lunes, 28 de marzo de 2011

Biosfera 2

(Más anotaciones ya publicadas y ahora reproducidas otra vez)

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Si queréis creerme, bien. Ahora diré cómo es Octavia, ciudad telaraña. Hay un precipicio entre las dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada por dos crestas por cuerdas y cadenas y pasarelas. Uno camina por los travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los instersticios, o se aferra a las mallas de una red de cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube; se entrevé más abajo el fondo del despeñadero.
Esta es la base de la cuidad: una red que sirve para pasar y para sostener. Todo lo demás, en vez de alzarse encima, cuelga hacia abajo: escalas de cuerda, hamacas, casas en forma de bolsa, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua, piqueras de gas, asadores, cestos colgados de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas, tiestos con plantas de follaje colgante.
Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Octavia es menos incierta que en otras ciudades. Saben que la resistencia de la red tiene un límite

Las ciudades sutiles, número 5, extraído del libro Las ciudades invisibles de Italo Calvino

La naturaleza nos tiene inscritos en una carrera hacia a ninguna parte. Una carrera donde nadie tiene asegurado siquiera un mísero premio de consolación. Pero llevar demasiado lejos la metáfora atlética nos puede transmitir la ilusoria creencia de que, en nuestro transitar por la historia, nos bastaríamos a nosotros mismos para seguir sobreviviendo cuando, por el contrario, también importa -y cuánto importa- la trayectoria evolutiva de las restantes especies, dado que ellas, acaban siempre convirtiéndose en garantes de evitar, o responsables de causar, eventualidades en el medioambiente potencialmente letales para nuestra propia especie.

Se podría decir que la biosfera es un complejo teatro de marionetas donde, gracias a la acción de otras marionetas, cada hilo logra sujetarse y por tanto cada especie, incluida la humana, necesita para su supervivencia del salvífico concurso de otras especies que juntas -pero solo si juntas- forman ese complejo sistema holístico llamado ecosistema.

Ahora bien, el privilegio de una especie cualquiera de copertenecer a un determinado ecosistema viene concedido únicamente por el gradual e implacable proceder de la selección natural de quien podríamos decir -en un ejercicio de antropomorfización de la misma y tal y como hace Darwin en el Capítulo IV de El Origen de las Especies- que

está buscando cada día y cada hora por todo el mundo las más ligeras variaciones; rechazando las que son malas; conservando y sumando todas las que son buenas; trabajando silenciosa e insensiblemente, cuandoquiera y dondequiera que se ofrece la oportunidad, por el perfeccionamiento de cada ser orgánico en relación con sus condiciones orgánicas e inorgánicas de vida. Nada vemos de estos cambios lentos y progresivos hasta que la mano del tiempo ha marcado el transcurso de las edades; y entonces, tan imperfecta es nuestra visión de las remotas edades geológicas, que vemos sólo que las formas orgánicas son ahora diferentes de lo que fueron en otro tiempo.

Se hace evidente, pues, la necesidad de apoderarse del papel realizado por la selección natural y poder zafarnos así de ese continuo proceso de domesticación al que somos permanentemente expuestos. Sólo en tal caso podríamos asegurar nuestra supervivencia así como la de aquellas especies que la hacen posible.

Tales napeoleónicas ensoñaciones fueron ensayadas por primera vez de forma seria a principios de la década de los 90. El experimento sería llamado Biosfera 2. Edward Osborne Wilson relatará en el libro Consiliencia (pág. 407) la odisea que supuso aquel experimento.

Se trataba de un ecosistema cerrado que alcanzaba hasta los 12.800 metros cuadrados. Estaba construido en el terreno desértico de Oracle (Arizona) y constaba de una bóveda de cristal dotada de suelo, agua, plantas y finalmente animales. Todo ello con la misión de emular el funcionalismo ecológico de la Tierra. Se trataba, en definitiva, de construir, a la manera de Matrioskas, una Tierra dentro de la Tierra, siendo ambas independientes. Independencia que tuvo dos lógicas excepciones: la primera es que sí hubo una conexión con el mundo exterior, en concreto, se habilitó la comunicación para poder mantener así el contacto con quienes entrasen allí. La segunda excepción fue que desde el exterior se suministró también energía eléctrica.

