martes, 27 de septiembre de 2011

Argumento de la recursividad

(La lectura de un post de Von Neumman Machine me inventó otro argumento más para añadir al Panfleto antimaterialista para neurofilósofos:)


El lenguaje tiene una recursividad inaudita que habilita un catálogo infinito de expresiones, sin embargo, no hay posibilidad de que la manipulación de un conjunto finito de objetos físicos replique tamaño catálogo, es decir, no hay manera de hacer que un simple cableado neuronal sea igual de dúctil que el habla, otra vez, no hay manera de que un objeto semiótico tan limitadamente maleable replique al polimorfo lenguaje.

Me explicaría, tal vez, si dijese que yo igual me encuentro que "Estoy triste" es una experiencia subjetiva idéntica/reducible a "Tengo una estimulación electroquímica en la región neuronal 543".

Vale. De acuerdo. Por mor de la premisa, aceptemos tal traducción.

Pero ¿si ahora digo más concretamente que "Estoy triste...porque este perro ha sido atropellado ante mis ojos" seguirá siendo ésto lo mismo que decir "Tengo una estimulación electroquímica en la región neuronal 543"?

¿Y si digo más concretamente que "Estoy triste porque el perro [de mi novia] ha sido atropellado ante mis ojos" seguirá siendo ésto lo mismo que decir "Tengo una estimulación electroquímica en la región neuronal 543"?

¿Y si digo más concretamente que "Estoy triste porque el perro [de mi novia [al que yo odiaba pero ella adoraba]] ha sido atropellado ante mis ojos" seguirá siendo ésto lo mismo que decir "Tengo una estimulación electroquímica en la región neuronal 543"?

Etc. Ad infinitum. A lo largo de la vida no tenemos por qué repetir expresiones para situaciones nuevas porque la concreción lingüística no alcanza límites. Por contra, la ocupación de autopistas neuronales sí.

Sentimos emociones diferentes cada vez, en cualquier situación, por todo momento vivido y justo por eso explicamos, matizamos, detallamos, usamos creativamente las palabras, en suma, y así una y otra vez, siempre, hasta dar con la tecla justa, mejor dicho, parecida; porque, después de todo, fijémonos bien, nos sentimos irrepresentados incluso por el lenguaje, ¿cómo entonces un tan estructuralmente simple tráfico neuroquímico va a explicar/traducir/simular la increíble diversidad emocional que nos asiste si ni siquiera lo logra una de las creaciones más asombrosamente complejas que el hombre ha sabido encontrar, a saber: el lenguaje?

lunes, 26 de septiembre de 2011

Lecturas transversales de Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco (7/7)

Usamos las descripciones a partir de propiedades cuando pertenecemos a una cultura primitiva que tiene que construir aún una jerarquía de géneros y especies, y que carece de definiciones por esencia. Pero esto también puede ser cierto en el caso de una cultura desarrollada insatisfecha con algunas definiciones esenciales existentes, y que desea ponerlas en tela de juicio, o que intenta, al descubrir nuevas propiedades, aumentar el acervo de conocimientos sobre determinados elementos de su enciclopedia.

En Il Cannocchiale aristotelico, o El telescopio aristotélico (1665), el retórico italiano Emanuele Tesauro propone el modelo de la metáfora como forma de descubrir relaciones desconocidadas hasta ese momento entre datos conocidos. Ese índice funciona recopilando un repertorio de cosas conocidas que la imaginación metafórica puede utilizar para descubrir nuevas relaciones. De esta manera, Tesauro formula la idea del índice categórico, que parece un enorme diccionario pero es en realidad una serie de propiedades accidentales. (...)

La lista no parece tener rima ni razón, como todos los intentos barrocos de encapsular el contenido global de un cuerpo de conocimiento. (...)

Podría seguir citando otras listas barrocas, desde Kircher a Wilkins, a cuál más vertiginosa. En todas ellas, la carencia de un espíritu sistemático atestigua el esfuerzo acometido por el enciclopedista para eludir las clasificaciones obsoletas por género y especie.

Página 176 y ss del libro Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco

Para Wittgenstein una vez disipada la niebla, las metateorías y las teorías de juego no tenían ningún interés. Había sólo juegos y jugadores, reglas y sus aplicaciones: "Sólo podemos establecer una regla para aplicar otra regla". Para relacionar dos cosas, no siempre necesitamos una tercera: "Las cosas deben relacionarse directamente, sin un cable, por ejemplo, ya deben estar en relación la una con la otra como los eslabones de una cadena". La relación entre una palabra y su significado puede encontrarse no en una teoría, sino en la práctica, en el uso de la palabra. Y la relación directa entre una regla y su aplicación, entre la palabra y el hecho, no puede dilucidarse con otra regla; debe verse: "Ver las cosas resulta aquí esencial: hasta que no ves el nuevo sistema, no lo comprendes." El abandono de Wittgenstein de la teoría no era, como pensaba Russell, un rechazo del pensamiento serio, del intento de comprender, sino la adopción de una idea diferente de lo que hay que comprender, una idea que, al igual que en los casos de Spengler y de Goethe, acentúa la importancia y necesidad de "esa comprensión que consiste en ver relaciones entre las cosas"

Página 289 del libro Ludwig Wittgenstein, de Ray Monk

domingo, 25 de septiembre de 2011

Lecturas transversales de Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco (6/7)

La devastadora experiencia de que, en contra de nuestros deseos, Hamlet, Robert Jordan y el príncipe Andréi mueran -de que las cosas pasen de una determianada manera y para siempre, sin que importen nuestros deseos y esperanzas en el transcurso de la lectura- nos produce escalofríos, como si sintiéramos el tacto del dedo del Destino. Nos damos cuenta de que no podemos saber si Ahab capturará a la ballena blanca. La verdadera lección de Moby Dick es que la ballena va a donde ella quiere ir. La naturaleza irresistible de las grandes tragedias deriva del hecho de que sus héroes, en lugar de escapar de un destino atroz, saltan el abismo -que han cavado con sus propias manos- porque no tienen ni idea de qué les espera; y nosotros, que vemos con claridad dónde se están metiendo ciegamente, no podemos pararles. Tenemos acceso cognitivo al mundo de Edipo, y lo sabemos todo sobre él y Yocasta, pero ellos, aun viviendo en un mundo que depende parasitariamente del nuestro, no saben nada sobre nosotros. Los personajes de ficción no pueden comunicarse con personas del mundo real.

Ese problema no es tan caprichoso como parece. Por favor, traten de tomárselo en serio. Edipo no puede imaginarse el mundo de Sófocles; de otro modo, no acabaría casándose con su madre. Los personajes de ficción viven en un mundo incompleto, o, para ser más rudos y políticamente incorrectos, en un mundo discapacitado.

Pero cuando verdaderamente entendemos su destino, empezamos a sospechar que también nosotros, como ciudadanos del aquí y ahora, topamos con nuestro destino simplemente porque pensamos en nuestro mundo de la misma manera que los personajes de ficción piensan el suyo. La ficción sugiere que quizá nuestra visión del mundo real sea tan imperfecta como la visión que los personajes de ficción tienen del suyo. Por este motivo, los personajes de ficción se convierten en ejemplos supremos de la "verdadera" condición humana.


