Cotidianamente se considera al instinto un trasunto de una instrucción programada en nosotros cuyos efectos se asemejan al de las leyes de la robótica de Asimov. Esta errónea concepción asimovariana nos llevaría a creer que tendríamos que no poder matar a un niño si tal fuera nuestro instinto, nuestra instrucción preprogramada.
En nuestro sistema nervioso, empero, no existe ningún teatro cartesiano, ninguna representación de la realidad. Nuestro estar en el mundo se produce por estímulos externos que gatillan en nosotros ciertas reacciones (M&B dixit). Luego no es posible que exista un instinto que nos identifique a los niños y nos vete todo comportamiento hostil con ellos.
Efectivamente, cuando se dice que tenemos el instinto de supervivencia no debiéramos pensar que reconocemos el valor de nuestra vida ergo lo intentamos preservar sino que con dicho instinto se quiere dar cobijo verbal a la silva variada de comportamientos que surgen a razón de que cuando nos agreden se produce un estado de tensión fruto del dolor que necesita ser disuelto. Es de esta explicación desde donde surge una fácil comprensión del, por ejemplo, fenómeno del suicidio, aún con el instinto de supervivencia todavía vigente, pues en el suicida simplementa se da que el dolor cortoplacista cuando se autoaniquila es preferible a una largoplacista futuro deseperanzado.
Análogamente, no existe un instinto de la reproducción que nos permita identificar como placenteras aquellas situaciones en donde se puede dejar descendencia. Prueba de ello es que, aunque se page, no todo hombre ha ido a un banco de semen. Es decir, lo que existe no es una instrucción normativa sino un abanico variado de estímulos -ver determindas siluetas, oler determinadas feromonas- que gatillan en nosotros ciertos estados hormonales que a su vez (de)generan ciertas conductas.
Con la protección a los niños, y con este ejemplo ya entramos en el terreno de la moral: sucede lo mismo.
No es que identifiquemos la vida del niño como un valor a proteger sino que cuando vemos el rostro de un infante entonces sus característicos rasgos (reducidos, rechonchos, rollizos) gatillan en nosotros una empatía que da lugar a que tendamos a emocionarnos, por tanto preocuparnos, de su existir.
La emoción moral de empatizar con el bebé surge cuando la contemplación de los rasgos del bebé, más genéricamente, cuando aparecen los estímulos sensoriales asociados al bebé, agregándose, como si fuera un instrumento más junto con el resto de la orquesta sensorial.
Igual que con los otros ejemplos anteriormente mencionados, no se trata de que un instinto moral dicte nuestras conductas como una ley robótica de Asimov sino que un fenómeno natural cualquiera además de despertar actividad en nuestros órganos visuales, auditivos, ofaltivos, táctiles, resuena también en nuestro emocionar.
Ahora bien, como a veces se dice, el hombre no es que tenga menos instintos sino más, por lo que cuando reconocemos una situación no sólo suenan las emociones morales, naturalmente impuestas; además, dado que no percibimos la realidad mediante un mero acopio de estímulos, sino que tenemos una visión holística de los mismos, para esa construcción gestáltica pueden también intervenir, y repercutir en el emocionar, otros elementos culturales (v.gr: los hijos son recursos para el trabajo) o biográficos (v.gr: el hijo de la exmujer de mi marido) que boicoteen, o dejen en segundo plano, la primigenia empatía que surge del contemplar un niño.
Es decir nosotros cultura, lenguaje, biografía mediante, podemos aumentar nuestra orquesta experiencial al punto de solapar la repercusión de otras emociones morales más naturales.
Pues bien, el reconocer y amplificar dichas reverberaciones constituiría el objetivo de una ética, no el inscrustar ex novo una instrucción, un mandato a ejecutar, porque respecto a este punto hay malas noticias para el abuso de los moralizadores al uso: no somos robots reprogramables.
