jueves, 13 de octubre de 2011

Lectura habermasiana de Hamlet (1/2)

Pero justo lo contrario -si se lee bien- sucede en Hamlet donde el personaje principal, el príncipe danés, no es una conjunción a ratos cacofónica, a ratos armonizada, de roles varios sino alguien pretendiendo todo lo contrario.

El protagonista, desde el mismísimo principio, se ve desplazado por un entorno enajenado que no ha mantenido el duelo por su padre muerto, que lo han sustituido -la madre y la nación- por un advenedizo, éste es, un tío encaramado a lo más alto del poder sin mérito alguno salvo el de la seducción seguramente interesada, por lo que la sensación final, la del protagonista, quiero decir, es de átonito aislamiento.

Como bien se sabe, da comienzo el nudo de la obra cuando quédase revelado -aparición fantasmagórica mediante- la naturaleza criminal habida en la muerte del rey pretérito y permaneciendo así el hermano de éste, rey actual, como usurpador ilegítimo del trono, asesino aún por ajusticiar. El desarrollo normal de estas premisas, concluirían en el lógico aniquilamiento del monarca regente, pero la trama no atina con ese desplazamiento y el protagonista descarrila toda acción porque, al parecer, se volvió demente y de hecho el lector, por momentos, compartirá idéntica desorientación.

Es interesante ver cómo, en el mismo núcleo de la obra teatral, se alenta una determinada veta interpretativa, más bien formal, vale decir, no en el sentido concreto de explicar tal o cuál elementos de la obra, pero sí en el -nada desdeñable- sentido -encauzador como pocos- de que la literatura (así en general, es cierto, pero vale por lógica para este mismo particular) sirve como espejo sobre el que poder reflejarnos y no para, pongamos, otorgar mero entretenimiento.

Esta tan manoseada afirmación -por cierto, recuérdese, dicha por Hamlet mismo- vendría a interpretarla yo en la sensibilidad que considera, pongamos, dignas de escucha las peripatéticas peripecias de George Constanza.

Por lo tanto, el lector desubicado, entre tanto naufragio intelectual, encuentra seguramente ahí, y por fin, un trozo de tierra sobre el que cultivar una interpretación que acote emoción y pensamiento a una obra de lo contrario desbordante y caótica, y este suelo firme, como digo, vendría de fijarse uno en el particular modus operandi del protagonista y en su posible (y por qué) reverberación en nosotros. Huelga decir, que no habrá nada reconocible del lector en la imagen literaria en lo que respecta a temas peregrinos e improbables como ser príncipe de una nación, sobrino de un criminal o justiciero acobardado. Es en todo caso en la psicología del personaje más que en sus hechos biográficos (a pesar de que uno sin el otro no existirían o de hacerlo, lo harían tan impensadamente como sonrisa sin rostro), desde donde uno puede pretender buscar un posible -siquiera caduco pero real- reflejo.

Y lo más llamativo del príncipe danés resulta su denodada huida de la acción previsible, se quiere decir, su evitar la incuestionable venganza.

La falta de acción, consecuentemente, nos conmina a indagar por el rechazo. Y tal vez, conjeturo, toda esta actitud porque Hamlet desconfía de cierta acción y tal vez, continuo, quien lo pensó mejor (no pivotando sobre esta obra, es cierto, pero valiendo el acoplamiento) fue Habermas pues éste señor, en un moderno libro suyo, busca clasificar, y trata de organizar, los diferentes tipos de acción existentes que son, básicamente, tres.

En primer lugar, la acción teleológica, es decir, aquella de Aristóteles, aquella que busca conjurar fines y para ello conjetura medios, y esto sucede, propiamente dicho, cuando un actor realiza un determinado fin previa selección de medios en función de una situación y unos agentes coparticipantes en el escenario. Tal concepción de la acción, caracteriza a la visión economicista del individuo y de su red social y de su interacción social, quiero decir, toda vez que se pueda aplicar una visión estratégica a la interacción interpersonal (que sucede siempre que para la evaluación apriorista del éxito de una acción se deba hacer un cálculo expectante de las decisiones que el otro agente competente previsiblemente realizará) entonces se está inmerso en este tipo de visión sensible.