Lo que sí es posible es calcular objetivamente la "consonancia" de dos notas. Aunque no existe una forma única y consensuada de hacerlo, los diversos métodos propuestos tienden, en líneas generales, a arrojar resultados parecidos que, además, coinciden bastante con la jerarquía tonal. Pero también presenta algunas diferencias considerables. Por ejemplo, en la jerarquía tonal la nota 3ª ocupa una posición más elevada que la 4ª, mientras que con sus niveles de consonancia ocurre lo contrario. Asimismo, aunque el intervalo de tercera menor sólo es moderadamente consonante, en la jerarquía tonal de tonalidades menora -(...)- ocupa una posición destacada porque estamos acostumbrados a oírlo en ese contexto, es decir, que la convención se ha impuesto al "hecho" acústico. Después de estudiar minuciosamente estos datos, Krumhansl y sus colegas llegaron a la conclusión de que, a la hora de decidir las preferencias que refleja la jerarquía tonal, es mucho más importante el aprendizaje de las probabilidades estadísticas que la consoncacia natural de las notas, de donde se sigue que deberíamos ser capaces de asimilar nuevos conceptos de "pertinencia" tonal siempre que los oigamos bastante a menudo.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Lecturas transversales de Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco (5/7)

Esto sucede -y aquí podemos identificar la verdadera diferencia entre la escritura creativa y la científica- porque en un ensayo teórico, normalmente uno pretende demostrar una tésis determinada o dar una respuesta a un problema concreto mientras que en un poema o en una novela, lo que uno pretende es representar la vida con todas sus contradicciones. Poner en escena una serie de contradicciones, haciéndolas evidentes y conmovedoreas. Los escritores creativos piden a sus lectores que traten de encontrar una solución; no ofrecen una fórmula precisa (excepto en el caso de los escritores cursis y sentimentales, que lo que pretenden ofrecer son consuelos vulgares).


El manuscrito Voynich es un misterioso libro ilustrado, de contenidos desconocidos, escrito hace unos 500 años por un autor anónimo en un alfabeto no identificado y un idioma incomprensible, el denominado voynichés.

A lo largo de su existencia constatada, el manuscrito ha sido objeto de intensos estudios por numerosos criptógrafos profesionales y aficionados, incluyendo destacados especialistas estadounidenses y británicos en descifrados de la Segunda Guerra Mundial. Ninguno consiguió descifrar una sola palabra. Esta sucesión de fracasos ha convertido al manuscrito en el Santo Grial de la criptografía histórica, pero a la vez ha alimentado la teoría de que el libro no es más que un elaborado engaño, una secuencia de símbolos al azar sin sentido alguno.

Entrada en la wikipedia del Manuscrito Voynich

viernes, 23 de septiembre de 2011

Lecturas transversales de Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco (4/7)

Carola Barbero ha sugerido que un personaje de ficción es "un objeto de orden elevado", es decir, uno de esos objetos que son algo más que la suma de sus propiedades. Un objeto de orden elevado "se supone que depende genéricamente (y no rígidamente) de sus elementos y relaciones constitutivos, significando "genéricamente que necesita de algunos elementos formados de una manera específica para ser el objeto que es, pero que no necesita exactamente esos elementos específicos". Lo que resulta crucial para el reconocimiento del objeto es que mantiene una Gestalt, una relación constante entre sus elementos, aunque esos elementos ya no sean los mismos. (...). Un ejemplo típico de un objeto de orden elevado es una melodía. La sonata para piano número 2 en si bemol menor de Chopin, opus 35, permanecerá reconocible melódicamente aunque se toque con una mandolina. (...).

Sería interesante determinar qué notas pueden quitarse sin destruir la Gestalt musical y cuáles, por el contrario, son esenciales -o "diagnósticas"- para poder identificar la melodía. (...)

Este punto es importante porque el mismo problema existe cuando, en lugar de una melodía, analizamos un personaje de ficción. ¿Madame Bovary seguiría siendo madame Bovary si no se suicidara? Leyendo la novela de Philippe Doumenc [donde se parte de la tésis de que M.Bovary fue asesinada], tenemos sin duda la impresión de que estamos leyendo sobre el mismo personaje que en el libro de Flaubert. Esta ilusión "óptica" se debe al hecho de que Emma Bovary ya aparece muerta al principio de la novela y es mencionada como la mujer que supuestamente se suicidó. La alternativa propuesta por el autor (que fue asesinada) (...), no altera los principales atributos de Emma.

Página 108 y ss del libro Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco

Como veremos, para comprender la mayoría de estilos de música es necesario jerarquizar las notas de la escala en función de su importancia, lo cual a su vez exige intuir qué probabilidades de sonar tiene cada una de ellas. Cuando hay demasiadas notas, nuestro subconsciente es incapaz de recabar y analizar los datos necesarios para establecer esa jerarquía.

Por ese motivo, poseemos una facultad mental para reducir las demandas cognitivas que plantea una gama variada de tonos y tipos tonales. Sin esa facultad, las melodías tocadas en un instrumento desafinado nos resultarían incomprensibles por cuanto las "notas" no se corresponderían con lo que conocemos. Sin embargo, la afinación tiene que ser verdaderamente atroz para que una interpretación resulte incoherente: en cuestión de desafinación, tenemos muchas tragaderas. La razón, en parte, es que nos servimos de otras señales, como el ritmo, para reconocer melodías familiares; pero también que aprendemos por experiencia a asignar todos los tonos a un conjunto reducido de categorías. La gente que fundamentalmente escucha música occidental tiene "compartimentos" mentales con etiquetas metafóricas tales como "segunda mayor" o "tercera mayor". Mucha gente, por supuesto, ni siquiera sabe qué significan eso términos, pero llegan a reconocer las relaciones tonales entre las diversas notas de una escala. Nuestras facultades cognitivas "colocarán" en un determinado compartimento cualquier tono lo bastante cercano al intervalo "ideal" de ese compartimento, de la misma manera que dividimos otra secuencia ininterrumpida como es el espectro cromático en fracciones a las que catalogamos "azul", "rojo", etcétera. No es un problema de hacer oídos sordos a las sutiles diferencias tonales. Si una tercera mayor, pongamos, está ligeramente desafinada, nos damos perfecta cuenta; lo que ocurre es que la clasificamos como tal y no como una nota completamente nueva y desconocida. Nos basta saber cómo "debería" haber sonado.

Este fenómeno se ha demostrado haciendo que unas personas escuchen unos intervalos armónicos que van aumentándose con pequeñas adiciones microtonales; por ejemplo, pasando gradualmente de una tercera menor a una mayor. Los oyentes experimentan el cambio como si fuese repentino, no gradual: lo que en un momento dado se oye como una tercera menor ligeramente sostenida se convierte, en virtud de otro pequeño aumento, en una tercera mayor abemolada. El fenómeno parece ser connatural a nuestra forma de procesar el sonido; la misma transición brusca se observa, por ejemplo, cuando dos sílabas distintas, como "da" y "ba", se manipulan electrónicamente para que una se transforme paulatinamente en la otra. Una analogía visual sería el efecto que producen ilusiones ópticas como el cubo de Necker, que salta de una interpretación a otra sin detenerse en el medio. El cerebro humano no tolera la ambigüedad.

Los músicos, dicho sea de paso, obtienen unos resultados un poco diferentes en esos test de clasificación de notas: identifican con más facilidad las desviaciones de los intervalos respecto de los valores ideales, por la sencilla razón de que la formación musical aumenta la sensibilidad de la gente a los sonidos desafinados. Pero al mismo tiempo parece hacer más acusada la "compartimentación": es más probable que el músico reconozca cuándo un intervalo está desafinado, pero también que coloque en un compartimento o en otro, de manera inequívoca, los tonos cercanos a la línea divisoria.

(...). Como dijo el etnomusicólogo Bruno Nettl, lo que oímos en la música, "está condicionado, no solo por el sonido que realmente se emite, sino también por el sonido al que estamos acostumbrados y esperamos". La afirmación vale no solo para el tono si no también para el ritmo y otras estructuras musicales.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Lecturas transversales de Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco (3/7)

Ahora, quiero dejar claro que no me estoy ocupando aquí de la ontología de los personajes de ficción. Para convertirse en sujeto de la reflexión ontológica, un objeto tiene que ser considerado como existente, más allá de cualquier mente, como es el caso del ángulo recto, que muchos matemáticos y filósofos ven como una especie de entidad platónica, queriendo decir que la afirmación de que "el ángulo recto tiene noventa grados" seguiría siendo cierta si nuestra especie desapareciera, y su verdad la aceptarían tambien los alienígenas del espacio exterior.

