jueves, 20 de enero de 2011

Crimen sin castigo

Un gran predicador está enseñando en la plaza del mercado. Y resulta que un marido encuentra pruebas esa mañana del adulterio de su esposa, y la muchedumbre la lleva a la plaza para lapidarla hasta la muerte (...)

El predicador se adelanta y se coloca junto a la mujer. Por respeto a él la muchedumbre se detiene y espera con las piedras en la mano. ¿Hay alguién aquí que no haya deseado a la esposa de otro hombre, al marido de otra mujer?, les dice.

Ellos murmuran y dicen: Todos conocemos el deseo. Pero, Maestro, ninguno de nosotros ha cometido el acto.

El predicador dice: Entonces arrodillaos y dad gracias a Dios porque os hizo fuertes.
Toma a la mujer de la mano y la saca del mercado, y justo antes de que ella se marche, le susurra: Dile al señor magistrado quién fue el que salvó a su amante. Dile que soy su siervo leal.

Así que la mujer vive porque la comunidad está demasiado corrupta para proteger el desorden.


Ya la idea de comentar el libro de Job constituye una opción muy específica: Job no se opone al orden del cosmos y del poder, que impacta tan dolorosamente sobre él, sino que intenta explicarlo con el hecho de que en los insondables planes de Dios para la historia de la salvación de ambos órdenes -de la justicia temporal y de la celestial- no coinciden; es más, se oponen produndamente por el misterio del mal ingresado al mundo con el pecado original y no eliminable, aun dentro de la iglesia.


Otro predicador, otra ciudad. Se acerca la mujer y detiene a la multitud, como en la otra historia, y dice: ¿Quién de vosotros está libre de pecado? El que lo esté, que tire la primera piedra.

La gente se avergüenza y olvidan la unidad de su propósito al recordar sus pecados individuales. Algún día -piensan-, puedo ser como esta mujer, y esperaré el perdón y otra oportunidad. Debo tratarla como me gustaría que me tratasen.

Y cuando abren las manos y dejan que las piedras caigan al suelo, el predicador recoge una de ellas, la alza sobre la cabeza de la mujer y golpea con todas sus fuerzas. Aplasta su cráneo y esparce sus sesos por el suelo.

- Yo tampoco estoy libre de pecado - le dice a la multitud -. Pero si dejamos que sólo la gente perfecta cumpla la ley, pronto la ley morirá, y nuestra ciudad con ella.

Así que la mujer muere porque su comunidad era demasiado rígida para soportar su desviación.


(...) nace un derecho de Dios como pedagogía para los pueblos de la nueva Europa naciente. Contrariamente a lo que suele creerse, no es la superposición de un derecho de Dios fundado sobre las Escrituras al nuevo derecho barbárico en surgimiento. La justicia humana es fruto del pecado y no posee intrínsecamente la capacidad de transformar la realidad sino sólo la de compensar con violencia la violencia, de restablecer un equilibrio de los derechos de los individuos y de los grupos con actas de restitución, de resarcimiento o de castigo equivalentes. El plano de la justicia de Dios es otro y sustancialmente nada tiene que ver con éste, no pretende suplantarlo.


La versión más famosa de esta parábola [la de la adúltera] es notable porque es rara en nuestra experiencia. La mayoría de las comunidades se encuentran a caballo entre la podredumbre y el rigor mortis, y cuando se desvían demasiado, mueren. Sólo un predicador se atrevió a esperar de nosotros un equilibrio tan perfecto que pudiéramos cumplir la ley y perdonar la desviación. Por eso, naturalmente, le matamos.


Ya Hans Kelsen en su madurez, (...), ponía en guardia -aunque defendiera la "teoría pura del derecho" contra las teorías iusnaturalistas- contra una visión superficialmente positivista, demostrando que también las costumbres y la moral, al igual que el derecho, alumbran un poder concreto de coerción suyo, aunque este último no se exprese en multas o en años de cárcel sino con sanciones basadas sobre la pérdida de rol social o sobre la amenaza con penas inmateriales, no visibles, pero no menos eficaces si forman parte de una creencia extendida que involucra a la generalidad, tal como el castigo o la felicidad eternos. Por ello, en la historia concreta de la civilización cristiana occidental, el nodo medular para comprender ese hálito que permitió el nacimiento del Estado de derecho y del ideal liberal es la paulatina distinción entre el concepto de pecado, como desobediencia a la ley moral, y el concepto de delito, como desobediencia a la ley positiva.

No hay comentarios: