La primera vez que me encontré con un rayo de luna, como lo entendió el insigne poeta, fue saliendo del colegio donde ya lo hallé mirándome con esa cara de pavor más que de corsario con que siempre me han mirado los asediadores impotentes.
Los primeros subsiguientes días a aquel momento, disimuló torpemente los encuentros, pretendiéndolos casuales, espontáneos, indeliberados, hasta que comprendió por fin que, aún cuando infantes, las mujeres tenemos un don especial para detectar a nuestros pretendientes y si bien al principio lo había confundido con un padre, sus miradas habían acabado por desenmascarlo.
Desde entonces, se posicionaría a una distancia prudencial, custodiando beata y cumplidoramente mis viajes de vuelta a casa y no variando ni un ápice su devoción distante salvo, si acaso, el acercamiento gradual, casi imperceptible, que perpetraba ladinamente según mis amigas iban deteniéndose en sus casas.
Un día, supongo que resuelto a acabar con la pesadilla de la incertidumbre, dio en acercarse a mí, buscar un encuentro, decirme unas palabras, soñar con conseguir algo más pero porque seguramente el pobre no sabría que por toda respuesta, esbozaría una sonrisa cortés, un educado no, un sobrio adiós, finalmente una mirada coqueta que tendría la cruel intención de exigir una renovación del cortejo.
No obstante, cuando se me acercó el señor, descubrí con terror que resultaba ser más extraño de lo que había querido admitir (no pensemos que aunque pequeña no entendía lo inapropiado de ciertos emparejamientos) ya que por toda pregunta, sólo hubo un balbuceo casi inaudible del que creí entender se indagaba si me llamaba Julia, Julita, o algo así, algo de si era Julia, creo, ¡pero cómo iba ser!, ¿verdad?, me decía, yo era otra, tenía que ser otra, sí, no podía ser y sí, bueno, efectivamente, no era ninguna Julia, no me llamaba Julia, le corregí, luego le dije mi nombre y le dije que se había equivocado y se lo dije aún sonriendo, porque todavía pensaba que era parte del juego. Pero empecé ya a descreer que estuviéramos en uno de verás nada más ver su postrera reacción, nada más verle deshacerse, nada más viendo cómo sus rasgos se descorrían hacia abajo, sus ojos se abrían abismalmente, su rostro exangüe se le amortajaba y su silueta recogía las maneras cansadas de un espíritu errante mientras se daba la vuelta y caminaba calle abajo alejándose de mi.
Siempre me pareció extraña aquella historia, máxime si tenemos en cuenta que no volví a verle jamás. Fue ya crecida, -no muy tarde: triste es decirlo- cuando di en entender que aquella no había sido una historia de amor sino de fantasmas, una historia de fantasmas que mi infantil ego no me había dejado ver como tal y claro, qué fácil es reírse ahora, y cómo no hacerlo, de esa niñita pizpireta que fui, de esa princesita que se siente de repente deseadísima por alguien, amadísima por alguien, aún no conociéndola, aún no sabiendo quién era, cómo era, pero porque, ahhhh, pero porque realmente no es sino confundida con un fantasma, sí, porque realmente, fruto de un dolor demencial, aquel hombre la amalgamó en su memoria con un fantasma y sin embargo, y no puedo dejar de preguntármelo, cuántas más veces he sido, hemos sido, confundidos con un ideal, con un arquetipo, con una ficción, en suma, con otro fantasma; cuántas veces no fui, no fuimos, breve pero realmente, tal vez no otra hija muerta como en este caso, pero sí una madre sobreprotectora, una exnovia exiliada, una actriz prestigiosa, un pasatiempo más. Tal vez, aventuro, en todas en las que hemos sido queridos, porque tal vez, aventuro, el amor no sea más que eso: una historia de fantasmas.
Los primeros subsiguientes días a aquel momento, disimuló torpemente los encuentros, pretendiéndolos casuales, espontáneos, indeliberados, hasta que comprendió por fin que, aún cuando infantes, las mujeres tenemos un don especial para detectar a nuestros pretendientes y si bien al principio lo había confundido con un padre, sus miradas habían acabado por desenmascarlo.
