martes, 4 de noviembre de 2008

Divagaciones sobre la inmortalidad

Decirse adiós es negar la separación, es decir: hoy jugamos a separarnos, pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros.
Delia: alguna vez anudaremos ¿junto a que río? Este dialogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Borges y Delia.

Delia Elena San Marco, El Hacedor, Jorge Luis Borges


No es difícil entender por qué los seres humanos se han angustiado a lo largo de la historia con la idea de la muerte. Tenemos un instinto de supervivencia preprogramado en nuestro cerebro que nos hace desear permanecer en este campo de juego aunque desconozcamos las reglas del mismo y aunque sepamos con seguridad que son tendenciosas.


En la naturaleza (y aquí, algún lector tal vez se sorprenda) sí existen seres inmortales. Dicho esto, posiblemente nadie quiera la inmortalidad de la Turritopsis nutricola, una hidromedusa que tiene la fantástica capacidad de revertir su estado adulto y convertirse de nuevo en pólipo. Este proceso puede repetirse indefinidamente, lo que a efectos prácticos supone que un ejemplar nunca muere como tal pero que trasladado a las coordenadas humanas implicaría poder convertirnos en bebés una vez más al alcanzar la vejez. Una inmortalidad, sí, pero al precio de pagar por ella con la desaparición de nuestra personalidad, es decir, una inmortalidad, sí, pero al precio de pagar por ella con nuestra muerte.


Lo que se busca por tanto es la supervivencia de nuestro yo, esto es, de nuestra alma. Dostoievski, verbalizó un sentir común cuando dijo aquello de que hay una sola idea superior en la tierra: la de la inmortalidad del alma humana. Todas las demás ideas de las que puede vivir el hombre surgen de ella.


Una breve historia de la formulación de esta idea nos llevaría primeramente hasta el Fedón de Platón donde se nos habla de una sustancia psíquica, el alma, la cuál puede vivir mejor sin el cuerpo al que manejaría como un auriga maneja sus caballos.


Descartes recogería esa distinción entre cuerpo y alma que desde entonces se conoce como dualismo cartesiano. El filósofo francés definiría alma como cosa pensante opuesta a cosa "extensa".

Y luego vendría Locke y afirmaría que lo único existente son percepciones y sensaciones; y recuerdos y percepciones sobre esas percepciones y sensaciones.

El camino del idealismo (nada de materia y mente, todo es mental) llegaría a su punto más extremo con Berkeley quien sostendría que la materia es no más que una serie de percepciones y que esas percepciones son inconcebibles sin una conciencia que las perciba.

Hume refuta ambas hipótesis al negar el alma y el cuerpo. Si en el mundo se suprimieran los sustantivos, dirá, todo quedaría reducido a verbos. Al decir del filósofo escocés, no deberíamos decir yo pienso, porque yo es un sujeto; se debería decir se piensa del mismo modo que decimos llueve dado que en ambos verbos tenemos una acción sin sujeto. Cuando Descártes dice pienso, luego existo, tendría que haber dicho se piensa, luego algo existe porque yo supone una entidad que no tenemos derecho a suponer.


El pensamiento occidental posterior sobre el alma nos regala definiciones variadas: en Espinoza se habla del alma como atributo y modo de la substancia divina; en Leibnitz, como mónada cerrada en sí misma, en Lessing, como aspiración infinita; en Kant, como imposibilidad de aprehender lo absoluto; en Fichte, como saber y acción; en Hegel, como el auto desarrollo de la idea; en Schelling, como potencia mística; en Nietzsche, como voluntad de poder; en Freud como, diferencia entre el "yo" y el "super-yo"; en Jaspers, como "existencialidad"; en Heidegger, como "ser-ahí".

Borges cuando habla de este tema en una conferencia recogida en un libro (con la cuál he contraído ciertas deudas por culpa de este post) anota, de entre las distintas defensas habidas de la inmortalidad personal, la original perspectiva de Fechner que no puedo evitar reseñar. Este hombre afirma que que todos tenemos ilusiones, esperanzas, emociones y temores que no corresponden a la duración de la vida. Si pensamos en un embrión, veremos en su cuerpo cómo le salen piernas, que no le valen para nada, brazos, que no le valen para nada, manos, que no le valen para nada, y demás miembros, que no le valen para nada y que sólo le resultarán útiles en una vida ulterior. Análogamente no necesitamos de nuestras ilusiones, esperanzas, emociones y temores en nuestra vida mortal; deberemos esperar a una vida ulterior para poder usarlos apropiadamente.

A principios del siglo XX, sin embargo, William James sentenciaría que el tema de la inmortalidad era más un asunto para la poesía (y teología) que para la filosofía.


