignidad que suponen deviene exclusivamente del ejercicio de sus derechos.

Piensa ahora en el tema de la autodeterminación de un pueblo, en el tema de la huelga de un servicio público, en otros temas que tú mismo puedes dar en imaginar. En mi cínica opinión, detrás de las visiones legitimistas, que son aquellas preocupadas de encontrar qué es a lo que se tiene derecho hacer, en una determinada situación, y no, qué es lo más sensato realizar con el fin de reducir el número de conflictos estériles, lo que se encuentra es, ni más ni menos, lo diré, la semilla del fanatismo.

lunes, 24 de agosto de 2009

El libro de arena

En cierta ocasión visioné un sketch de Pepe Viyuela. Se trataba de leer un periódico pero cada vez que lo abría al humorista se le caían al suelo unas hojas del mismo, entonces murmuraba un cómico "AyYayYyy" cuando al recogerlas para, mientras lo hacía, caérsele de nuevo otras hojas, murmurar otro cómico "AyYayYyy" y, al recoger las nuevas hojas caídas, volver a caérsele otras tantas. Ad infinitum. Una revisión del mito de Sísifo pero humorizada, en versión grotesca.

Escribir en este blog -no me atrevo a decir que filosofar- tiene su parecido con lo arriba descrito. Uno busca una visión de conjunto, totalizadora, y cuando se remanga y cuando se agacha para observar la realidad al detalle se encuentra con que en el proceso de indagación ha arrojado más incertidumbres a su visión de la vida, nuevas preguntas venidas de las repuestas a las viejas preguntas. Se siente así que se está ante un proceso interminable, como si el mundo se ramificase fractalmente en infinitos recovecos para los que, en aras de dar cuenta de ellos, se necesitase un libro/inventario de paginación infinita.

Lo prometido es deuda, hablé de una vuelta para finales de agosto, es finales de agosto así que vuelvo y vuelvo con la convicción de que este libro de almohada, registro de mi pretendida visión de conjunto, se está convirtiendo en un libro de arena pero, tranquilidad, todavía no lo esconderé temeroso en una biblioteca, en algún azaroso anaquel, tal que el divino argentino, porque la angustia sisiforiana de la vida, tan sabiamente analizada por Camus, sigue siendo superada por mi curiosidad lectora, una curiosidad, por cierto, y por lo que se ve, salvífica; espero y deseo que también contagiosa.