Desde entonces, se posicionaría a una distancia prudencial, custodiando beata y cumplidoramente mis viajes de vuelta a casa y no variando ni un ápice su devoción distante salvo, si acaso, el acercamiento gradual, casi imperceptible, que perpetraba ladinamente según mis amigas iban deteniéndose en sus casas.
Un día, supongo que resuelto a acabar con la pesadilla de la incertidumbre, dio en acercarse a mí, buscar un encuentro, decirme unas palabras, soñar con conseguir algo más pero porque seguramente el pobre no sabría que por toda respuesta, esbozaría una sonrisa cortés, un educado no, un sobrio adiós, finalmente una mirada coqueta que tendría la cruel intención de exigir una renovación del cortejo.
No obstante, cuando se me acercó el señor, descubrí con terror que resultaba ser más extraño de lo que había querido admitir (no pensemos que aunque pequeña no entendía lo inapropiado de ciertos emparejamientos) ya que por toda pregunta, sólo hubo un balbuceo casi inaudible del que creí entender se indagaba si me llamaba Julia, Julita, o algo así, algo de si era Julia, creo, ¡pero cómo iba ser!, ¿verdad?, me decía, yo era otra, tenía que ser otra, sí, no podía ser y sí, bueno, efectivamente, no era ninguna Julia, no me llamaba Julia, le corregí, luego le dije mi nombre y le dije que se había equivocado y se lo dije aún sonriendo, porque todavía pensaba que era parte del juego. Pero empecé ya a descreer que estuviéramos en uno de verás nada más ver su postrera reacción, nada más verle deshacerse, nada más viendo cómo sus rasgos se descorrían hacia abajo, sus ojos se abrían abismalmente, su rostro exangüe se le amortajaba y su silueta recogía las maneras cansadas de un espíritu errante mientras se daba la vuelta y caminaba calle abajo alejándose de mi.
Siempre me pareció extraña aquella historia, máxime si tenemos en cuenta que no volví a verle jamás. Fue ya crecida, -no muy tarde: triste es decirlo- cuando di en entender que aquella no había sido una historia de amor sino de fantasmas, una historia de fantasmas que mi infantil ego no me había dejado ver como tal y claro, qué fácil es reírse ahora, y cómo no hacerlo, de esa niñita pizpireta que fui, de esa princesita que se siente de repente deseadísima por alguien, amadísima por alguien, aún no conociéndola, aún no sabiendo quién era, cómo era, pero porque, ahhhh, pero porque realmente no es sino confundida con un fantasma, sí, porque realmente, fruto de un dolor demencial, aquel hombre la amalgamó en su memoria con un fantasma y sin embargo, y no puedo dejar de preguntármelo, cuántas más veces he sido, hemos sido, confundidos con un ideal, con un arquetipo, con una ficción, en suma, con otro fantasma; cuántas veces no fui, no fuimos, breve pero realmente, tal vez no otra hija muerta como en este caso, pero sí una madre sobreprotectora, una exnovia exiliada, una actriz prestigiosa, un pasatiempo más. Tal vez, aventuro, en todas en las que hemos sido queridos, porque tal vez, aventuro, el amor no sea más que eso: una historia de fantasmas.
12 comentarios:
En toda relación ha de haber un plus de fantasía. Si no fuera por este, digámoslo así, añadido a la realidad, ésta se nos presentaría inocua, totalmente carente de interés. Aquel coche, o esta casa, o este perro, para que sean mi coche, mi casa y mi perro, he de volcar instancias mías propias que ni la casa, ni el coche ni el perro tienen en su haber. No hay que llegar a los extremos del enamoramiento para que este fenómeno se dé. Si bien es verdad, en estos casos la capacidad discursiva del sujeto con su entorno se deforma de tal manera que ciertos procesos de esta índole se acercan al delirio (vg, Don Quijote sería un buen paradigma de lo que estoy hablando). Ahora bien, cuando hablo de relación estoy haciendo referencia a la relación que establezco – las relaciones se establecen, se hacen; por tanto, no nos vienen dadas- entre yo y lo que no soy yo, esto es, entre yo y los demás, sean personas u objetos. Pero también hago referencia a la relación entre yo y la imagen que he hecho de mí mismo o que creo que los demás tienen de mí. Es la capacidad que tenemos las personas y que comúnmente denominamos reflexividad. Y claro está, aquí también hay un plus de imaginación, y que como en cualquier caso que se dé puede llegar a la fantasía de uno mismo, al delirio de uno mismo.
