domingo, 4 de septiembre de 2011

El instinto musical, de Philip Ball (Coda)

A continuación cito enteramente la coda con la que se cierra el libro El instinto musical, de Philip Ball:

Espero que nadie haya leído este libro sin escuchar algo de música sobre la marcha. Yo, desde luego, no podría haberlo escrito sin haber hecho otro tanto, y no solo por necesidades documentales. Una de las observaciones más acertadas que he oído sobre la cognición musical la formuló John Sloboda en su libro Exploring the Musical Mind (Explorando la mente musical): "Todo científico que se dedique a estudiar la música tiene el deber de mantener vivo su amor por ella". Cuando uno se las ve y se las desea para leer según qué tratados de musicología o neurología, no puede por menos que preguntarse si el precepto de Sloboda no se pasará por alto de vez en cuando. El problema de la música -y su bendición- es que, como ocurre con los buenos trucos de magia, el hecho de conocer sus mecanismos no impide que la experiencia en sí resulte asombrosa. No podemos evitar la sospecha de que lo milagroso interviene por alguna parte.

En cualquier caso, ni yo ni nadie puede pretender abrir la caja de trucos de la música, mostrar exhaustiva y perfectamente cómo "esto" da lugar a "aquello". A estas alturas, el lector seguramente se preguntará cuánto es lo que aún nos queda por entender la música, y si esa manera de "entenderla" no tendrá sus limitaciones. Pero también espero que tenga claro que la música no ees una simple caja negra en la que se introducen notas y de la que salen sonrisas y lágrimas.

¿Qué hemos aprendido, pues?

En primer lugar, que la música se elabora en la mente. La transformación de sonidos complejos en música comprensible y coherente es una tarea ardua y complicada, para la que el cerebro humano, sin embargo, está intrínsecamente preparado por el mero hecho de vivir en el mundo. Tenemos una tendencia natural a buscar pautas recurrentes, a seguir pistas y a descifrar datos sensoriales, y también comunicar y contar historias. En el terreno auditivo, esas habilidades nos convierten inevitablemente en seres dotados para la música.

Así y todo, son habilidades que han de aprenderse. Desde el momento en que venimos al mundo -en realidad, desde algo antes- asimilamos y generalizamos la información que recibimos del entorno. Elaboramos mapas mentales de las relaciones entre los estímulos. Aprendemos a prever lo más o menos probable y lo usamos para formular predicciones y crearnos expectativas; en el caso de la música, en materia de notas, secuencias melódicas, armonías, ritmos, timbres. Cotejamos esos pronósticos con la realidad y, cuando los vemos confirmados, nos congratulamos y nos recompensamos. También aprendemos a disfrutar de placeres intensificados mediante la gratificación diferida y el suspense. Y hay algo más, algo que por el momento apenas se comprende y ni siquiera se aprecia: una especie de deleite en la complejidad de la experiencia auditiva, en la textura y cualidad sonoras, en la caricia del sentido del oído. Ese deleite no necesariamente produce una emoción pero hace que seamos más sensibles a la expresión y estemos más dispuestos a conmovernos.

Los músicos y compositores intuyen esas características humanas y buscan la manera de jugar con ellas. Nos dan pistas tanto para aumentar la tensión como para facilitar la cognición; en pocas palabras, nos ayudan a escuchar. Y cuando no lo hacen, su música se intelectualiza, se vuelve demasiado matemática, se queda marginada. Pero ni siquiera en esos casos resulta sencillo desconcertar por completo a nuestro sentido musical: somos capaces de encontrar estímulos atractivos en los lugares más insólitos, a veces incluso en contra de las intenciones del compositor.

Con todo, lo que infunde vida a las fórmulas es la labor del intérprete. Determinadas secuencias de notas son más efectivas que otras, pero el buen intérprete sabe como reorganizarlas, alterarlas y expresarlas para convertir una buena canción en una experiencia sobrecogedora. Esa aptitud es difícil de enseñar, pero no imposible: no se trata de un don misterioso, sino de una habilidad que exige una compresión profunda del modus operandi de la música.