En nuestro sistema nervioso, empero, no existe ningún teatro cartesiano, ninguna representación de la realidad. Nuestro estar en el mundo se produce por estímulos externos que gatillan en nosotros ciertas reacciones (M&B dixit). Luego no es posible que exista un instinto que nos identifique a los niños y nos vete todo comportamiento hostil con ellos.
Efectivamente, cuando se dice que tenemos el instinto de supervivencia no debiéramos pensar que reconocemos el valor de nuestra vida ergo lo intentamos preservar sino que con dicho instinto se quiere dar cobijo verbal a la silva variada de comportamientos que surgen a razón de que cuando nos agreden se produce un estado de tensión fruto del dolor que necesita ser disuelto. Es de esta explicación desde donde surge una fácil comprensión del, por ejemplo, fenómeno del suicidio, aún con el instinto de supervivencia todavía vigente, pues en el suicida simplementa se da que el dolor cortoplacista cuando se autoaniquila es preferible a una largoplacista futuro deseperanzado.
Análogamente, no existe un instinto de la reproducción que nos permita identificar como placenteras aquellas situaciones en donde se puede dejar descendencia. Prueba de ello es que, aunque se page, no todo hombre ha ido a un banco de semen. Es decir, lo que existe no es una instrucción normativa sino un abanico variado de estímulos -ver determindas siluetas, oler determinadas feromonas- que gatillan en nosotros ciertos estados hormonales que a su vez (de)generan ciertas conductas.
Con la protección a los niños, y con este ejemplo ya entramos en el terreno de la moral: sucede lo mismo.
No es que identifiquemos la vida del niño como un valor a proteger sino que cuando vemos el rostro de un infante entonces sus característicos rasgos (reducidos, rechonchos, rollizos) gatillan en nosotros una empatía que da lugar a que tendamos a emocionarnos, por tanto preocuparnos, de su existir.
La emoción moral de empatizar con el bebé surge cuando la contemplación de los rasgos del bebé, más genéricamente, cuando aparecen los estímulos sensoriales asociados al bebé, agregándose, como si fuera un instrumento más junto con el resto de la orquesta sensorial.
Igual que con los otros ejemplos anteriormente mencionados, no se trata de que un instinto moral dicte nuestras conductas como una ley robótica de Asimov sino que un fenómeno natural cualquiera además de despertar actividad en nuestros órganos visuales, auditivos, ofaltivos, táctiles, resuena también en nuestro emocionar.
Ahora bien, como a veces se dice, el hombre no es que tenga menos instintos sino más, por lo que cuando reconocemos una situación no sólo suenan las emociones morales, naturalmente impuestas; además, dado que no percibimos la realidad mediante un mero acopio de estímulos, sino que tenemos una visión holística de los mismos, para esa construcción gestáltica pueden también intervenir, y repercutir en el emocionar, otros elementos culturales (v.gr: los hijos son recursos para el trabajo) o biográficos (v.gr: el hijo de la exmujer de mi marido) que boicoteen, o dejen en segundo plano, la primigenia empatía que surge del contemplar un niño.
Es decir nosotros cultura, lenguaje, biografía mediante, podemos aumentar nuestra orquesta experiencial al punto de solapar la repercusión de otras emociones morales más naturales.
Pues bien, el reconocer y amplificar dichas reverberaciones constituiría el objetivo de una ética, no el inscrustar ex novo una instrucción, un mandato a ejecutar, porque respecto a este punto hay malas noticias para el abuso de los moralizadores al uso: no somos robots reprogramables.
2 comentarios:
Ah, pues yo había entendido completamente al revés lo del banco de semen. Estaba pensando en hacerse inseminar; de ahí mi comentario.
"promall", muy divertido.
De todas formas las preguntas que lanzo se pretenden una suerte de koans, una invitación a la reflexión, no una advinizanza por lo que no es este post lo único que se puede responder a la pregunta planteada.
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