Rafael
Excelente.
Sin imaginación no pararíamos a considerar que quien nos viene de frente tiene espalda. No es un plus, sino un totum. Somos personajes oníricos de un sueño compartido.
P.D. Hector, ¿qué tal te quedan las bragas?. :)
Masgüel,
No entiendo la posdata, por lo demás, creo que lo que le voy a decir a Rafael te puede interesar
Rafael,
Lo que dices en el comentario lo suscribo completamente -si acaso añadir el importante quid de que no todas las ficciones son elegibles-, por lo que no entendería que en mi texto hubiera algo que lo negara, de hecho, esa es la premisa de partida con la que ha de entenderse el sentir de la narradora ya que, al fin y al cabo, este microrrelato no pretende sino reversionar ese aún mejor cuento del gran Becquer que a su vez no hacía sino repetir un locus típicamente barroco, a saber: que la vida es sueño y los sueños sueños son (Calderón dixit).
Leandro,
Dado tu historial de lecturas y el buen gusto demostrado cuando las reseñas en tu blog, no puedo sino además de agradecerte comentarte lo contento que me deja tu juicio. Ojalál el resto de microrrelatos ya colgados te dejen igual sabor de boca
Masgüel,
Llegué cansado a casa y eso tal vez justifique el imperdonable hecho de no haber comprendido la posdata. De repente se me iluminó la cabeza y te entendí. Perdona, no hace falta que des las explicaciones obvias, sí te diré, ya de paso, que nunca entendí el miedo generalziado de los escritores de ser y hacernos sentir, siquiera brevemente, una mujer. Y otro tanto pasa, por cierto, con las mujeres.
"nunca entendí el miedo generalziado de los escritores de ser y hacernos sentir, siquiera brevemente, una mujer."
¿Brevemente?. Yo soy una lesbiana en el cuerpo de un hombre. :)
Efectivamente Hector,
Hay ficciones que nos son impuestas. Sin ir más lejos, y siguiendo la obra ya mencionado del manco, la ficción que sufrió, nunca mejor dicho, Sancho a manos de su Hidalgo compañero: por momentos, acabó siendo señor de no sé qué península que se sacó de la manga el ya trasnochado Don Quijote. La cohorte -eso sí que es un teatro cartesiano, y lo demás son tonterías- que puede inventar, más bien fantasear -otra cosa es imaginar- un loco, ha de incluir obligatoriamente a personajes en su obra creada unica y exclusivamente en su más intima interioridad. Personajes que pueden, o no, embutirse de la vestimenta inculcacada por el otro a la manera de una Folie à deux. ¿La lógica puede ser empírica? En según qué "escenarios" ya lo creo que sí.
Está claro: hay sueños que soñamos y sueños que nos sueñan. O por lo menos, lo intentan.
Masgüel,
Claro, todos sabemos ser ese tipo de mujer y justo por eso me fascina el esfuerzo de Proust por crear un narrador heterosexual. Ya sólo por eso sé que no estoy ante un alter ego sino ante un personaje realmente construido
Rafael,
Y no olvidemos las ficciones que elegimos voluntariamente, a modo de tiritas y que con el tiempo se nos quedan pegadas a la costra de la herida y se vuelven una segunda piel. A este propósito es muy interesante la serie Lost donde algunos de sus personajes insisten en inventar ficciones pronto demolidas que sigan manteniendo incolúme la metaficción de que la Isla les quiere para algo con la subsiguiente conclusión de que todos sus sufrimientos tienen una, no sabemos si ignota pero en cualquier caso real, razón de ser.