La música es una actividad en la que participa todo el cerebro. Requiere lógica y razón, y también instintos "viscerales". Conlleva procesos mecánicos e inconscientes para clasificar alturas, ritmos y metros, y también el concurso de las zonas que regulan el lenguaje y el movimiento. Aunque algunas de esas funciones mejoran con la enseñanza, lo cierto es que cualquier persona, a menos que padezca transtornos fisiológicos, las posee. Y todo el mundo las adquiere en mayor o menor medida. Hay individuos, qué duda cabe, dotados de un sensibilidad musical exquisita, bien porque la han cultivado o porque nacieron con ella; y muchas personas han perfeccionado su técnica interpretativa a niveles asombrosos. Demos las gracias por ello. Pero casi todo el mundo tiene aptitudes para la música. Como dice John Blacking, citando el informe sobre el "apoyo a las artes" que en 1976 elaboró Lor Redcliffe-Maud para la Fundación Calouste Gulbenkian:
La necesidad de inculcar en los pedagogos "la convicción de que el arte no es un añadido prescindible sino algo tan importante para la sociedad como la lectura, la escritura o la aritmética" no resultará convicente mientras sigamos profesando la idea elitista y agorera de que el talento artístico es [como desafortunadamente declara el informe Redcliffe-Maude] un "raro don".
Y sí, efectivamente, la música es útil en términos intelectuales: es "buena" para el cerebro. Pero esos es una consecuencia afortunada, no una justificación. Al fin y al cabo, la música también es buena para el cuerpo y para la cultura. En resumidas cuentas, como dijo Nietzsche, es "algo por lo que merece la pena vivir en la tierra".

No deberíamos olvidar nunca que la música se enmarca en un contexto social. Si todos los estudios de cognición musical tienden a dar la impresión de que tiene lugar en un vacío exento de valores, ese peligro se agudiza particularmente cuando abordamos la cuestión del significado. En la década de 1960, el psicólogo estadounidense James Jerome Gibson, especialista en percepción, sostenía que el contexto cultural influye en el proceso perceptivo; es decir, que no es que primero oigamos la música y después la interpretamos dentro de un contexto, sino que el contexto determina parcialmente lo que oímos. He ahí uno de los peligros de los estudios transculturales de cognición musical, a saber: que tienden a dar por hecho que si diversas personas escuchan la misma música, simplemente harán interpretaciones diferentes de los mismos sonidos. Eso no quiere decir, sin embargo, que la música de otras culturas tenga que ser un misterio. Lo normal es que nuestra mente pueda sacarle algún partido, aunque probablemente sea en los términos de nuestra propia cultura, salvo que hagamos un esfuerzo considerable por superarlos.

Según el crítico musical David Stubbs, mucha gente sufre tal "melofobia", o miedo a la música, que son incapaces de aceptar la modernidad de un Stockhausen aunque acepten la modernidad de un Mark Rothko. La tesis tiene su parte de razón, aunque una de las ventajas de la posmodernidad es la erosión de las barreras que tradicionalmente han existido entre la música culta, considerada "difícil", y la música popular. Hay música moderna cuya reclusión en formas herméticas de combinación sonora sin el menor respeto por las leyes cognitivas resulta desde luego temible. Pero la culpa de esos temores la tiene, en parte, la actitud contemporánea hacia el arte, más enraizada en el Romanticismo que en el Modernismo, que insiste en ir más allá de la mera experiencia sensorial para preocuparse por el "significado". La gente tiene miedo de lo que cree que no entiende. Y ese miedo se retroalimenta, proque la cognición requiere un aprendizaje empírico. (Los dos fenómenos son igual de ciertos para el aficionado de gusto vulgar respecto a la alta cultura que para el intelectual con respecto a la cultura de masas, si es que de veras queremos insistir en tal jerarquía). Por eso deberíamos rechazar toda tentativa de convertir la música en una especie de código según el cual la Tercera sinfonía de Beethoven es un relato que plasma la visión que tenía el genio de Bonn del heroísmo. Una buena exégesis de una pieza de música es la que nos invita a escucharla de una forma determinada, no la que nos revela el tema del que supuestamente "trata". Ése es también el motivo por el cual no debería medirse por el mismo rasero una canción como "Hit Me With Your Rhythm Stick" que la Heroica.

En definitiva, hay que dejar que la música sea música, con su propio inventario de emociones y sensaciones para las que aún no tenemos nombre y, quizá, ni falta que hace. La música no es como las demás modalidades artísticas: es una forma sui generis, y por tanto, en determinados sentidos, inefable. Sin embargo, la procesamos mediante un aparato neurológico que nos es familiar. La música es más bien un suceso extraordinario que exige del cerebro una colaboración interdepartamental sin precedentes. Y el cerebro, he ahí la maravilla, ha decidido que merece la pena el esfuerzo.

4 comentarios:

Leandro dijo...

Estoy de acuerdo y no, aunque no he leído el libro. La primera cosa que me parece es que, si con el lenguaje estamos casi seguros que nadie entiende nada igual a partir de las mismas palabras, palabras sobre las que hemos empeñosamente puesto cuidado en definir, ¿cuánto menos con la música? Yo, como músico, no puedo evitar sonreír cada vez que leo los folletos de la música clásica. Es claro que pocos interpretaríamos "Claro de Luna" como una oda a la alegría, pero difícilmente yo recibo la Oda a la Alegría, en cambio, como una expresión de hermandad universal. El dedo que pulsa cuerdas en una guitarra también pulsa cuerdas en el alma de cada uno, pero quién sabe qué cuerdas. Pretender que hay una idea general que todos recibimos más o menos igual tras Beethoven es sólo una expresión de deseo, para que no se caiga la música. El resto es literatura.

