jueves, 13 de noviembre de 2008

¿Corrompe el mercado la moralidad?

Citoyen ha propuesto un reto abierto, originariamente lanzado por la Fundación Templeton, consistente en averiguar si el mercado corrompe la moral.

En un principio no pensaba recoger el guante pero, a la vista de que las respuestas ya planteadas no me satisfacen, me veo abocado a responder para desahogarme un poco.

En primer lugar hay que decir que la pregunta está mal planteada a razón de su excesiva ambigüedad. ¿Qué es el libre mercado? ¿Qué entendemos por moral? Dependiendo de cómo se definan esos dos términos, se llegará a una conclusión u otra. Hagamos, pues, un árbol de opciones y veremos cómo diferentes premisas nos llevan a diferentes conclusiones.

Si no hay regulación y permitimos, por ejemplo, el fraude entonces claro que el libre mercado desincentiva comportamientos moralmente aceptables -razón por la cuál se hace necesario un imperio de la ley- pero si aceptamos un mercado regulado, habrá que especificar cuáles son las interacciones económicas válidas y cuáles no para dilucidar si ese mercado histórico en concreto (con sus leyes que prohíben ciertos comportamientos) corrompe o no la moral.

Partamos de un libre mercado mínimamente regulado donde sólo se exige una ausencia de coacción. Constatemos que estamos hablando de un ente platónico de inobservada encarnación histórica haciéndose, por tanto, muy difícil, cuando menos, el análisis sobre su incidencia en la moral social. Pero si entendemos así el libre mercado, esto es, aquel que permite la libre y voluntaria interacción de los agentes económicos entonces especulamos que se darían, seguramente, ciertos comportamientos sociales o intercambios económicos nunca vistos hasta ahora -al menos de forma masificada- como el libre comercio de órganos, la adopción privada o la prostitución infantil. Sólo podríamos aceptar como inadmisibles y corruptores estos comportamientos si aceptamos una moral que los prohibiese pero si, por contra, asumimos la moral rothbardiana -una ética específicamente creada para loar ese mercado- entonces, efectivamente, el libre mercado no corroería la moral, antes bien, sería su hábitat natural. Cualquier otra moral, que no parta de falaces axiomas espiritualistas, evidentemente chocará con un irrestricto libre mercado.

En este punto, es fácil recurrir a una suerte de solución chapucera para salir al paso, consistente en aclarar que por libre mercado se entiende un término relativo cifrado en el lema más libertad económica, más individualismo.

No obstante seguiríamos teniendo el problema de acordar la moral de partida a analizar. Si nos acogemos a una moral judeocristiana como marco de referencia, tal y como creo que pretendía sutilmente proponer la católica Fundación Templeton, entonces, en mi opinión, el mercado, cualquier mercado, cualquier economía movida por el afán de lucro, al habilitarse como facilitador -ya que de ello hace negocio- de nuestras pulsiones naturales, corroe gran parte de las antinaturales restricciones (frugalidad, castidad, altruismo, etc) históricamente propuestas -cuando no impuestas- por la moral judeocristiana.

Otro tanto pasaría con cualquier otra ética maximalista dado que el mercado amplía el abanico de acciones factibles y por tanto, para aquellas morales que propugnan un sólo camino como el correcto, incrementa las tentaciones, la posibilidad de errar.

Pero además, aún definidas moral y mercado claramente, la pregunta seguiría siendo absurda puesto que no es el mercado el que históricamente ha determinado o influido la moral sino que esta ha sido la que ha permitido que unas caóticas interacciones sociales se conviertan históricamente en un mercado determinado o en otro careciendo de sentido achacar al efecto (el mercado) la naturaleza de la causa (la moral). Recordemos que el libre mercado lo que permite es

la creación de órdenes complejos extensos sin ningún planificador o director que determine a cada uno de los miembros o elementos del mercado qué debe hacer; lo cuál no es óbice para que (a diferencia de un orden azaroso) sí haya que delimitar, si hace falta de forma coercitiva, qué no pueden hacer.

Y esa delimitación viene dada por una ley fruto de la moral social sin la cuál no existiría el mercado actual sino que, a lo más y como mucho, el paraíso rothbardiano, con seguridad y con tristeza, el ruido y la furia de Somalia.

Sólo tendría sentido afirmar que un mercado corrompe una moral dada -ya que hay que decir cuál- si presuponemos previamente una maximalista estática moral platónica (bien sea rothbardiana, cristiana, etc…) a la que hay que converger pero si, por contra, damos a la moral una dinámica fundamentación naturalista que la haga coevolucionar con nuestros instintos morales y con aquellas tradiciones culturales de eficacia probada, entonces es el mercado el corrompido, el influido, el reflejo lisonjero o hiriente de nuestra naturaleza moral, no al revés.

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