Así las cosas, frente esa paulatina indiferencia que ha venido desplegando la filosofía hacia el tema, es curioso encontrar que la ciencia, a modo de mitología contemporánea, haya revitalizado recientemente, bajo un prisma enteramente laico, esta ensoñación.


La razón se debe a que desde la perspectiva del funcionalismo fisicalista fuerte -compartida, entre otros célebres pensadores, por Douglas Hofstadter o Daniel Dennett- la mente puede seguir existiendo en cualquier tipo de soporte material, no necesariamente uno biológico, siempre y cuando este sea capaz de computar. De ser cierta esta neurofilosofía significaría que podríamos transvasar nuestra consciencia a un medio informático y, tal y como sueñan los transhumanos, lograr así la inmortalidad, bueno, habría que decir -más técnicamente, dado de que cualquier ser material es susceptible de ser destruido- que se podría lograr la superlongevidad.


Podríamos estirar un poco más la idea. Si nuestra consciencia puede transportarse de un medio a otro es fácil constatar que mientras se ha extraído de un medio y espera a instalarse en el otro ésta existe, como un software cualquiera, de forma inmaterial, como en cierta ocasión apuntó Umberto Eco. Podríamos soñar entonces que -de manera análoga a lo que postula la teoría oscilatoria según la cuál el big bang de nuestro universo provendría de un big crunch de otro anterior- la muerte fuera una suerte de implosión explosiva que plasmase, en algún lugar de nuestro universo, nuestro software, nuestro yo, en definitiva, nuestra alma para quedar fijada allí a perpetuidad.


Personalmente considero que, en cualquier caso, es una ingenuidad creer, como hacía Dostoievski, que teniendo asegurada la inmortalidad personal habríamos acabado con el drama de la existencia. La muerte está actuando constantemente en nuestras vidas, escondida en los resquicios infinitesimales dejados por el tiempo, seleccionando ora un curso de vida ora otro y provocando que, ese sumidero de felicidades y esperanzas que es lo contrafáctico, lo que pudo ser, resulte inalcanzable.

8 comentarios:

Daniel Vicente Carrillo dijo...

No se nos ha concedido la inmortalidad porque nada hay más peligroso que un hombre sin temor. Temer es un signo de impotencia, y sin embargo es necesario para que seamos útiles al cuerpo social. Si la moral resultase, como quiere el darwinismo, una prolongación de las costumbres heredadas de nuestra prehistoria animal, no se entendería que una de sus bases más importantes fuera algo tan dependiente de factores externos como el temor -y, por tanto, algo no heredable.

Héctor Meda dijo...

Gracias por el comentario irichc ;-)

Veo que tu defensa del alma se parece un poco a la de Fechner referenciada en este post.

El problema que le veo a este tipo de defensas anti-darwinianas es que presuponen que ciertos atributos psíquicos (esperanza, miedo, etc) no son adaptativos.

A mi juicio el ser un temerario resulta, a la larga, contraproducente entendiéndose así que el tener miedo sí es algo encuadrable en términos naturalistas.

De todas formas ya digo en el post que no es difícil especular desde la ciencia sobre una posible fundamentación del alma aunque al final todo se reduzcan (en mi caso) a divagaciones

Daniel Vicente Carrillo dijo...

No hay de qué, Hector.

Cité a Fechner hace años traduciendo del inglés el texto al que te has referido. No sé si ha sido casualidad o diste ya con mi cita.

Fechner no era antidarwinista, sino que quería pasar por darwiniano excéntrico, aunque sus presupuestos científicos fueran muy laxos e imaginativos. Mostró que algunas hipótesis místicas eran consistentes con el darwinismo y con la cosmovisión científica, de ahí su originalidad. También tiene interesantes observaciones sobre cuestiones escatológicas como la que comentas.

En cuanto a mí, tampoco me considero antidarwinista, ni darwinista por cierto. Hay presupuestos filosóficos en los hallazgos de Darwin que fueron anticipados por Leibniz; sus resultados tampoco me parecen incompatibles con la Biblia, como ya he defendido en alguna ocasión.

Me opongo, sin embargo, a ese materialismo pandarwinista que se ha apoderado de las universidades, los medios de comunicación y las tertulias de mesa camilla. Ni el hombre puede reducirse al animal, ni el animal al vegetal, ni el vegetal al mineral, a no ser que lo hagamos en base a doctrinas abstractas como la monadología, que ve vida en cada ápice de materia. Pero la psicología y la moral humanas no guardan parangón con la de los animales, salvo en lo obvio. Sólo puede afirmarse lo contrario desde la superficialidad o la mentira.