Diseño y construcción costaron 200 millones de dólares. El éxito del experimento se cifraba en poder probar que la vida humana podía sobrevivir, metidos dentro de una burbuja hermética, en cualquier lugar del sistema solar con independencia del calor y/o radiación que hubiera.

Ocho biosferanos voluntarios entraron en el recinto el día 26 de septiembre de 1991. Al principio todo parecía ir bien pero pasados cinco meses la concentración de oxígeno había disminuido desde el 21% original hasta el 14%. Esta cantidad, solo se encontraría normalmente a altitudes de 5300 metros. Era demasiado baja para la salud. Durante el mismo periodo los niveles de de óxido nitroso habían aumentado hasta niveles peligrosos para el tejido cerebral así como las concentraciones dióxido de carbono, cuya importancia todos conocemos.

Las especies que acompañaban a los biosferanos se vieron drásticamente afectadas por los súbitos cambios. Algunas se extinguieron abruptamente: diecinueve de los veinticinco vertebrados y todos los animales polinizadores desaparecieron, por contra, unas cuantas especies de cucarachas, chicharras y hormigas se multiplicaron en número inaudito. En el caso de algunas especies vegetales, como las ipomeas, pasionarias y otras trepadoras que se habían plantado para que actuaran como sumideros de carbono, su crecimiento resultó tan exuberante que empezó a constituir una amenaza notoria para las otras especies de plantas incluidas las de los cultivos que, ni que decir tiene, eran estrategicamente vitales.

A pesar de todo, los biosferanos fueron capaces de superar estos obstáculos, es más, llegaron a permanecer dentro del recinto los dos años enteros originalmente planeados.

Dicho esto, hay que dejar claro que Biosfera 2, como ensayo al menos, no fue en absoluto un fracaso. Al contrario, nos legó un buen puñado de lecciones siendo tal vez la más importante, la de certificar que aquellos parámetros que configuran un determinado ecosistema sólo pueden pasearse por unos determinados valores a través de un delicado ejercicio de funanbulismo, o al menos, siempre que se pretenda conservar de éste el carácter hospitalario que tiene con la especie humana. Y ese milagroso ejercicio de equilibrismo, por cierto, solo será posible gracias a una división de trabajo ecológica cuya complejidad organizacional y funcional es fruto de una paulatina acumulación de ensayo/error realizada durante millones de años y que, a todas luces, resulta inalcanzable, al menos hasta día de hoy, para cualquier ingeniería humana.

A propósito de este experimento tanto Joel E.Cohen, de la Universidad Rockefeller, como de David Tilman, de la Universidad de Minnesota, afirmarán que:

Nadie sabe todavía cómo manipular sistemas que proporcionan a los seres humanos los servicios de soporte de vida que los ecosistemas naturales producen gratutitamente(...)[y]a pesar de sus misterios y peligros, la Tierra sigue siendo el único hogar conocido que puede sustentar la vida.

No se puede, por tanto, pretender trascender u obviar a la madre Naturaleza y si la humanidad persistiera en su menosprecio a la misma entonces ¿no se estaría comportando, en cierto modo, como un adolescente malcriado que tuviera ridículos e imposibles sueños de emancipación? En ese sentido considero que las conclusiones de E.O Wilson son lo suficientemente elocuentes como para cederle las últimas palabras de la anotación:

Avanzar como si el genio científico y empresarial haya de resolver todas y cada una de las crisis que vayan surgiendo, implica que la degradación de la biosfera global puede gestionarse de igual manera. Quizá esto sea posible en décadas futuras (siglos parece más probable), pero en la actualidad todavía no se atisban los medios necesarios para ello. El mundo vivo es demasiado complicado para que pueda ser mantenido como un jardín en un planeta que se ha convertido en una cápsula espacial artificial. No se conoce ningún homeostato biológico que pueda ser activado por la humanidad. Creer otras cosa es arriesgarse a reducir la Tierra a un yermo, y la humanidad a una especie amenazada.

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