Esta es la sensibilidad de, por ejemplo, el Economista Camuflado, de Tim Harford, cuando éste quiere averiguar, por ejemplo, por qué la universidad actual posee la fisionomía que posee. Es, como es evidente, la perspectiva inaugurada por Becker (en aquel seminal pensamiento que le surgió luego de evaluar, después de haber aparcado el coche, si le convenía o no pagar el parking o bien esperar a la improbable multa) y aún más lejanamente, inaugurada por Von Neumman y su teoría de juegos, a continuación de haberse anodado con el juego del poker donde no sólo importan tus cartas y sus cartas sino también -¡y cuánto!- lo que ellos piensan (cuando juegas) que valen tus cartas y lo que tu piensas (cuando juegas) que valen sus cartas; pero aún más lejanamente, aunque menos formalmente, desde que el hombre es hombre, se ha pensado, se piensa y claro, se pensará, en términos estratégicos que no otra cosa es la acción teleológica primeramente descrita por Habermas. Estrategia. Fines, medios, decisiones esperadas. Estrategia, vamos.

Esta es la visión de otro protagonista shakesperiano, es la visión de Yago, urdidor de engaños y tramador consumado, que de tanto explotar a propios y extraños y de tanto disfrutar con ello, acaba por objetualizar a sus semejantes de puro instrumentos que se le han convertido.

El segundo tipo de acción descrito por Habermas también es harto reconocible y es el de la acción regulada por normas. Visión ésta afín a las teorías sociológicas sobre rol social y con esto se quiere decir que, en un grupo social compartiendo idénticos valores sociales, el actor quedará regido en su comportamiento por dichos valores o normas, es decir, es el platónico contexto normativo el que acota qué acciones caben y qué acciones se impiden y esto viene a ser que son los valores los que esculpen el comportamiento del actor, ora quitando bloques de acción, ora habilitando otros; siempre y cuando, claro está, dicho actor se avenga a la acción regulada por normas.

Esta visión de la interacción social, a mi ver, sería análoga a la visión militarista de la sociedad donde soldados, cabos, sargentos, largo etcétera, saben de sus funciones, comportan según se les demanda, convergen en valores propios y grupales como valor y disciplina, y divergen en valores propios y grupales como pereza y rebeldía. Es la visión, ya en literatura, de un por ejemplo Orson Scott Card quien tiende ver, sin ir más lejos en su Saga del Retorno, a las redes sociales -si sostenibles- titiriteadas por virtudes morales y así y por ilustrarlo, cuando a una de las protagonistas de la novela vienen a buscarla un grupo de soldados reconvertidos en matones medrados en la anarquía social del peque pueblo Basilísca y ahora queriendo el poder y el refrendo social y por tanto persiguiendo enemigos políticos; a una de las protagonistas de la obra, repito, a Hussdish, en concreto, le basta espolvorear una nube de palabras a favor de la valentía y la decencia y en contra de lo mercenario y lo caótico para que ahora estos matones, como por arte de magia, y como convencidos entonces de que el pueblo no va a lograr ver como legítimas sus pretensiones de poder, de desalojo de la corrupción y de los enemigos políticos (tal que Hussdish); deciden darse a la fuga avergonzados de una felonía casi perpetrada.

Toda la urdimbre novelística de la saga (plagada de detalles psicológicos minuciosos alla Proust), si se mira bien, queda patronada por una perspectiva normativa de las virtudes sociales presuponiendo siempre, pues, que éstos son vistos de igual modo y valorados (a pesar de la homogénea educación) en igual medida tanto por unos como por otros y así, y por ejemplo y ya terminando, tanto el protagonista como su antagonista, aceptan sin recato, y a pesar de sus ego intereses, el mando incuestionado de su común padre y todo por un prurito de honor y dignidad y respeto a la jerarquía social y al qué dirán.

Esta es la visión de otro protagonista shakesperiano, es la visión de Lear, probador de lealtades y amores, que de tanto probar a propios y extraños y de tanto insistir en ello y con ellos, acaba por protocolizar sus reacciones y por confundir mapa con territorio olvidando que el amor más sincero, por ejemplo, no es el más chillón ni -tal vez sobre todo- que lo que por amor él entiende, no es el único habido y por haber pues la pobre Ofelia sí le quiere pero no a la manera interesademente servil que pretende su padre y que, por tanto, donde éste ve una falta, aquella solo ve una variación.

La visión normativa, por su filiación con lo moral, es capaz de echar a perder cualquier estrategia parametrizada en torno a sólo fines y medios como muchas veces se puede comprobar y como valdría este surrealista pero real caso de un vasco -boina enroscada, cerebro exprimido- que esperó diez meses para hacerse una colonoscopia, a pesar de sangrar por el orificio excretor, a pesar de poder significar eso un mortal cáncer de colón; sólo por escuchar a un médico que supiera hablarle en euskera -y ni que decir tiene que no hay absolutamente nadie viviendo en el País Vasco que no sepa, como mínimo, hablar castellano. La entronización moralista de un valor social como, en este caso, el uso del vascuence, puede conllevar, como se ve, a acciones fatalistas huérfanas de una estrategia sensata que las acote debidamente. No en vano, aunque en vano, los evolucionistas -tan sensibles a la imagenería economicista- se han visto obligados a introducir el vírico concepto de meme -trivialmente traducible al de valor o norma social- para alojar, dentro de una explicación científica, conductas por lo demás rayanas en lo demencial -caso del vasco con boina enroscada, cerebro exprimido.

Finalmente, el último tipo de acción registrado por Habermas es el más raro, el más indiscernible, pero no por ello el más despreciable. Este tipo de actuación queda conocida como la acción dramatúrgica y no refiere a un actor principal en interacción simbio competitiva con otros agentes y no refiere tampoco a un actor engranado en medio de un mecanismo social de valores centrifugantes; refiere, más bien y por el contrario, a toda acción analogable a un actor buscando provocar (in)deliberadamente una determinada imagen a un determinado público (actor mismo incluible en éste, por cierto) y que en consecuencia, en la ejecución de ese acto, se revela -siquiera parcialmente- una parte de su subjetividad.

Me vale el discurso de Marco Bruto como ejemplo agilizado.

El personaje shakesperiano ilustrante del caso debería ser Falstaff pero Hamlet, como se verá en parte, como se intuye formando parte de actuaciones teatrales, aquí en Elsinore, también allí en Wittenberg; parece asimismo sensiblemente perceptivo a este estilo de acción.

Habermas, sin embargo, no se conforma con una arbitraria taxonomía y advierte -bien razonadamente, por cierto- que esta tipología recién enumerada en puridad podría quedar amalgamada en una sola y si acaso entender a los tres tipos de acción hasta aquí reseñados, como lateralización radical de un mismo tipo que él, finalmente, bautiza como acción comunicativa y que él, realmente, ve caracterizada por el hecho de que hablar es basicamente un entenderse con alguien sobre algo resultando, de esta forma, que el lenguaje será primariamente el medio por el que los actores lleven a cabo sus acciones.

Así, la acción estratégica -y ¡ojo!, por ende la visión econolucionista- presupone el lenguaje como medio basal sobre el que poder influirse mutuamente. La acción regulada por normas -y ¡ojo!, por ende la visión miliralista- necesita de un instrumento como el lenguaje para poder, a base de expeler unos mismos valores, ambientar homogeneizadamente el medio interactuante. Finalmente, el lenguaje, para la acción dramatúrgica, resulta crucial por cuanto es el instrumento predilecto de la autoescenificación.

Concluyentemente, la acción comunicativa es el único tipo de acción que presupone el lenguaje como medio de entendimiento, como bisagra sobre la cual transitar de un mundo objetivo de fines a un mundo intersubjetivo de valores a un mundo subjetivo de emociones a un mundo objetivo de fines a un mundo intersubjetivo de valores a un mundo subjetivo de emociones ad infinitum, resultando con ello, como se deduce, que es el lenguaje el que establece, al estabilizar la comunicación, un horizonte común, un husserliano mundo de la vida y es justamente por eso que se ha llegado a igualar la aportación habermasiana con el interaccionismo simbólico de Mead, los actos de habla de Austin, la hermeneútica de Gadamer o, mismamente, los juegos de lenguaje del insigne Wittgenstein (juegos de lenguaje, por cierto, que el filósofo austríaco nos insta a entender (656) como lo "primario" y por tanto los "sentimientos, etc." deben ser considerados como "un modo de ver, interpretar, el juego de lenguaje!")

Visible, a nada que se rasquen las letras shakesperianas, un paulatino desentendimiento de la interacción por parte del príncipe danés, o si se prefiere decir así, un gradual desinterés por las formas de vida (o juegos de lenguaje), por la acción comunicativa, en definitiva (y por no marginar a Habermas); que a poco va viéndose en Hamlet y con ello, claro, un pérdida de "sentimientos, etc.".

(Continúa acá)

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