Si el temor al castigo -no cualquier temor- fuese adaptativo, no necesitaríamos las leyes para hacer el bien. Si estuviera programado en nuestros genes como el hambre o las ganas de copular, de más estaría enseñarnos a ser virtuosos o simplemente educados: obedeceríamos a la autoridad mientras la desobediencia pudiera estimarse peligrosa para el infractor, quizá también cuando dejara de serlo (pues a veces se come sin hambre). Pero el ser humano es contradictorio, así que la cuestión no resulta tan simple como esos vendedores de crecepelo pretenden.

En mi blog, etiqueta "Alma", hay varias demostraciones sobre la inmortalidad y muchas dificultades a la hipótesis reduccionista, si bien sólo esbozadas.

Creo, por último, que pones en boca de Dostoievski más de lo que él quiso decir. No obstante, estoy de acuerdo con tu opinión según la cual la muerte no sólo rodea a la vida, sino que también penetra en ella. Me ha recordado a lo que Scheler afirmaba de la inmortalidad física, a saber, que ésta es imposible, puesto que nuestro futuro está en proporción inversa a nuestro pasado y tiende a cero, por más que se prolongue la vida de la máquina corporal.

Héctor Meda dijo...

Pues no di (ni doy) con tu cita de Fechner si no que la saqué de la conferencia de Borges. :-P

Dices:
la psicología y la moral humanas no guardan parangón con la de los animales, salvo en lo obvio

Pero la cuestión es averigüar si (como dijiste en un comentario en el post mío de Creyentes sin fe) si pese a la continuidad física de todas las especies, existe [o no] una discontinuidad psíquica en los individuos, que son entes discretos

Wallace codescubridor de la teoría de la evolución creía que sí. Yo, con Darwin, me inclino que no, que hay un salto exponencialmente cuantitativo pero no cualitativo.

Y aún así, aún suponiendo que no exista conducta alguna que no esté explicada por la teoría darwiniana se podría reformular la teoría de Fechner, y de hecho, eso ha hecho Chalmers, con el tema de los qualia.

Efectivamente, se pregunta Chalmers, ¿para qué queremos los qualia si evolutivamente no aportan nada a nuestra computación cognitiva?

Por eso no me gusta el funcionalismo fisicalista fuerte porque paradójicamente deja un resquicio de dualismo que repele a mi espíritu spinoziano y sin embargo, ese resquicio espiritualista está ahí en el núcleo de la doctrina de ciertos popes del darwinismo o, mejor dicho, la posibilidad de extender la idea (sin contradecirla) hasta hacerla afín a la inmortalidad personal.

Al final todo este tema está relacionado con el tema de la conciencia del cuál no tengo una sólida creencia pero sí ciertas preferencias.

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Interesantes apuntes.

Mi traducción de lo de Fechner la encontrarás en este foro que empleaba como base de datos en mis años mozos (nota: no usé el escáner ni el copia-pega más de una o dos veces).

Héctor Meda dijo...

Gracias por el link.

Ciertamente es una manera original de ver el tema.

¡Ah! Me alegro que te autoproclames lector asiduo de este blog (me refiero al widget ese). Ya ves que soy lo mismo del tuyo ;-)

Saludos

Daniel Vicente Carrillo dijo...

Claro, es que lo soy. Además, los pobres tenemos que ayudarnos. Copié el widget de esa monja tan potente que tienes al lado (por partida doble).

Anónimo dijo...

Me parece que William James no ubicó la cuestión de la inmortalidad del alma en la poesía o en la teología, pero tampoco en la filosofía, sino más bien la ubicó en las ciencias empíricas. Es decir, la clave para la cuestión de la inmortalidad del alma consiste en averiguar cuál es la relación entre el cerebro y la conciencia, algo que sólo una investigación empírica puede abordar.
James nos hizo notar que si bien la neurología nos muestra que la relación entre el cerebro y la conciencia es una relación funcional: la conciencia es una función del cerebro, esto no impide que la conciencia pueda seguir existiendo después de la muerte cerebral, pues hay dos tipos de funciones: función productiva y función permisiva. Sólo si la conciencia es una función productiva del cerebro, esto es, si es producida por el cerebro, desaparecería con la muerte cerebral, pero si es una función permisiva del cerebro, o sea, si el cerebro sólo permite sus diversos contenidos, entonces seguiría existiendo indefinidamente después de la muerte cerebral.
Así James se decantó por la tesis de que la conciencia es una función permisiva del cerebro, pues teniendo en cuenta la existencia de fenómenos psi como la telepatía y la clarividencia, que sólo podrían ser explicados si suponemos que la conciencia es una función permisiva del cerebro, la tesis de que la conciencia es una función permisiva del cerebro se impone.
Y en mi opinión ésta es la mejor defensa que incluso actualmente se puede hacer sobre la inmortalidad de la conciencia humana.