martes, 17 de mayo de 2011

Satyagraha

Durante la Segunda Guerra Mundial, Gandhi llamó mucho la atención al alertar a los judíos al empleo contra los nazis de los métodos de resistencia no-violenta. Lo que aterraba aún más que la destrucción física de los judíos era la pérdida de su dignidad. "Los judíos deberían haberse ofrecido al hacha del verdugo", decía. "Deberían haberse arrojado al mar desde los alcantilados... así hubiesen movilizado a todo el mundo, incluido el pueblo alemán".

Es necesario puntualizar que si bien a Gandhi le importaba relativamente poco morir, daba gran importancia a la forma de morir. "La muerte nunca es dulce", dijo en otra ocasión, "ni siquiera cuando se sufre por el más alto ideal. Es algo indescriptiblemente amargo, aunque puede ser la máxima expresión de nuestra individualidad". Lo mismo pensaba de los judíos. Si tenían que morir, mejor era que afirmaran su individualidad mediante una resistencia no-violenta que permitir ser llevados como animales al matadero. No le faltaba razón a Gandhi, a pesar de su extravagante forma de expresarse, porque si, cuando comenzó su persecución, los judíos de Austria y Alemania hubieran resistido con suficiente énfasis, puede que tampoco se hubieran salvado -en cualquier caso terminaron pereciendo- pero el mundo habría tenido menos facilidad para encontrar excusas a la actuación de Hitler y posiblemente hubieran levantado una ola de simpatía, un principio de resistencia entre el pueblo alemán. Es por ello concebible pensar que tales tácticas hubieran obligado a los nazis a permitir que salieran de Alemania más judíos y de esta forma podrían haberse salvado muchas vidas.

Página 156 del libro Gandhi, de George Woodcock

Después de darle órdenes respecto al canario y al gato de Angora, el teniente Lukás salió no sin antes pronunciar, desde la puerta, unas palabras sobre la honradez y el orden.

Svejk ordenó la casa muy bien, de manera que, cuando el teniente Lukás volvió ya de noche, Svejk le anunció:

-A sus órdenes, mi teniente, todo está en orden. Únicamente el gato travieso se ha comido al canario.

-¿Cómo, cómo? -tronó el teniente.

-A sus órdenes, mi teniente, ha sucedido de la manera siguiente. Yo ya sabía que a los gatos no les gustan los canarios y que se divierten haciéndoles daño. Entonces he intentado que el felino y el pájaro se hicieran amigos y, en el caso de que el gato quisiera hacer una sandez, darle una paliza que no olvidara nunca en la vida el respeto que debe tenerle al canario. Yo soy un gran amante del mundo animal, ¿sabe? En mi escalera vive un sombrerero; este señor tiene un gato que se le ha comido tres canarios, pero el sombrerero lo domesticó de tal modo que ahora ya no se come ninguno, aunque el canario se le ponga delante mismo. Así que yo también quería intentarlo, y he sacado el canario de la jaula para que el gato lo oliera, pero el muy bribón le ha mordido la cabeza antes de que pudiera darme cuenta. Francamente, no esperaba que me hiciera una jugarreta de ese tipo. Si hubiera sido un vulgar gorrión, mi teniente, sobrarían comentarios, pero un canario tan bonito, ¡de Harz! ¡Y tendría que haber visto cómo lo devoraba, con qué avidez, con las plumas y todo, y cómo jadeaba de placer! Es que los gatos no tienen educación musical y no pueden soportar que el canario cante, porque las bestias no entienden de eso. Le he cantado las cuarenta al gato, pero hacerle daño...no ¡Dios me guarde! No le he hecho nada, he esperado que volviera y decidiera qué castigo impone al muy perverso.

Mientras contaba esto, Svejk miraba a los ojos del oficial con tanta inocencia que éste, después de haberse acercado y no con la intención de hacerle exactamente una caricia, desistió de su idea, se sentó en un silla y preguntó:

-Escuche, Svejk, ¿de verdad es usted un pedazo de burro?

-Lo soy, mi teniente, a sus órdenes -contestó Svejk triunfalmente-. Desde pequeño tengo una mala suerte increíble. Siempre intento mejorar algo, hacer las cosas bien, y lo único que consigo es desgracia para mi y para los que me rodean. Yo quería que esos dos se hicieran amigos, que se entendiera, y no es culpa mía que el pillastre se engullera al otros y que la amistad se acabara. En casa de Stupart tienen un gato que hace unos cuantos años se comió un loro, porque el pájaro se había reido del felino, maullando como él. Es que los gatos son muy duros de pelar. Si me lo ordena, mi teniente, lo mataré, pero lo tendría que hacer chafándolo entre la puerta; no hay otro modo de que el gato acabe diñándola.

Y Svejk, con la cara más inocente y la sonrisa más bondadosa y afable del mundo, contó al teniente el método de matar gatos; su exposición habría sido capaz de enviar al manicomio a todos los miembros de la asociación protectora de animales.