En cambio, el hecho de que Ana Karenina se suicidara depende de la competencia cultural de muchos lectores vivos; viene atestiguada por algunos libros, pero sin duda se olvidará si la especie humana y todos los libros desaparecen.

Página 81 y ss del libro Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco

¿A qué llamamos “paradigma de la información”?

Es una noción de conocimiento muy difundida culturalmente. Tiene sus orígenes filosóficos pero lo interesante es que se absorbe en la vida cotidiana, y se manifiesta en nuestros usos del lenguaje cotidianos. De algún modo suponemos que hay “hechos”, que son “objetivos”, más allá de las interpretaciones del sujeto del conocimiento. Ante estos “hechos”, el sujeto es pasivo: ellos “caen” en el sujeto, que es “informado” por los hechos y a su vez “informa” sobre los hechos. O sea que presuponemos que hay muchas ocasiones donde el conocimiento es un sujeto pasivo que recibe “datos” ante los cuales no queda otra que “informarlos objetivamente” o callar o mentir.

Claro, muestro horizonte cultural nos dice, también, que ámbitos de la vida humana donde la interpretación del “sujeto cognoscente” es fundamental: la literatura, el arte, la filosofía, la religión… Pero todo ello supone a su vez que si uno quiere ser “objetivo” entonces debe “poner entre paréntesis” esas “opiniones personales” y, nuevamente, ir a los hechos. Los hechos están dados, sobre todo, por números, cifras (hasta que alguien pregunta “qué es un número”…), “los datos de las ciencias”, los sucesos históricos incuestionables, los acontecimientos cotidianos, políticos y económicos (aquí la comunicación social y el periodismo tienen a la “objetividad” como un deber moral de su profesión)…. Y hasta en humanidades se considera a veces que hay “hechos”: ellos estarían representados por los textos, que “objetivamente señalan lo que un autor dice” más allá de nuestras opiniones sobre el autor, doctrina o lo que fuere…..

Sobre esta noción cultural tan afianzada se ha atrincherado una versión de verdad como correspondencia afirmada sencillamente como “correspondencia con los hechos”.

(...)

Logra conformarse así el siguiente paradigma:
1. Conocimiento es igual a información. Esto es, sujeto que recibe pasivamente los hechos e informa sobre los hechos.
2. La verdad es igual, por ende, a la correspondencia entre el mensaje informado y los hechos.
3. El lenguaje es “especular”: es locutivo: la sintaxis, la semántica y las palabras son un espejo, un reflejo de los “hechos”. La palabra “silla” es un espejo de la silla física.

Este paradigma sufre una crisis con tres “giros” típicos de la filosofía del s. XX: el giro hermenéutico, el giro lingüístico y el giro epistemológico. Los voy a exponer como habitualmente son interpretados.

El giro hermenéutico, que habría comenzado con Heidegger, podría estar representado fundamentalmente con Gadamer y sus “horizontes” desde los cuales pre-comprendemos el mundo. Ya no hay sujeto y objeto sino círculo hermenéutico, un sujeto que proyecta su horizonte desde ese mismo horizonte. Ya no habría objeto en el sentido habitual del término. El título del libro clásico de Gadamer, “Verdad y método”, contrapone el método de las ciencias positivas al conocimiento que se logra por la comprensión del acto de la interpretación. Gadamer es visto muchas veces como fuente de autores post-modernos, aunque él mismo se mantuvo distante de ello, como se puede ver por sus debates con Derrida.

El giro lingüístico, representado sin duda por el segundo Wittgenstein, destruye la concepción especular del lenguaje para sustituirlo con su noción de “juegos de lenguaje”, donde el lenguaje es acción: no “describimos cosas” con el lenguaje sino que “hacemos cosas” con el lenguaje. El lenguaje ya no es copia de un hecho objetivo, sino constitutivo de una forma de vida.

Finalmente, el “giro epistemológico”, representado por Popper y toda la filosofía de la ciencia post-popperiana en adelante (Kuhn, Lakatos, Feyerabend). Este es el que más sorprende, sobre todo porque afecta al núcleo de la creencia cultural todavía vigente de que las ciencias son las que se “salvaron” de la interpretación y la subjetividad humana. Con todas sus diferencias, estos autores aceptan la crítica central que Popper hace al inductivismo ingenuo de sus amigos neopositivistas, inductivismo que consistía en suponer que podía haber “observaciones” que sean “neutras” de nuestras teorías e hipótesis. Popper plantea claramente que las hipótesis preceden a la observación y la guían; que la “base empírica” es interpretada por nuestras hipótesis, y que la metafísica, incluso, ocupa un lugar central en la historia de las ciencias. Popper defendió luego enfáticamente su realismo ante lo que supuestamente sería el relativismo de Kuhn y Feyerabend, pero es obvio que después de él la ciencia ya no consiste en hechos que pasivamente se depositan en un sujeto llamado científico, sino en audaces hipótesis que ese sujeto plantea a priori de sus observaciones empíricas (que de “empíricas” ya tienen poco…..).

(...)

Esto es fundamental, porque la clave [para evitar un escepticismo atrofiante] está precisamente en sustituir la noción de mundo como cosa física por la noción de mundo como mundo de la vida, de la vida humana, inter-subjetivo, co-personal. Mundo es ante todo el conjunto de relaciones intersubjetivas en las cuales y desde las cuales conocemos. Para dar el famoso ejemplo de Schutz, “entendemos” si estamos en una conferencia, una ceremonia religiosa o un juzgado no por la disposición de sillas y escritorios, sino por las relaciones entre las personas que asignan roles, suponiendo una acción humana intencional. Si no tuviéramos in mente esos esquemas cognitivos fruto de nuestras relaciones intersubjetivas no podríamos “comprender” nada, como nos ocurre cuando “vemos” restos físicos de una civilización antigua y “no entendemos lo que vemos”. Lejos de llevar a cualquier relativismo, esto re-constituye la noción de conocimiento, realidad, verdad y certeza. El conocimiento no es entonces la relación de un sujeto pasivo a un dato objetivo, sino “vivir en”, “estar en” un mundo de vida y por ende “entender”: por eso el comprador o vendedor pueden entender lo que es un precio porque en su mundo de vida hay relaciones inter-subjetivas donde “se vive” el intercambio comercial, ya sea en Chichicastenango o Nueva Cork. La relación es “persona-mundo” y no “sujeto-objeto”. La realidad es ese mundo de la vida: es “real” que estoy comprando tal cosa, o escribiendo este artículo, o que el rector de la universidad me pide algo, etc. A partir de allí es que puedo “ver” a las realidades físicas como reales, cuando están insertas en un mundo de vida que les da “sentido”, en sus usos inter-subjetivos cotidianos: es real que el agua “sirve para beber y bañarnos”; y qué sea el agua sin ese mundo de vida, es algo humanamente incognoscible. La verdad, a su vez, ya no es la “adecuación con” un mundo externo, sino que, dado que “estoy en” un mundo de la vida (del cual no soy “externo”) puedo expresarlo sin mentir: la verdad es la expresión de un mundo de vida habitado. Y de esa expresión (ejemplo: “estoy en una reunión”) puedo tener “certeza” precisamente porque habito ese mundo.

[Y ahora,] Desde la fenomenología del mundo de la vida de Husserl, los tres “giros” aludidos no tienen sentido relativista.

