Érase una vez un animal carroñero al que la naturaleza había regalado un don: saber hacer cuentas. De este modo, cuando tenía que entrar a una cueva a robar una presa que habían dejado unos depredadores, él era capaz de si habiendo entrado tres y salido dos entonces saber que quedaba uno; o bien, si habiendo entrado tantos depredadores como habiendo salido, saber que no quedaba nadie en la cueva; o bien, ¡pero en resumen!: era capaz de adivinar cuántos enemigos quedaban en una cueva con sólo haberla vigilado y esto suponía una mejora respecto a sus analfabetos compañeros de manada que siempre y hasta entonces habían entrado a las cuevas en mefistotélica rúbrica con el azar.
El problema, al principio, se debió a que, no teniendo modo de comunicarle a sus iguales carroñeros el cómo de sus cálculos, se veía obligado a hacerse obedecer por la mera fe. Pero no tardó mucho la efectividad de sus predicciones en avasallar la terquedad de los escépticos.
Se erigió entonces en el líder indiscutible de su especie. Hasta que el poder le corrompió: empezó a cometer pequeños mas, en realidad, intencionados fallos con el objetivo de acabar con sus adversarios, disidentes, impertinentes, pronto simplemente aquellos que pasaban casuales bajo su mirada en el momento errado.
Con el tiempo, el resto de la manada, harto de tanto despotismo, decidió asesinar a su tirano. Ello significaría, es cierto, un mayor índice de mortandad pero también, no menos cierto, uno más justo por cuanto no instauraba una esclavitud injustificada, es decir: los carroñeros acabaron por preferir un malestar incipiente antes que un bienestar alienante.
El problema, al principio, se debió a que, no teniendo modo de comunicarle a sus iguales carroñeros el cómo de sus cálculos, se veía obligado a hacerse obedecer por la mera fe. Pero no tardó mucho la efectividad de sus predicciones en avasallar la terquedad de los escépticos.
Se erigió entonces en el líder indiscutible de su especie. Hasta que el poder le corrompió: empezó a cometer pequeños mas, en realidad, intencionados fallos con el objetivo de acabar con sus adversarios, disidentes, impertinentes, pronto simplemente aquellos que pasaban casuales bajo su mirada en el momento errado.
Con el tiempo, el resto de la manada, harto de tanto despotismo, decidió asesinar a su tirano. Ello significaría, es cierto, un mayor índice de mortandad pero también, no menos cierto, uno más justo por cuanto no instauraba una esclavitud injustificada, es decir: los carroñeros acabaron por preferir un malestar incipiente antes que un bienestar alienante.
3 comentarios:
El concepto "necesidad" es fundamental para entender el comportamiento de las personas. Cuando ésta está no cubierta o bien sobrevalorada -empachada, para entendernos- sobrevienen los males.
Màs cuando nuevamente el malestar dejo de ser incipiente para ser solo malestar, muchos empezaron a exigir el derecho al "bienestar alienante", iniciando así un ciclo por los siglos de los siglos de la humana existencia.
A veces los ciclos vuelven pero porque seguramente se olvida la historia y a veces las necesidades que nos urgen no son las que creíamos.
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