Página 177 del libro El buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek

Relacionado con la inclinación a buscar una sustancia que corresponda a un sustantivo está la idea de que para cualquier concepto dado, existe una "esencia": algo común a todas las cosas englobadas bajo un término general. De este modo, por ejemplo, en los diálogos platónicos, Sócrates busca una respuesta filosófica a preguntas como: "¿Qué es el conocimiento?" buscando aquello que todos los ejemplos de conocimiento tienen en común. (En relación a esto, Wittgenstein dijo una vez que su método podía resumirse diciendo que era exactamente el opuesto del de Sócrates). En el Cuaderno azul busca reemplazar la noción de esencia por la de parecido de familia.

(...)

La búsqueda de la esencia es, afirma Wittgenstein, un ejemplo de "anhelo de generalidad" que surge al querer imitar el método de la ciencia.

Página 314 del libro Ludwig Wittgenstein, de Ray Monk

viernes, 13 de mayo de 2011

El mundo es un escenario

...quería acostarla [a su perra con cáncer] en la paja...hasta el alba...ella no quería acostarse como yo lo hacía...se negó...quería estar en otro sitio...del lado más frío de la casa y encima de unas piedras...se acostó muy a gusto...empezó a jadear...era el final...me lo habían dicho, no lo creía...pero era verdad, se había situado en la dirección del recuerdo, de donde había venido, del norte, de Dinamarca, el morro hacia el norte, vuelta al norte...una perra fiel a su modo...fiel a los bosques de sus escarceos, Korsör, allá arriba...fiel también a la vida atroz...los bosques de Meudon le sabían a poco...murió tras dos...tres pequeños jadeos...oh, muy discretos...sin quejarse...por decirlo así...en una posición realmente hermosa, como en pleno salto para fugarse...pero sobre un costado, abatida, acabada...el morro hacia los bosques de sus escarceos, allá arriba de donde venía, allá donde había sufrido...¿quién sabe?

Sí, he visto muchas agonías...aquí...allá...en todas partes...pero con mucho no tan hermosas, discretas...fieles...lo que molesta en la agonía de los hombres son los fastos...el hombre siempre acaba en un escenario...hasta el más sencillo


La última observación de Sobre la certeza fue escrita el 27 de abril, el día antes de que Wittgenstein perdiera por fin la conciencia. El día anterior había sido su sesenta y dos cumpleaños. Sabía que sería el último. Cuando Mrs.Bevan le regaló una manta eléctrica, diciendo, mientras se la ofrecía: "Que cumplas muchos más", él la miró con dureza y replicó: "No cumpliré ninguno más." A la noche siguiente, después de que él y Mrs.Bevan regresaran de su paseo nocturno al pub, se puso muy enfermo. Cuando el doctor Bevan le dijo que sólo viviría unos pocos días más, exclamó: "Bien". Mrs.Bevan se quedó con él la noche del 28, y le dijo que sus amigos más íntimos de Inglaterra llegarían al día siguiente. Antes de perder la conciencia, le dijo a Mrs.Bevan: "Dígales que mi vida fue maravillosa."

Página 521 del libro Ludwig Wittgenstein, de Ray Monk

Pero sólo Glenn consiguió lo que los tres nos habíamos propuesto, y Glenn, a fin de cuentas, abusó incluso de nosotros para alcanzar su fin, pensé, abusó de todo, aunque fuera inconscientemente, para convertirse en Glenn Gould, pensé. Nosotros, Wertheimer [que llegaría a suicidarse] y yo, habíamos tenido que renunciar para dejar campo libre a Glenn. Esa idea no la consideraba en absoluto en aquel momento como el absurdo que ahora me parece, pensé. Pero Glenn, cuando vino a Europa y asistió al curso de Horowitz, era ya el genio, y nosotros, en esa misma época, éramos ya los fracasados, pensé. En el fondo, yo no había querido convertirme en virtuoso del piano, todo lo relativo al Mozarteum y sus contextos había sido para mí sólo un subterfugio para liberarme de mi auténtico aburrimiento del mundo, de mi, ya muy temprano, hastío de la vida. Y en el fondo, Wertheimer actuaba como yo, y por eso, como suele decirse, no fuimos nadie, porque no habíamos pensado en absoluto querer ser alguien, a diferencia de Glenn, que quería ser Glenn Gould a toda costa y tuvo que venir a Europa nada más que para abusar de Horowitz, para ser el genio que ansiaba y anhelaba más que cualquier otra cosa, por decirlo así, un pasmo mundial del piano.