La hermenéutica, el acto de interpretación, ya no es –como habitualmente se la entiende- “algo sobre algo”: la opinión adicional de un sujeto sobre un objeto (que puede ser un texto, una cosa física, una situación social). Interpretar ya no es la opinión sobre “el hecho” de que Adam Smith sea el autor de La Riqueza de las Naciones: interpretar es conocer, vivir en. La interpretación es, directamente, conocimiento como habitar, estar en, vivir en, ser en. Por ende entender que Adam Smith sea el autor de “La Riqueza de las Naciones” es ya interpretar, porque para entenderlo debemos “vivir en” un mundo de vida tal que nos haga ello comprensible. Los horizontes de Gadamer son los mismos mundos de la vida de Husserl, con un énfasis en su historicidad intrínseca.

Y por ende es obvio que el lenguaje no es copia de un mundo físico externo, sino un aspecto concomitante de un mundo de vida co-personal y por ende intrínsecamente hablado. Con nuestra acción humana vamos conformando los mundo de la vida, y parte de ello es el lenguaje como acción (...). No tiene nada de “idealista” que decir o no decir “buenos días” implique una diferencia en el mundo de vida que habito; y lo que suponemos “información” (acto “locutivo” del lenguaje), como por ejemplo “el baño está al fondo a la derecha” implica la decisión, la acción humana de suponer que ese aspecto de la realidad es relevante y que el otro tiene la expectativa de compartir esa misma relevancia. Los juegos del lenguaje de Wittgenstein son la expresión lingüística de los mundos de la vida de Husserl.

Finalmente, las hipótesis, los “paradigmas” científicos forman parte de los horizontes de los diversos mundos de la vida que habitamos. “Suponemos” que un cuerpo se cae por la gravedad con la misma naturalidad que el habitante del mundo de vida medieval suponía, con todo sentido, que un cuerpo cae porque tiende a su lugar natural, que es el centro de la Tierra. Newton en un caso, Ptolomeo en el otro: teorías, discursos, relatos que forman parte de los supuestos de nuestro mundo de la vida. Y que supongamos que Newton “es verdad” porque sirva para entender y calcular trayectorias (desde piedras hasta naves espaciales) es tan natural como al marino medieval le era natural suponer la verdad de Ptolomeo porque le servía para guiarse por sus viajes en el océano. Que tengamos razones filosóficas para suponer a Newton más cerca de la verdad que Ptolomeo no le quita a uno u otro su carácter esencialmente humano en cuanto a hipótesis interpretativas del mundo físico.

Página 27 del libro Conocimiento versus información, de Gabriel J. Zanotti (Y aquí el artículo entero luego recopilado en el libro)

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Lecturas transversales de Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco (2/7)

Un texto es una máquina perezosa que desea implicar a los lectores en su trabajo, es decir, es un artilugio concebido para provocar interpretaciones (...). A la hora de interpretar un texto, es irrelevante preguntar al autor. Al mismo tiempo, el lector o la lectora no pueden ofrecer una interpretación cualquiera según su antojo, sino que tienen que asegurarse de que el texto, de algún modo, no solamente legitima una lectura determinada, sino que también la incita.

(...)

(...), [y] siempre es posible ver que una interpretación determinada es descaradamente falsa, alocada o descabellada.

Algunas teorías contemporáneas de la crítica dicen que la única lectura fiable de un texto es una interpretación errónea, y que un texto solo existe en virtud de la cadena de respuestas que suscita. Pero esa cadena de respuestas representa los usos infinitos que podemos hacer de un texto (podríamos, por ejemplo, usar una Biblia en lugar de un leño en nuestra chimenea), no el conjunto de interpretaciones que dependen de una serie de conjeturas aceptables sobre la interpretación de ese texto.

¿Cómo se puede demostrar que una conjetura sobre la intención de un texto es aceptable? La única manera de hacerlo es cotejarla con el texto contemplado como un conjunto coherente. Esa idea es vieja, y procede de San Agustín (De doctrina christiana): cualquier interpretación de un texto es aceptable si se ve confirmada por otro fragmento del mismo texto (y debe rechazarse si ese otro fragmento la desafía). En este sentido, la coherencia textual interna controla unos impulsos del lector que de otro modo serían incontrolables.

Página 42 y ss del libro Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco

El segundo dogma neoempirista atacado por Quine es la suposición de que cada enunciado, considerado aisladamente respecto de sus compañeros, pueda ser en absoluto confirmado o desconfirmado. Mi contrasugerencia...es que nuestros enunciados sobre el mundo externo no comparecen ante el tribunal de la experiencia sensible individualmente, sino sólo en corporación.

La crítica de este segundo dogma es más brillante que la del primero, aunque su argumento original básico no es original de Quine, sino de Duhem, quien expuso a principios del siglo XX la tesis holista -palabra procedente del vocablo griego hólos ('todo'), a la que podemos considerar sinónima de "totalizadora" o "globalizadora"-, según la cuál no hay experimento crucial que enfrente una sola proposición física con la realidad pues esa proposición presupone muchas otras.



[De acuerdo con esta tesis] dada la suficiente imaginación, cualquier teoría (consistente en una o un conjunto finito de proposiciones) puede ser salvada permanentemente de "refutación" por medio de algún ajuste adecuado en el contexto del conocimiento que la contiene.

Lakatos en The Methodology of Scientific Research Programmes, London: Cambridge University Press

Lecturas transversales de Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco (1/7)

Las restricciones son fundamentales en cualquier contenido artístico. Un pintor que decide usar óleos y no témpera, un lienzo y no un muro; un compositor que opta por una clave determinada, un poeta que elige usar pareados, o endecasílabos en lugar de alejandrinos: todo eso conforma un sistema de restricciones. También ocurre con los artistas de vanguardia, que parecen eludir restricciones; ellos simplemente fijan otras, que pasan inadvertidas.


Entendámonos sobre esta palabra, fantasía. No tomamos el término en su acepción de una forma musical determinada, sino en el sentido que supone un abandono a los caprichos de la imaginación. Lo cual supone, además, que la voluntad del autor está voluntariamente paralizada. Porque la imaginación no solamente es la madre del capricho, sino también la sirvienta y la proveedora de la voluntad creadora.

La función del creador es pasar por el tamiz los elementos que recibe, porque es necesario que la actividad humana se imponga a sí mismo límites. Cuanto más vigilado se halla el arte, más limitado y trabajado, más libre es.

Por lo que a mi se refiere, siento una especie de terror cuando, al ponerme a trabajar, ante la infinidad de posibilidades que se me ofrecen, tengo la sensación de que todo me está permitido. Si todo me está permitido, lo mejor y lo peor; si ninguna resistencia se me ofrece, todo esfuerzo es inconcebible; no puedo apoyarme en nada y toda empresea, desde entonces, es vana.

Página 65 del libro Poética musical, de Igor Stravinsky

lunes, 19 de septiembre de 2011

La racionalidad subyacente de American Pie

Estimado Economista Camuflado:

Estudio Económicas. Los examinadores puntúan de acuerdo con una curva, dando la nota más alta al mejor diez por ciento de los estudiantes, la siguiente mejor nota al veinte por ciento, etcétera. Si pudiéramos ponernos de acuerdo para flojear en los resultados simultáneamente, podríamos conseguir las mismas notas que si hubiéramos trabajado con ganas. Pero organizarlo no resulta tan fácil de hacer como de decir. ¿Puedes hacer alguna sugerencia?

Andrew Spencer, "Cantorbridge" College


Estimado Andrew:

Obviamente, tú ya estás flojeando, de otra manera, recordarías lo que la teoría del cártel enseña sobre la connivencia tácita. Permíteme que te lo recuerde.

En equilibrio, cada estudiante trabaja más o menos duramente y las notas dependen del talento y las ganas de trabajar. A todos os gustaría trabajar menos y sacar las mismas notas con menos esfuerzo. Sin embargo, eso no es un equilibrio porque cada estudiante tiene una motivación para empollar un poco en secreto y asegurarse una calificación alta sin demasiado esfuerzo.