Hmmm... Debo confesar que no me gustó. Siento aquí un híbrido extraño y un poco adefésico entre Proust y Unamuno; el primero por la forma de pensar, el sengundo por el lenguaje. Y debo decir que no tuve ninguna paciencia cuando intenté leer a Unamuno, con el olor a polvo que se respira en sus frases y en su vocabulario (cosa que, como cualquier buen lector sabe, no tiene de hecho nada que ver con las palabras mismas, sino con la forma de elegirlas); y que sobre eso pienso que esta fraseología que exhibe, unamunesca o no, destruye por completo cualquier intención de pensar proustianamente, porque pensar así no sería posible sin el encanto y la ligereza de la fraseología de Proust, que ésta prosa lastra, más propia de un cuento fantástico alemán que de observaciones encantadoras sobre la luna y la dilucicación de las leyes de la imaginación.
La verdad es que no leí nunca a Unamuno pero a Proust y, qué quiere que le diga: ¡me pide demasiado!
Quise decir: a Proust sí, es decir, sí lo leí y sí, en esa tonalidad me quería mover. Quiero decir: el original homenajeado es Becquer pero siempre lo juzgue visitante de los mismos parajes que Proust.
Por cierto, le agradezco el comentario Sierra. Me gusta siempre su cortés sinceridad, la cual hace que cuando se muestra elogioso uno de veras lo agradezca porque sabe que en ese juicio no hubo sobornos y sí mi objetivo cumplido.
Mire qué cosas, su respuesta me ha inspirado un parrafito que también aspira a proustiano:
Nuestro tiempo está obsesionado con la "honestidad brutal", y la considera una virtud, cosa que podría parecer razonable si se la compara con la actitud de algunos sicofantes, pero que, por otro lado, resulta enteramente idiota si se piensa que es perfectamente posible, y mucho más agradable, la honestidad cortés. Pero es que, claro, al único que no halaga ésta es a quien la da, pues debe someterse al riesgo de ser insultado por sus opiniones sin haber insultado él primero —por lo que no debe ser uno nunca ni sincero, ni franco, ni halagador ni desdeñoso con gente cuyas reacciones no podemos minimamente anticipar—, y no tiene tampoco el gusto de ser gratuitamente grosero con la excusa, que los idiotas se compran encantados, de estar haciendo al ofendido un impagable regalo de sinceridad "dura", con la única motivación —aparentemente desinteresada— de una virtud que no hace más que halagar el amor propio de los supuestos mesías de la sinceridad, que luego tienen también la gratificación —cuando se les responde como debiera, de acuerdo a sus modos— de hacerse pasar por enormes filántropos injustamente vapuleados por una humanidad ingrata, que no comprendió ni mereció los muchos y bellos regalos que su "honestidad brutal" iba a traernos.
Por eso es que lo mejor es siempre guardarse las opiniones en sociedad, sobre todo en la de los intelectuales y las mujeres.
Cosa que me ha acabado de iluminar la tarde, ya que explica tantas de las cosas que he visto en internet, en estos blogs, donde cada chapero que aparece espera que uno le de las gracias por sus insultos, que no hemos pedido, que no queremos oír por mucha sinceridad que haya en ellos, y que no tenemos permiso siquiera para que nos ofendan, porque eso es que uno no tiene el nervio para aguantar su honestidad brutal. ¡Pf! Por mí, puedo decir que siempre he tratado de practicar la honestidad cortés, y siempre he velado mis opiniones cuando no sé qué reacción esperar a ellas; actitud que muchas veces me ha granjeado —creo que injusta o al menos precipitadamente— ser tenido por arrogante, altivo, petulante y cosas peores, que es precisamente lo que estaba tratando de evitar guardándome mi honestidad y mi brutalidad para administrárselas al único que debiera agradecerlas cuando se combinan: yo mismo. Cosa que demuestra que el mundo está patas arriba.
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