Página 53 del libro El Malogrado, de Thomas Bernhard

Al final de las vacaciones Wittgenstein "de pronto anunció un plan de lo más alarmante". [Se cita a David Pinsent:]
A saber: que debería exiliarse y vivir algunos lejos de todas las personas que conoce -digamos en Noruega-. Que debería vivir enteramente solo y por su cuenta -una vida de ermitaño- y no hacer nada más que trabajar en lógica. Sus razones para ello me resultan muy extrañas, pero no hay duda de que para él son muy reales: en primer lugar creer que en tales circunstancias trabajará más y mejor que en Cambridge, donde dice que su constante propensión a la interrupción y a las distracciones (como por ejemplo los conciertos) resulta un terrible obstáculo. En segundo lugar cree que no tiene derecho a vivir en un mundo antipático (y naturalmente muy pocas personas le son simpáticas), un mundo en el que perpetuamente siente desprecio hacia los demás y los irrita a causa de su temperamente nervioso sin ninguna justificación para ese desprecio etc.; como por ejemplo ser realmente un gran hombre y haber hecho una obra realmente buena.
Parte del razonamiento resulta familiar: si va a comportarse como Beethoven, entonces debería, al igual que Beethoven, producir una obra realmente grandiosa. Lo que es nuevo es la convicción de que tal cosa es imposible en Cambridge.

Página 97 del libro Ludwig Wittgenstein, de Ray Monk

lunes, 9 de mayo de 2011

Bienvenidos a Zombieland

¿Es necesario que hablemos de zombis? En apariencia, sí. Existe la fuerte y ubicua intuición de que los modelos computacionales o mecanicistas de la conciencia, del tipo de los que nos interesan a los naturalistas, por fuerza dejan algo importante sin explicar -¡algo muy importante! ¿Y qué es eso que dejan por fuera? De acuerdo con los críticos, es difícil precisarlo: qualia, sentimientos, emociones, el "qué se siente ser como" de la conciencia (Nagel, (...)) o su subjetividad ontológica (Searle, (...)). Cada uno de esos intentos por definir ese residuo fantasma se ha topado con serias objeciones que condujeron a descartarlo a quienes, sin embargo, se aferran a la intuición original, de modo que ha habido un proceso gradual de destilación en virtud del cual los reaccionarios, con todas sus discrepancias, han quedado unidos por la convicción de que hay una diferencia real entre una persona conscienste y un zombi. Esa intuición, a la que denominamos la corazonada zombi, los ha llevado a postular la tesis del zombismo: la falla fundamental de toda teoría mecanicista de la conciencia es que no puede dar cuenta de esa importante diferencia.

Supongo que, dentro cien años, esta tésis no será creíble, pero que conste en actas que, en 1999, John Searle, David Chalmers, Colin McGinn, Joseph Levine y muchos otros filósofos de la mente no sólo se sentían atríados por la corazonada zombi -si es por eso, yo también me siento atraído-, sino que le daban crédito. Aunque lo acepten a regañadientes, son zombistas, y sostienen por tanto que la diferencia entre zombis y personas es una objeción severa a las explicaciones naturalistas. No es que no reconozcan lo abtruso de su postura. El trillado esteorotipo de los filósofos discutiendo apasionadamente acerca de cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler no es mucho más ridículo que su versión más moderna: la disputa de si los zombis -que todos admiten que son seres imaginarios- son (1) imposibles desde el punto de vista de (...)

(...)

No sé cuánto persistirá este ubicuo malentendido, pero tengo el optimismo necesario para suponer que los habitantes del siglo XXI mirarán esta época fascinados ante la fuerza de la resistencia visceral al veredicto obvio respecto de la corazonada zombi: es una ilusión

Página 29 del libro Dulces Sueños, de Daniel Dennett

La manera en que me di cuenta de que tenía tono [u oído] absoluto -y de que eso no era habitual- resultó una auténtica sorpresa: a los cuatros años descubrí que a las demás personas le resultaba difícil identificar las notas fuera de contexto. Recuerdo vivamente mi estupefacción al descubrir que, cuando tocaba una nota al piano, los demás tenían que mirar qué tecla era para identificarla (...)

Para que se dé cuenta de lo raro que se nos hace la falta de tono absoluto en los demás a aquellos que lo tenemos, tome la analogía del color. Imagine que le enseñara un objeto rojo a alguien y le pidiera que identificara el color. Y suponga que esa persona respondiera:
Soy capaz de reconocer el color, y de diferenciarlo de los demás, pero no consigo identificarlo.
Entonces suponga que usted yuxtapusiera un objeto azul y le dijera el nombre del color, y que él respondiera:
Vale, como este color es azul, el otro debe ser rojo.
Creo que a casi todo el mundo esto le resultaría bastante raro. No obstante, desde la perspectiva de alguien con tono absoluto, así es precisamente como la gente identifica las notas: evalúan la relación entre la nota que han de identificar y otra cuyo nombre ya conocen (...) Cuando oigo una nota musical y la identifico, no sólo la coloco en un punto (o región) que forma parte de un continuo. Supongamos que oigo un Fa sostenido en el piano. Me llega una sensación de familiaridad con la "cualidad de Fa sostenido", como cuando reconoces una cara que te es familiar. Ese tono viene envuelto en otros atributos de la nota: su timbre (muy importante), su volumen, etc. Creo que, al menos para algunas personas, las notas se perciben y se recuerdan de una manera que es mucho más concreta que para aquellos que no poseen esta facultad.

Relato de Diana Deutsch citado en la página 155 del libro Musicofilia, de Oliver Sacks