Para que el acuerdo se mantenga, tienes que incrementar las compensaciones por flojear (organizar eventos con cerveza barata), reducir los beneficios del trabajo duro (obligar a la gente a compartir descubrimientos, empezar una rotación de conferencias de manera que puedan pasarse notas y formar grupos de repaso para disuadir el estudio individual) y castigar a los empollones.

El castigo es importante. Convierte a los empollones en parias sociales; cada vez que pilles a alguien estudiando, organiza periodos de trabajo intenso, en los que todos sufren al tiempo que sus calificaciones relativas no van a ninguna parte, pero su esfuerzo absoluto aumenta. Tales tácticas funcionan mejor si podéis observaros los unos a los otros: la evaluación continuada significa que puedes identificar pronto a los empollones y tomar cartas en el asunto para que desistan de su celo. Cerveza barata, intercambio de nota y acoso a estudiantes aplicados no deberían serte ajenos: parece que funcionan en las demás universidades.

Un saludo prerezoso, el Economista Camuflado




Estimado Economista Camuflado:

Soy profesor de economía en una prestigiosa universidad. Por norma, se califica a los estudiantes respecto a unos de otros y no respecto de un estándar absoluto. El problema es el siguiente: sospecho que pueden estar intentando bajar el nivel de manera simultánea con el fin de disfrutar de las mismas notas sin demasiado trabajo. Abrigué aún más sospechas al leer la columna de "Estimado Economista" de la semana pasada, que al parecer era una consulta de los susodichos estudiantes. ¿Qué debería hacer?

Profesor X, "Cantorbridge" College


Estimado profesor X:

Lo más probable es que se socave cualquier intento de organizar un "cártel de gandules", ya que cada estudiante tendrá un incentivo para trabajar un poco más y conseguir notas altas por un poco más esfuerzo. Las medidas preventivas que tome deben incrementar los beneficios del trabajo duro y hacer el castigo más difícil.

Empiece por negarse a dar a sus estudiantes notas provisionales o comentarios constructivos. Eso les hará más difícil la identificación de aquellos a los que les está yendo bien. En sus clases omita información importante fácilmente asimilable y cerciórese de que, en cambio, sea accesible en oscuros libros de texto que puedan leerse a escondidas. Haga las listas de lectura desmesuradamente largas, de manera que les sea difícil a los estudiantes averiguar quién está leyendo qué.

Finalmente, asegúreses de examinar a sus estudiantes con una única serie de titánicos exámenes y no mediante evaluación continuada. A sus gandules les resultará muy difícil controlar quién está traicionando el cártel trabajando duramente, y para cuando lo averigüen el curso habrá terminado y será demasiado tarde.

Si usted, profesor de Economía, no puede burlar a un cártel de estudiantes, poco podrán aprender de usted de todos modos.

Un saludo con espíritu educativo, el Economista Camuflado

martes, 13 de septiembre de 2011

Instrucciones para crear un alma (2/2)

El relato ayer descrito es la especulativa descripción de un alma. Más precisamente: la reseña de su fabricación. La joya es el alma de la persona digitalizada. En un momento dado, de hecho, el autor, Greg Egan, amaga una autocrítica: su perspectiva es una suerte de cartesianismo contemporizado: pongáse software donde res cogitans, póngase hardware donde res extensa. Pero eso sí, en la misma siguiente línea rechazará por irrelevante dicho argumento.

No obstante, y a pesar del rigor científico del relato, sigo descreyendo, aún descreo de la posibilidad de una entidad volitiva desgajada de una corporeidad específica a su vez mediatizada en un ambiente concreto: formamos parte dinámica de un todo indisoluble difícilmente, muy difícilmente escindible.

Se me ocurren varias pero parecidas objeciones. Para empezar: la ineludible firma de la materia en la cuál están inscritas nuestras actividades neuronales. En la propia historia se comenta que, la idea de dejar desconectado pero vivo al cerebro de una persona durante una semana, no es casual pues se posibilita de este modo la reversibilidad de una posible comandancia errónea por parte de la joya: en esa semana se verá si la persona es o no es la misma, en esa semana si el resultado es negativo, entonces cabría aún la posibilidad de reenchufar el cerebro.

Se puede preguntar uno, en consecuencia, por qué no mantener esa reversibilidad toda la vida neurobiológica restante. Basicamente porque el cerebro se degrada, las neuronas desfallecen y basta un milmillenésimo retardo en una conexión sináptica y aparecerá una divergencia conductual. Es evidente también que la joya no puede degradarse pues precisamente tal peculiaridad es lo que la hace más atractiva, ergo, sólo se puede mantener vivo el cerebro una semana más, una semana más que es el tiempo exacto y calculado para que un cerebro cambie perceptivamente, una semana más que es el tiempo máximo capaz de camuflarse la diferencia entre una máquina precisa e infalible y una masa cerebral marchita e inexacta.

Argumenta Egan entonces, y argumenta con razonable convicción, que la tasa de error en la réplica puede reducirse infinitesimalmente, puede reducirse en un caso analogable, aventuro yo, al de la traducción. Es cierto que, sin ir más lejos, la materialidad semiótica en donde se laboró Guerra y Paz: el ruso, es radicalmente distinta a la del español, pero bien puede traducirse dicha obra de una forma tal que no quepa hacer distingos entre la experiencia lectora de un lector ruso y uno hispanohablante, aunque bueno, no quepa hacer distingos entre ambos siempre en base a la agudeza perceptiva de los distintos lectores y eso sin olvidar que, en última instancia, se quiera o no, se acepte o no, Guerra y Paz no está meramente codificada en ruso: es una obra rusa.

En la misma línea imaginativa, un lector contemporáneo podrá constatar la dificultad intrínseca que aún en nuestro propio idioma tiene para nuestra propia época la lectura de una obra antigua como pongamos el Quijote. Y eso por no hablar del más antiguo poema del mío Cid. Hay una transición gradual pero irreversible entre el castellano medievo y el moderno español al punto de que, echando uno la vista para atrás, llega un momento en que el idioma, nuestro idioma, nuestro propio idioma incluso, nos resulta extraño, parece enajenado, ya incomprensible: cambió definitivamente como una cara al paso de los años y sólo habiéndose notado la diferencia si hubo largos intervalos de tiempo entre una visión y otra. Y si bien es cierto que podríamos decidir con cuál de todas nuestras caras quedarnos: más que nada por criterios estéticos, se me hace imposible hallar una fundamentación razonable, una fundamentación indiscutible, una fundamentación que dilucide si mejor nuestro yo veinteañero, nuestro yo juvenil o bien nuestro yo treintañero, nuestro yo infantil. Y además si la memoria nos es selectiva, además si la memoria nos niega fiabilidad, nos niega veracidad en el recuerdo: desconoceremos absolutamente cómo verdaderamente fuimos y lo desconoceremos más allá de un par de vívidas anécdotas.

La elección de nuestro yo a perdurar, a replicar inmortalizado por la joya, sería arbitraria, sería tan arbitraria como decidir si el castellano de Cervantes es más castellano que el nuestro. Y sí, escoger los treinta como límite de la debacle cerebral es una opción fisiológicamente válida pero nos esquilma edades cuyo valor identitario nos es fatalmente desconocido: estamos en la falacia del cristal roto.

Debate escolástico éste. Con su genealogía bien delineada, eso sí, y hablo, claro, hablo de la paradoja de Teseo. O hablo del río de Heráclito.

