lunes, 12 de septiembre de 2011

Instrucciones para crear un alma (1/2)

Me pasma leer que esa peli pudiera abordar el interrogante de qué es ser humano (ahí es nada). Yo no veo dónde lo hace, no veo de qué modo, es más, no veo en qué sentido esa búsqueda intelectual tiene cabida -y en base a qué privilegio- en las hechuras de la ficción y no en la más polifónica institución de la ciencia -como el sentido común demanda y la historia real demuestra-.

(Si me permites el eslogan, te diré cómo para mi el arte narrativo logra perdurabilidad cuando instruye nuestras tácitas modalidades preconscientes perceptivas (pienso en Kafka, sin ir más lejos, quien enseña a detectar las sobreentendidas telarañas de coacción desplegadas desde instituciones sociales como la familia o el matrimonio)- En esto, como digo, la narración ficticia es efectiva, más, mucho más que cuando pretende segregar un concreto conocimiento instructivo a modo de parábola cuando, en realidad, éste tiene mejor despliegue desde una institución como la ciencia -o la filosofía- que lee genealógica y empíricamente de forma explícita. Es decir y por concretar, no es posible polemizar con rigor y originalmente sobre, pongamos, el libre albedrío y hacerlo, además, desoyendo a Platón o la empiria atesorada por la neurociencia. Si acaso, se puede, de hecho se hace, sobre todo ciencia ficción mediante; expandir un experimento mental al punto de resultar filósofo fértil aunque -como ya diré líneas abajo- de una intelecto emotividad distante.)

Pero -aclarando esto- si en serio quisiera consumir una ficción cuya lectura alumbre de veras el misterioso interrogante de qué es un ser humano, mejor dicho, o más interesantemente, qué es el alma; posiblemente nada mejor que regustar un relato de Greg Egan -pura ciencia ficción dura- integrado en el libro Axiomático y titulado Aprendiendo a ser yo.

El propio protagonista nos relata en este cuento (ni que decir tiene, ambientado en un futuro) cómo existen ciertas -se les llama- joyas cuya naturaleza cometido queda cifrada en:
Arañas microscópicas [que] habían tejido una fínisima red dorada por todo mi cerebro, de forma que el entrenador de la joya pudiese escuchar los susurros de mi pensamiento. La joya en sí fisgoneaba en mis sentidos y leía los mensajes químicos que portaba mi flujo sanguíneo; veía, oía, olía, gustaba y sentía el mundo exactamente igual que un yo, mientras el entrenador examinaba los pensamientos de la joya y los comparaba con los míos. Cuando los pensamientos de la joya eran incorrectos, el entrenador -a mayor velocidad que el pensamiento- rehacía ligeramente la joya, alterándola por aquí y por allá, buscando los cambios que corrigiesen sus pensamientos.
Y el artefacto, como se puede deducir, tiene objetivos inmortalizadores:
(...) la mayoría de la gente cambiaba al cumplir los treinta. Para entonces, el cerebro orgánico va cuesta abajo, y sería una estupidez hacer que la joya imitase ese declive. Por tanto, rehacen el sistema nervioso; pasan las riendas del cuerpo a la joya y se desactiva al entrenador. Durante una semana [¿Por qué una semana? Luego se verá], los impulsos de salida del cerebro se comparan con los de la joya, pero a esas alturas la joya es una copia perfecta y jamás se detectan diferencias.

Se retira el cerebro, se elimina, y se le reemplaza con un tejido esponjoso, con forma de cerebro hasta el nivel de los capilares más pequeños, pero tan incapaz de pensar como un pulmón o un riñón. Ese cerebro de pega retira de la sangre exactamente la misma cantidad de oxígeno y glucosa que el cerebro real, y realiza con fidelidad cierto conjunto de funciones bioquímicas toscas y esenciales. Con el tiempo, al igual que la carne, perecerá y será preciso reemplazarlo.

La joya, sin embargo, es inmortal. A menos que caiga en una explosión nuclear, sobrevivirá mil millones de años.
Hasta aquí, como se aprecia, la fascinante premisa de partida. Acto seguido, como se verá, la narración -y como ya es característico en Egan- adquiere tonalidades lovercraftianas en su horror metafísico y como en mi parecer, ninguna narración bien laborada desmerece mortalmente luego de liberarse su argumento, paso a continuación a esbozar el relato restante.

Obviando flecos contextualizantes en la onda de sectas ultracatólicas, polémicas antijoyas y etcétera (el autor como desagrietado cientificista, hace previsibles objeto y tono de algunas de sus críticas -honestamente); pasaré a comentar el nudo que comienza, súbitamente, con una anulación de la voluntad sobrevenida al protagonista, esto es, sin previo aviso el narrador empieza a ver cómo su cuerpo se mueve autónomamente principiando una vida normal de la que él en nada puede llegar a intervenir para poder recomandarla. Deduce, en consecuencia, que el entrenador de la joya, por algún extraño error, se ha hecho con el control del cuerpo. Momento de terror lovercraftiano, como ya te dije.