El Perpetrador dijo...

En realidad hay enfoques actuales del análisis musical que apuntan a lo contrario de lo que señala Ball. Tarasti, Grabocz, Ujfalussy o Monelle están creando escuela en lo que se refiere a un análisis narratológico y semiótico de la música.

Durante el siglo XX y parte del XIX se ha hecho hincapié en la formalización, en el atomismo, en el ladrillo sonoro, y se ha creído que estas evidencias fenomenológicas eran lo único que podía señalarse en la música para no ser tachados de "literatos". Sin embargo, cada vez hay más evidencias de los códigos tácitos que a nivel de significación se daban en culturas previas a la nuestra (porque aclaro que en mi opinión nuestra cultura y la de la Europa de otros siglos no son la misma, a pesar de las analogías). La retórica musical estaba muy codificada en el Barroco y aún en el clasicismo, partiendo de unos mismos principios semióticos que están presentes de una u otra forma en toda la música "normal" que ha habido. Además la intertextualidad entre artes puede llevarse muy lejos, pues es absurdo que en una sociedad no ferozmente individualista y burguesa como la nuestra no haya coincidencias en la semiosis.

Esto viene al hilo de lo que has dicho, Héctor, sobre los ragas indios en un comentario del post, reduciendo a su audiencia a "un público adocenado que no busca experiencias nuevas sino que se deja oír en un concierto". Defiendo precisamente lo contrario, puesto que una música tradicional (no confundir con folklórica), en concreto tan compleja como la india, posee relaciones perceptuales y simbólicas que el intelectualista oyente occidental burgués apenas puede soñar. Lo contrario es como decir que el monje zen es subnormal por pasarse horas mirando una pared.

Héctor Meda dijo...

Leandro,

Comparto tu postura y la de Philip Ball pero también es cierto que creo entender y ver la génesis del pensamiento contrario y creo entenderla y verla en el pavor resultante de pensar que la escucha de música es analogable a tomarte una golosina auditiva y entonces y en consecuencia, escuchar a Beethoven en vez de un simple chunta-chunta es una cuestión de gustos, que después de todo el mundo y la cultura humana no hubiera perdido gran cosa sin el genial sordo de Bonn y que nada se gana indagando cómo entender cierta música cuando existen instancias musicales más y mejor digeribles.

El semanticismo y el hedonismo auditivo: escila y carabdis del oyente musical

El Perpetrador,

No quise resultar tan asertivo, la verdad, lo dije como posibilidad, lo del público adocenado, digo, pero es que casualmente en ese momento leía, en justo en el libro aquí citado, una suculenta anécdota, de un intérprete de ragas indio para mayor coincidencia, quien, en pleno concierto de Nueva York y luego de exponer su primera pieza, arrancó unos jubilosos aplausos de un público entregado para a continuación comentar, este exótico músico amigo nuestro, algo así como:
"Me alegro que os haya gustado nuestra afinación de los instrumentos porque supongo entonces que el resto de la música os entusiasmará aún más"

Mucho ojo con regodearse en los exotismos musicales porque sí, es cierto, son harto elaborados, harto meditados, mismamente, se han hecho estudios sobre complejidad musical que avalan a la música javanesa, el gamelán, como la más compleja del orbe (en el caso de esta música, las interpretaciones de una misma obra no difieren ya en ornamentos o timbres sino incluso en la naturaleza exacta de las notas pues apenas conservan la distancia interválica); pero nuestro cerebro se acostumbra a determinadas pautas sonoras y así y por ejemplo, nuestra noción de jerarquía tonal, tan cara a la música occidental, es cierto que no tiene un correlato neurológico bautismal pero sí que surge a razón de un cerebro que, a fuerza de oír música similar, en este caso tonal, acostumbra a predecir y a esperar determinadas notas musicales, costumbre que es a la postre la que nos instaura la adicción a la tónica y la posibilidad de una narración musical y es por esto y termino, por lo que las musicas extraoccidentales pueden llegar a ser estimulantes y originales en un grado sin parangón, esto es, no por su complejidad intrínseca, sino por su naturaleza extrínsecamente cultural.

Leandro dijo...

¡Ah...! Concuerdo ciento por ciento en tu último párrafo: una cuestión es el reconocimiento de una gramática y otra la asignación de una semántica.