No es extraño esta indecisión: nuestro cerebro apenas es un ecosistema donde si asociásemos determinadas respuestas conductuales a determinados patrones sinápticos, tendríamos que adjudicar, a esas rutas neuroquímicas holladas en el cerebro, los mismos conceptos filosóficos que nos descubrió para siempre el darwinismo: pensamiento poblacional: no existen especies en el sentido arquetípico que presuponen las taxonomías, por el contrario, éstas son hallazgos nominales: todo igualdad es inventada, toda igualdad es un parecido de familia bautizado demasiado lejos, todo porque las salidas genéticas que la selección natural encontró a la laberíntica presión mediambiental, apenas son hallazgos azarosos que van rehaciéndose como huellas en la arena al volverse a pisar y en consecuencia, la copia exacta no existe y toda solución es una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada causa olvidada.

Pienso: ¿y si la creación de un alma está tan condenada al fracaso como resumir en una foto una fílmica sucesión de fotogramas?

Y todo porque, imprevisible letanía de errores, no seríamos colección inmutable de gestos y acciones concretas sino cadena de sucesos biológicamente hilvanada

Y todo porque en definitiva somos: una singular historia.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Instrucciones para crear un alma (1/2)

Me pasma leer que esa peli pudiera abordar el interrogante de qué es ser humano (ahí es nada). Yo no veo dónde lo hace, no veo de qué modo, es más, no veo en qué sentido esa búsqueda intelectual tiene cabida -y en base a qué privilegio- en las hechuras de la ficción y no en la más polifónica institución de la ciencia -como el sentido común demanda y la historia real demuestra-.

(Si me permites el eslogan, te diré cómo para mi el arte narrativo logra perdurabilidad cuando instruye nuestras tácitas modalidades preconscientes perceptivas (pienso en Kafka, sin ir más lejos, quien enseña a detectar las sobreentendidas telarañas de coacción desplegadas desde instituciones sociales como la familia o el matrimonio)- En esto, como digo, la narración ficticia es efectiva, más, mucho más que cuando pretende segregar un concreto conocimiento instructivo a modo de parábola cuando, en realidad, éste tiene mejor despliegue desde una institución como la ciencia -o la filosofía- que lee genealógica y empíricamente de forma explícita. Es decir y por concretar, no es posible polemizar con rigor y originalmente sobre, pongamos, el libre albedrío y hacerlo, además, desoyendo a Platón o la empiria atesorada por la neurociencia. Si acaso, se puede, de hecho se hace, sobre todo ciencia ficción mediante; expandir un experimento mental al punto de resultar filósofo fértil aunque -como ya diré líneas abajo- de una intelecto emotividad distante.)

Pero -aclarando esto- si en serio quisiera consumir una ficción cuya lectura alumbre de veras el misterioso interrogante de qué es un ser humano, mejor dicho, o más interesantemente, qué es el alma; posiblemente nada mejor que regustar un relato de Greg Egan -pura ciencia ficción dura- integrado en el libro Axiomático y titulado Aprendiendo a ser yo.

El propio protagonista nos relata en este cuento (ni que decir tiene, ambientado en un futuro) cómo existen ciertas -se les llama- joyas cuya naturaleza cometido queda cifrada en:
Arañas microscópicas [que] habían tejido una fínisima red dorada por todo mi cerebro, de forma que el entrenador de la joya pudiese escuchar los susurros de mi pensamiento. La joya en sí fisgoneaba en mis sentidos y leía los mensajes químicos que portaba mi flujo sanguíneo; veía, oía, olía, gustaba y sentía el mundo exactamente igual que un yo, mientras el entrenador examinaba los pensamientos de la joya y los comparaba con los míos. Cuando los pensamientos de la joya eran incorrectos, el entrenador -a mayor velocidad que el pensamiento- rehacía ligeramente la joya, alterándola por aquí y por allá, buscando los cambios que corrigiesen sus pensamientos.
Y el artefacto, como se puede deducir, tiene objetivos inmortalizadores:
(...) la mayoría de la gente cambiaba al cumplir los treinta. Para entonces, el cerebro orgánico va cuesta abajo, y sería una estupidez hacer que la joya imitase ese declive. Por tanto, rehacen el sistema nervioso; pasan las riendas del cuerpo a la joya y se desactiva al entrenador. Durante una semana [¿Por qué una semana? Luego se verá], los impulsos de salida del cerebro se comparan con los de la joya, pero a esas alturas la joya es una copia perfecta y jamás se detectan diferencias.

Se retira el cerebro, se elimina, y se le reemplaza con un tejido esponjoso, con forma de cerebro hasta el nivel de los capilares más pequeños, pero tan incapaz de pensar como un pulmón o un riñón. Ese cerebro de pega retira de la sangre exactamente la misma cantidad de oxígeno y glucosa que el cerebro real, y realiza con fidelidad cierto conjunto de funciones bioquímicas toscas y esenciales. Con el tiempo, al igual que la carne, perecerá y será preciso reemplazarlo.

La joya, sin embargo, es inmortal. A menos que caiga en una explosión nuclear, sobrevivirá mil millones de años.
Hasta aquí, como se aprecia, la fascinante premisa de partida. Acto seguido, como se verá, la narración -y como ya es característico en Egan- adquiere tonalidades lovercraftianas en su horror metafísico y como en mi parecer, ninguna narración bien laborada desmerece mortalmente luego de liberarse su argumento, paso a continuación a esbozar el relato restante.

Obviando flecos contextualizantes en la onda de sectas ultracatólicas, polémicas antijoyas y etcétera (el autor como desagrietado cientificista, hace previsibles objeto y tono de algunas de sus críticas -honestamente); pasaré a comentar el nudo que comienza, súbitamente, con una anulación de la voluntad sobrevenida al protagonista, esto es, sin previo aviso el narrador empieza a ver cómo su cuerpo se mueve autónomamente principiando una vida normal de la que él en nada puede llegar a intervenir para poder recomandarla. Deduce, en consecuencia, que el entrenador de la joya, por algún extraño error, se ha hecho con el control del cuerpo. Momento de terror lovercraftiano, como ya te dije.

A un tiempo, sin embargo, quiere el destino agraciarle con una adecuada vuelta de tuerca, pues su insólito yo, impulsado por la complicidad alertargante de una nueva compañera vital; es conminado a hacerse con ella -como si de una suerte de matrimonio cibernético se tratara- la conversión de cerebro biológico a cerebro cibertrónico. Momento propicio, pues, para hacer ver a los médicos su pérdida de volición. Momento perfecto, sí, para recuperar su independizado cuerpo.

Antes del final, una revelación -ni que decir tiene- sorprendente, esto es, el yo narrador es la joya y esto, al parecer, sucede a veces, por pura estadística -pero se callará para no cercenar el negocio-, es decir, sucede que la joya, por error, se hace con el control absoluto del cerebro comandando así el cuerpo desde un primer momento y convirtiendo a su huésped en un replicante cibernético obviamente no humano. A resultas de ello, el desenchufe del cerebro, es el desenchufe de un yo que nunca habrá tenido cuerpo, nunca habrá tenido voluntad alguna y es más, lo que quedará, lo que siempre había quedado, es una seudoréplica electrónica de un ser humano a la postre no vivido, desde un principio asesinado. ¿Tiene derecho a la vida la joya?

El relato, como se ve, como al menos he querido hacer ver; es harto estimulante siquiera en términos neurofilosóficos. Acepta incluso variaciones igualmente fértiles. Podríamos imaginarnos, como ejemplo, que el proceso de instauración instrucción jurisdicción de la joya es simultáneo, esto quiere decir, se coloca la joya, se deja que aprenda, se llega a un largo pero finiquitable momento, y ésta automáticamente se hace con el control del cuerpo. Quitemos la semana de prueba, se entiende, y dejemos, eso sí, que la joya de vez en cuando se pruebe en su gerencia para así conseguir par de cosas, por lo pronto, primeramente, así se perciba razonablemente los cambios de conducta por ende los fallos de la joya -de haberlos, claro-, y segundamente, se enseñe activamente a la joya a comportarse como si de veras fuera el yo anfitrión, por tanto, réplica exacta del alma simulada.