A un tiempo, sin embargo, quiere el destino agraciarle con una adecuada vuelta de tuerca, pues su insólito yo, impulsado por la complicidad alertargante de una nueva compañera vital; es conminado a hacerse con ella -como si de una suerte de matrimonio cibernético se tratara- la conversión de cerebro biológico a cerebro cibertrónico. Momento propicio, pues, para hacer ver a los médicos su pérdida de volición. Momento perfecto, sí, para recuperar su independizado cuerpo.

Antes del final, una revelación -ni que decir tiene- sorprendente, esto es, el yo narrador es la joya y esto, al parecer, sucede a veces, por pura estadística -pero se callará para no cercenar el negocio-, es decir, sucede que la joya, por error, se hace con el control absoluto del cerebro comandando así el cuerpo desde un primer momento y convirtiendo a su huésped en un replicante cibernético obviamente no humano. A resultas de ello, el desenchufe del cerebro, es el desenchufe de un yo que nunca habrá tenido cuerpo, nunca habrá tenido voluntad alguna y es más, lo que quedará, lo que siempre había quedado, es una seudoréplica electrónica de un ser humano a la postre no vivido, desde un principio asesinado. ¿Tiene derecho a la vida la joya?

El relato, como se ve, como al menos he querido hacer ver; es harto estimulante siquiera en términos neurofilosóficos. Acepta incluso variaciones igualmente fértiles. Podríamos imaginarnos, como ejemplo, que el proceso de instauración instrucción jurisdicción de la joya es simultáneo, esto quiere decir, se coloca la joya, se deja que aprenda, se llega a un largo pero finiquitable momento, y ésta automáticamente se hace con el control del cuerpo. Quitemos la semana de prueba, se entiende, y dejemos, eso sí, que la joya de vez en cuando se pruebe en su gerencia para así conseguir par de cosas, por lo pronto, primeramente, así se perciba razonablemente los cambios de conducta por ende los fallos de la joya -de haberlos, claro-, y segundamente, se enseñe activamente a la joya a comportarse como si de veras fuera el yo anfitrión, por tanto, réplica exacta del alma simulada.

Sucedería entonces, como se intuye, que las imperceptibles injerencias proactivas de la joya, sólo se tomarían como erróneas siempre que sobrepasarán una tácita frontera difusa de normalidad y pudiera ser, en consecuencia, que tic tolerados como normales, no fueran sino infundados entrometimientos espontáneos de la joya que son, eso sí, injustificadamente asumidos como normales.

En este caso, ¿dónde empieza el yo auténtico?, ¿dónde la joya replica?, ¿dónde inventa?

Salgamos ahora de la ciencia ficción y preguntémonos cuántas veces nos habremos visto -sin quererlo- repitiendo los mismos gestos que nuestro padre o replicando los mismos tics de nuestra madre.

En este caso, ¿dónde empieza nuestro yo auténtico?, ¿dónde el legado genético replica?, ¿dónde inventa?


Continua aquí...

4 comentarios:

Jack Celliers dijo...

Uno esta muy seguro de ser algo, pero luego resulta que todo se lo debemos al entorno: nuestras celulas, nuestros tejidos, nuestros pensamentos; todos esos "nuestros" son falsos. Ese nucleo llamado "yo", tan bonito, resulta ser tan escurridizo e irreal que a poco que se reflexione ni siquiera merece la pompa de un nombre.

"Todas mis sensaciones se han desvanecido en... mi ¿Y que soy yo sino la suma de esas sensaciones evaporadas?" decia un rumano.

Héctor Meda dijo...

Sí, en efecto, así es, en parte al menos, y creo que quien lo mejor retrató fue Joyce en su Ulysses, no obstante, hay un punto en que ese torbellino de estímulos externos puede llegar a colapsar el yo, en realidad, somos un equilibrio bastante precario pero equilibrado después de todo.

Jack Celliers dijo...

Interesante el link. A riesgo de desviarme demasiado mencionare un caso similar al de jimmie: un tipo con una lesion cerebral recuerda su pasado hasta cierta fecha, y a partir de alli nada. Una entrevistadora lo visita todos los dias, y cada dia tiene que presentarse ya que el hombre no recuerda nada, repite mas o menos las mismas preguntas, etc.

Sin embargo hay una zona del cerebro que acumula datos de manera inconsciente: si se le pide al sujeto que realice determinada tarea, un dibujo por ejemplo, varias veces, el sujeto no recuerda en absoluto haberla hecho antes aunque sea ya la centesima vez. Pero hete aqui que el tipo realiza la tarea cada vez mejor respecto de ls veces precedentes, ergo es indudable que "aprende", aunque no sea el sujeto propiamente dicho sino su cerebro... Disociacion bastante sorprendente.

Esto abre caminos a debates interesantisimos acerca del materialismo, la psicologia, el yo y que cuernos somos; pero hay que saber detenerse, sobre todo cuando uno es un mero aficionado.

Salute.

Héctor Meda dijo...

Bueno pero sospecho que eso se debe a que tenemos diferentes tipos de memoria, bien sea psicocinética, bien sea olfativa, episódica y un largo etcétera y no todas, ni que decir tiene, tienen un almacenamiento igual de intensivo.

Se ve esto cuando recordamos la cara de alguien pero no su nombre.

Y sí, es enrevesado el tema, pero yo no dejaría que una división de trabajo demasiado amplia me niegue una visión global. Lo contrario a mi ver es -parafreseando a Clarke- convertir en mágica a la ciencia.