Interesante, podría decir el lector, pero esta idea de los "mercados turbulentos" no pasa de ser una metáfora. ¿Acaso puede compararse el viento con un mercado financiero, un vendaval con una recuperación, un huracán con una quiebra?
En términos de causas subyacentes, desde luego que no. Pero desde un punto de vista matemático la comparación tiene sentido. Un rasgo extraordinario de la ciencia es que fenómenos de lo más diverso y sin ninguna relación aparente pueden describirse mediante herramientas matemáticas idénticas.
La misma ecuación cuadrática que aplicaban los antiguos para trazar los ángulos rectos de sus templos sirve hoy a los banqueros para calcular el rendimiento de un nuevo bono a dos hasta su vencimiento. Las misma técnicas de cálculo concebidas por Newton y Leibniz hace dos siglos para estudiar las órbitas de Marte y Mercurio sirven hoy a los ingenieros civiles para calcular las tensiones que soportará un nuevo puente, o el volumen de agua que pasa por debajo.
Esto no significa que el puente, el río y los planetas funcionen de la misma manera, ni que un arqueólogo que trabaja en la Acrópolis deba poner un precio a un título de Accenture.
Igualmente, el viento y los mercados son cosas bien distintas: el primero es un fenómeno natural, el segundo una creación humana. Pero la variedad de fenómenos naturales es ilimitada, mientras que, aunque pueda parecer todo lo contrario, el número de conceptos y recursos matemáticos realmente distintos a nuestra disposición es sorprendentemente reducido.
Cuando un hombre procede a aclarar la jungla emplea una variedad de herramientas relativamente escasa: quizás un machete para cortar, un bulldozer para derribar árboles y fuego para quemar. La ciencia es así. Cuando exploramos el vasto dominio del comportamiento natural y humano, encontramos que nuestros mejores útiles de medición y cálculo se basan en ideas sorprendentemente básicas. Cuando un hombre tiene un martillo, todo lo que ve a su alrededor son clavos que golpear.
Así pues, no debería causar gran sorpresa que, con nuestro reducido número de herramientas matemáticas efectivas, podamos encontrar analogías entre un túnel de viento y una pantalla de Reuters.
Benoìt Mandelbrot en su libro Fractales y Finanzas, pág. 130
El libro sagrado del que mejor se conocen las condiciones en que fue escrito es el Corán. Las mediaciones entre la totalidad y el libro eran por lo menos dos: Mahoma escuchaba la palabra de Alá y se la dictaba a su vez a los escribanos.
Una vez -cuentan los biógrafos del Profeta-, al dictar el escribano Abdulah, Mahoma dejó una frase a medias. El escribano, instintivamente, le sugirió la conclusión. Distraído, el Profeta aceptó como palabra divina lo que había dicho Abdulah. Este hecho escandalizó al escribano, que abandonó al Profeta y perdió la fe.
Se equivocaba.
La organización de la frase, en definitiva, era una responsabilidad que a él atañía; era él quien tenía que arreglárselas con la coherencia interna de la lengua escrita, con la gramática y la sintaxis, para acoger la fluidez de un pensamiento que se expande al margen de toda lengua antes de hacerse palabra, y de una palabra particularmente fluida como la de un profeta. La colaboración resultaba necesaria para Alá, desde el momento en que había decidido expresarse en un texto escrito. Mahoma lo sabía y deja al escribano el privilegio de concluir las frases; pero Abdulah no tenía conciencia de los poderes que estaba investido.
Perdió la fe en Alá porque le faltaba la fe en la escritura, y en sí mismo como agente de la escritura.
Italo Calvino en Si una noche de invierno un viajero, pág.192
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