Sucedería entonces, como se intuye, que las imperceptibles injerencias proactivas de la joya, sólo se tomarían como erróneas siempre que sobrepasarán una tácita frontera difusa de normalidad y pudiera ser, en consecuencia, que tic tolerados como normales, no fueran sino infundados entrometimientos espontáneos de la joya que son, eso sí, injustificadamente asumidos como normales.

En este caso, ¿dónde empieza el yo auténtico?, ¿dónde la joya replica?, ¿dónde inventa?

Salgamos ahora de la ciencia ficción y preguntémonos cuántas veces nos habremos visto -sin quererlo- repitiendo los mismos gestos que nuestro padre o replicando los mismos tics de nuestra madre.

En este caso, ¿dónde empieza nuestro yo auténtico?, ¿dónde el legado genético replica?, ¿dónde inventa?


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miércoles, 7 de septiembre de 2011

Algunos comentarios sobre música popular

Ahora, cuando compongo para el piano (porque cuando escribo para otros instrumentos mi método es totalmente diferente), más que improvisar lo que hago es partir de cierta idea, de cualquier imagen y de las resonancias acústicas que inevitablemente la modifican. Coloco los diez dedos sobre el teclado e imagino la música. Mis dedos reproducen la imagen mental a medida que me apoyo en las teclas, pero es una reproducción inexacta: hay una retroacción entre la concepción musical y la ejecución táctil y motriz, una suerte de bucle por el que la música empieza a existir, a partir de las modificaciones que el medio va imponiéndole al pensamiento. Si esto es improvisación, no lo sé. Quizá tenga en común con los músicos de jazz ese placer por sentir la resistencia de las teclas a la yema de los dedos, esa especie de contacto sensual con el instrumento y esa escucha de lo que el instrumento tiene para decir

(...)

[El Jazz es] Una púber demasiado bella [En referencia a la afirmación de Boulez de que el Jazz es una música púber]. Todo lo que me interesa en la música está en el jazz; elegancia, riqueza y humildad. Es extraño pero uno puede encontrar que ésas son las cosas que sostienen a cualquier clase de música, más allá del género al que pertenezca.

György Ligeti, en el Suplemento RADAR - Página 12 (29 de Septiembre de 1998)


Todos los músicos del pasado, comenzando con la Edad Media, estaban interesados en la música popular. (...) La música de Béla Bartók se hace enteramente con fuentes de música tradicional húngara. E Igor Stravinsky, aunque mintió acerca de ello, utilizó toda clase de fuentes rusas para sus primeros ballets. La gran obra maestra Dreigroschenoper, de Kurt Weill, utiliza el estilo del cabaret de la república de Weimar y por eso es una obra maestra. Arnold Schoenberg y sus seguidores (...) crearon un muro artificial, que nunca existió antes. En mi generación tiramos el muro abajo y ahora estamos de nuevo en una situación normal, por ejemplo, si Brian Eno o David Bowie recurren a mí, y si músicos populares remezclan mi música, como The Orb o DJ Spooky, es una buena cosa. Esto es un proceder histórico habitual, normal, natural.

Steve Reich, De una entrevista con Jakob Buhre. Steve Reich: We tore the wall down, Planet Interview (14 de agosto de 2000)


Una distinción más útil que la de música clásica y música rock sería la de música transcrita y música no transcrita.

Steve Reich, citado en Guardian review (27 de junio de 2009)


- ¿Te ves convertido en un compositor clásico a tiempo completo eventualmente [ahora que has compuesto una banda sonora, Norwegian Wood]?

- Es un pensamiento tentador. La música popular definitivamente tiene limitaciones. He aprendido que no hay una grabación perfecta, sin importar cuánto tiempo le dediques. La experiencia es más importante que el sonido. Tienes que estar en el mismo cuarto con otros músicos. Estar involucrado con música clásica es adictivo, definitivamente si has pasado un un año en el estudio trabajando con samples o guitarras. Es una lástima que la música clásica sea tan difícil y que yo no tenga el conocimiento teórico suficiente.

- ¿Acaso no hay muchos músicos pop orgullosos de no tener formación clásica?

- Cierto, pero con frecuencia resultan ser los menos interesantes. No creo en los idiotas sabihondos, o el cliché que los músicos sin formación hacen mejores cosas porque no están atiborrados de técnica. Mientras más sabes, más te puedes olvidar y más libre puedes ser. Las lecciones de melodía y armonía que he tomado me han ayudado bastante.

Jonny Greenwood (Radiohead), De una entrevista en el magazine Focus Knack (Bélgica) (Mayo de 2011)

martes, 6 de septiembre de 2011

Neoanimismo

El teórico musical Freud Maus sostiene que la tendencia a "animar" y personificar la experiencia es un rasgo inevitable de la mente humana: interpretamos los acontecimientos atribuyéndolos a agentes imaginarios que albergan intenciones concretas. Ese impulso lo demostraron en la década de 1940 los psicólogos Fritz Heider y Mary-Ann Simmel con una película de animación en la que figuras abstractas -círculos y triángulos- de diversos colores se movían por la pantalla interactuando de manera compleja. Cuando los psicólogos pidieron a los sujetos del experimento que describiesen lo que veían, muchos relataron intrincadas historias con diversas personalidades: dos figuras estaban enamoradas, otra trataba de secuestrar a una de ellas, etcétera. Y no sólo veían connotaciones narrativas en esos movimientos, sino también emociones. Según Fred Lerdahl, lo mismo ocurre, con la música: las aparentes relaciones y repulsiones entre notas, las melodías y ritmos también pueden contemplarse en términos antropomórficos. Los oyentes introducimos los personajes en la música.


Como en Babilonia también todo parece dictado por el Sistema, que algunos llaman el Capitalismo. En realidad, no sabemos bien si sigue existiendo o desapareció; ni si lo que tenemos son las consecuencias de un Sistema puesto a punto en el siglo XIX y que funciona por inercia pero que en realidad ha cambiado con la acción de los gobiernos, del Estado de bienestar, de la ONU, de individuos concretos como Soros y otros que tienen capacidad para quebrantar y hundir, aunque sea momentáneamente, el buen funcionamiento del Sistema. En el caso de que siga existiendo, no sabemos si el Sistema perdurará hasta el fin de la historia, que ya ha llegado al decir de un tal Fukuyama. También podría ser que el Sistema -como la Compañía- fuera omnipresente pero sólo a efectos de cosas insignificantes (los salarios, el ocio, los muebles, el coche), mientras que lo ensencial le escapara (el pensamiento, la voluntad, la libertad para decidir personalmente); o que también esto le dependa. En incluso algunos se atreven a decir que en realidad el Sistema no existe, que fue un invento de un tal Marx que vivió hace ya más de un siglo y que en realidad son otros principios aún por descubrir los que realmente gobiernan la economía y la vida de los hombres.

domingo, 4 de septiembre de 2011

El instinto musical, de Philip Ball (Coda)

A continuación cito enteramente la coda con la que se cierra el libro El instinto musical, de Philip Ball:

Espero que nadie haya leído este libro sin escuchar algo de música sobre la marcha. Yo, desde luego, no podría haberlo escrito sin haber hecho otro tanto, y no solo por necesidades documentales. Una de las observaciones más acertadas que he oído sobre la cognición musical la formuló John Sloboda en su libro Exploring the Musical Mind (Explorando la mente musical): "Todo científico que se dedique a estudiar la música tiene el deber de mantener vivo su amor por ella". Cuando uno se las ve y se las desea para leer según qué tratados de musicología o neurología, no puede por menos que preguntarse si el precepto de Sloboda no se pasará por alto de vez en cuando. El problema de la música -y su bendición- es que, como ocurre con los buenos trucos de magia, el hecho de conocer sus mecanismos no impide que la experiencia en sí resulte asombrosa. No podemos evitar la sospecha de que lo milagroso interviene por alguna parte.

