jueves, 22 de julio de 2010

extraños parecidos

...y entra en pregonera estampida hablando por el móvil, simple excusa, me temo, para llamar la atención y, efectivamente, importuna a un cliente sentado en un mesa pero porque sólo quiero, mi vida, dejar las bolsas de la compra aquí, nada más, y para cuando ha entrado gritando en el wáter, rozándome y pegándome en ese roce, yo ya estoy asqueado de su estresante presencia, la de ella y la de todas esas cotorras parlantes incapaces de sumergirse entre la gente sin perturbar el anestesiante fluir dócil de mis zozobras y, bueno, no tardará ni medio minuto en, a la vuelta de los servicios, importunar a otro cliente, sentándose en donde un viejo incapacitado, tartamudo por lo que se le oye en su conversación con ella, que es a viva voz, y que tiene otras taras de inválido por todo acompañante, peaje, al parecer, de una trombosis justito superada y hete aquí, que la pava no ha ganado menos debes al destino, claro, y resulta que también muy sufrida, sí, que viuda, se escucha, que su marido tuvo la misma dolencia pero aquel quedó peor, en un primer momento, inválido del todo y seis años después, el segundo aviso, el fulminante, pero hasta entonces le cuidé y sin queja alguna, ehhhh, porque le quería, mucho pero ya ves, ahora aquí, sin más, no necesito a nadie, no te creas, para qué, mejor sola que mal acompañada, sí, y de repente, como si las doce en un cuento invertido: las campanas suenan, la magia ilusoria se desvanece y una repelente vieja gorda gritona se reconvierte al momento en una soledad aún no atajada, en una igual algo alterada y siento remordimientos de los patológicos pensamientos exhalados apenas segundos atrás porque sospecho habían nacido desde el mismo agrietado foco de infección que los gritos llamativos de esta triste señora.

2 comentarios:

Sierra dijo...

Hombre, en lo de odiar a la gente es usted un amateur. Su foco de infección no será mucho más que un grano molesto. Los verdaderos virtuosos del odio no dejamos de aborrecer a alguien solo porque se parece un poco a nosotros, al contrario, nos da una razón para detestar aun más, con más saña y ahora con virulencia fortificada.

Odiar a una vieja chillona es algo así como mi precalentamiento misantrópico de la mañana. Luego salgo del café a buscar palomas que patear y perros vagos a los que sisear. Reservo para la tarde mi verdadero comportamiento de ogro.

Héctor Meda dijo...

Bueno, bueno, no me confunda odio con amargura: ¡cuánto mejor es lo primero!