En cualquier caso, ni yo ni nadie puede pretender abrir la caja de trucos de la música, mostrar exhaustiva y perfectamente cómo "esto" da lugar a "aquello". A estas alturas, el lector seguramente se preguntará cuánto es lo que aún nos queda por entender la música, y si esa manera de "entenderla" no tendrá sus limitaciones. Pero también espero que tenga claro que la música no ees una simple caja negra en la que se introducen notas y de la que salen sonrisas y lágrimas.

¿Qué hemos aprendido, pues?

En primer lugar, que la música se elabora en la mente. La transformación de sonidos complejos en música comprensible y coherente es una tarea ardua y complicada, para la que el cerebro humano, sin embargo, está intrínsecamente preparado por el mero hecho de vivir en el mundo. Tenemos una tendencia natural a buscar pautas recurrentes, a seguir pistas y a descifrar datos sensoriales, y también comunicar y contar historias. En el terreno auditivo, esas habilidades nos convierten inevitablemente en seres dotados para la música.

Así y todo, son habilidades que han de aprenderse. Desde el momento en que venimos al mundo -en realidad, desde algo antes- asimilamos y generalizamos la información que recibimos del entorno. Elaboramos mapas mentales de las relaciones entre los estímulos. Aprendemos a prever lo más o menos probable y lo usamos para formular predicciones y crearnos expectativas; en el caso de la música, en materia de notas, secuencias melódicas, armonías, ritmos, timbres. Cotejamos esos pronósticos con la realidad y, cuando los vemos confirmados, nos congratulamos y nos recompensamos. También aprendemos a disfrutar de placeres intensificados mediante la gratificación diferida y el suspense. Y hay algo más, algo que por el momento apenas se comprende y ni siquiera se aprecia: una especie de deleite en la complejidad de la experiencia auditiva, en la textura y cualidad sonoras, en la caricia del sentido del oído. Ese deleite no necesariamente produce una emoción pero hace que seamos más sensibles a la expresión y estemos más dispuestos a conmovernos.

Los músicos y compositores intuyen esas características humanas y buscan la manera de jugar con ellas. Nos dan pistas tanto para aumentar la tensión como para facilitar la cognición; en pocas palabras, nos ayudan a escuchar. Y cuando no lo hacen, su música se intelectualiza, se vuelve demasiado matemática, se queda marginada. Pero ni siquiera en esos casos resulta sencillo desconcertar por completo a nuestro sentido musical: somos capaces de encontrar estímulos atractivos en los lugares más insólitos, a veces incluso en contra de las intenciones del compositor.

Con todo, lo que infunde vida a las fórmulas es la labor del intérprete. Determinadas secuencias de notas son más efectivas que otras, pero el buen intérprete sabe como reorganizarlas, alterarlas y expresarlas para convertir una buena canción en una experiencia sobrecogedora. Esa aptitud es difícil de enseñar, pero no imposible: no se trata de un don misterioso, sino de una habilidad que exige una compresión profunda del modus operandi de la música.

La música es una actividad en la que participa todo el cerebro. Requiere lógica y razón, y también instintos "viscerales". Conlleva procesos mecánicos e inconscientes para clasificar alturas, ritmos y metros, y también el concurso de las zonas que regulan el lenguaje y el movimiento. Aunque algunas de esas funciones mejoran con la enseñanza, lo cierto es que cualquier persona, a menos que padezca transtornos fisiológicos, las posee. Y todo el mundo las adquiere en mayor o menor medida. Hay individuos, qué duda cabe, dotados de un sensibilidad musical exquisita, bien porque la han cultivado o porque nacieron con ella; y muchas personas han perfeccionado su técnica interpretativa a niveles asombrosos. Demos las gracias por ello. Pero casi todo el mundo tiene aptitudes para la música. Como dice John Blacking, citando el informe sobre el "apoyo a las artes" que en 1976 elaboró Lor Redcliffe-Maud para la Fundación Calouste Gulbenkian:
La necesidad de inculcar en los pedagogos "la convicción de que el arte no es un añadido prescindible sino algo tan importante para la sociedad como la lectura, la escritura o la aritmética" no resultará convicente mientras sigamos profesando la idea elitista y agorera de que el talento artístico es [como desafortunadamente declara el informe Redcliffe-Maude] un "raro don".
Y sí, efectivamente, la música es útil en términos intelectuales: es "buena" para el cerebro. Pero esos es una consecuencia afortunada, no una justificación. Al fin y al cabo, la música también es buena para el cuerpo y para la cultura. En resumidas cuentas, como dijo Nietzsche, es "algo por lo que merece la pena vivir en la tierra".

No deberíamos olvidar nunca que la música se enmarca en un contexto social. Si todos los estudios de cognición musical tienden a dar la impresión de que tiene lugar en un vacío exento de valores, ese peligro se agudiza particularmente cuando abordamos la cuestión del significado. En la década de 1960, el psicólogo estadounidense James Jerome Gibson, especialista en percepción, sostenía que el contexto cultural influye en el proceso perceptivo; es decir, que no es que primero oigamos la música y después la interpretamos dentro de un contexto, sino que el contexto determina parcialmente lo que oímos. He ahí uno de los peligros de los estudios transculturales de cognición musical, a saber: que tienden a dar por hecho que si diversas personas escuchan la misma música, simplemente harán interpretaciones diferentes de los mismos sonidos. Eso no quiere decir, sin embargo, que la música de otras culturas tenga que ser un misterio. Lo normal es que nuestra mente pueda sacarle algún partido, aunque probablemente sea en los términos de nuestra propia cultura, salvo que hagamos un esfuerzo considerable por superarlos.

Según el crítico musical David Stubbs, mucha gente sufre tal "melofobia", o miedo a la música, que son incapaces de aceptar la modernidad de un Stockhausen aunque acepten la modernidad de un Mark Rothko. La tesis tiene su parte de razón, aunque una de las ventajas de la posmodernidad es la erosión de las barreras que tradicionalmente han existido entre la música culta, considerada "difícil", y la música popular. Hay música moderna cuya reclusión en formas herméticas de combinación sonora sin el menor respeto por las leyes cognitivas resulta desde luego temible. Pero la culpa de esos temores la tiene, en parte, la actitud contemporánea hacia el arte, más enraizada en el Romanticismo que en el Modernismo, que insiste en ir más allá de la mera experiencia sensorial para preocuparse por el "significado". La gente tiene miedo de lo que cree que no entiende. Y ese miedo se retroalimenta, proque la cognición requiere un aprendizaje empírico. (Los dos fenómenos son igual de ciertos para el aficionado de gusto vulgar respecto a la alta cultura que para el intelectual con respecto a la cultura de masas, si es que de veras queremos insistir en tal jerarquía). Por eso deberíamos rechazar toda tentativa de convertir la música en una especie de código según el cual la Tercera sinfonía de Beethoven es un relato que plasma la visión que tenía el genio de Bonn del heroísmo. Una buena exégesis de una pieza de música es la que nos invita a escucharla de una forma determinada, no la que nos revela el tema del que supuestamente "trata". Ése es también el motivo por el cual no debería medirse por el mismo rasero una canción como "Hit Me With Your Rhythm Stick" que la Heroica.

En definitiva, hay que dejar que la música sea música, con su propio inventario de emociones y sensaciones para las que aún no tenemos nombre y, quizá, ni falta que hace. La música no es como las demás modalidades artísticas: es una forma sui generis, y por tanto, en determinados sentidos, inefable. Sin embargo, la procesamos mediante un aparato neurológico que nos es familiar. La música es más bien un suceso extraordinario que exige del cerebro una colaboración interdepartamental sin precedentes. Y el cerebro, he ahí la maravilla, ha decidido que merece la pena el esfuerzo.