domingo, 7 de diciembre de 2008

Anatomía del intelectual contemporáneo

El concepto de Tercera Cultura nace a raíz de un libro de John Brockman en el cuál se hacía referencia al divorcio entre la cultura humanística y la científica (que C.P. Snow diagnosticó en su obra Las dos culturas) proponiendo como solución fundamentar a ambas sobre la base de una filosofía natural.

Brockman nos exigió redefinir al intelectual moderno que, en contraste con el anterior, el ya caduco, el que es conocedor del existencialismo o de Freud mas no de, pongamos, la segunda ley de la termodinámica; deberá conocer y divulgar la ciencia.

Personalmente comparto los anhelos de conquista, de búsqueda de presencia social de la ciencia y por extensión de lo que se denominaría tercera cultura salvo, y es que siempre hay un pero, salvo cuando pretende para sí una indisputada autoridad en temas teogónicos, esto es, que sólo la ciencia, frente a otras actividades intelectuales como el arte, pueda dar respuesta -más bien juguetear como lleva haciendo el hombre desde que se irguió- a las grandes cuestiones que acechan al ser humano.

Una egomaníaca autosuficiencia que me parece ingenua a razón de que, como ponía de manifiesto este trabajo científico que reseñé, el lenguaje y por ende cualquier comunicación necesita rebajarse a lenguaje poético, arcano, para poder dar cuenta de aquellas percepciones mentales inexpugnables a todo intento de verbalización.

Gracias a nuestro principio de simulación de la realidad -brevemente explicado aquí- conseguimos que el lenguaje, narración mediante, sea capaz de transmitir vivencias inefables aunque sea a riesgo de dinamizar, esto es, dinamitar el significado del texto.

Por recordar una distinción ya reseñada, la ciencia comercia con un conocimiento articulable, que es susceptible de ser comunicado; no es su negocio, sin embargo, el manejar el conocimiento tácito. Es decir, que la ciencia puede, por ejemplo, hablarnos de los celos pero en términos, digamos de bajo nivel, en términos abstractos (v.gr: es un instinto biológico que nos instiga a proteger nuestra descendencia, etc); no nos da su vivencia, no nos enfrenta a nosotros mismos a modo de espejo y nos recuerda su carácter enfermizo ni su similitud con el miedo al miedo, en consecuencia, no nos transmite el know how que nos habilita, o mejor dicho, nos entrena para distinguir cuándo ese sentimiento es un sensato modo de proteger nuestros intereses y cuándo se está convirtiendo en una obsesión. Y si lo hace, si nos informa del modo de encontrar ese equilibrio lo hará con la misma abstracta y a la postre estéril desenvoltura con que nos explicaría cómo subir unas escaleras o cómo hace un ciclista para mantenerse en pie, ya se sabe, hay que mantener el equilibrio moviendo el manillar al lado contrario hacia el que comienza a caerse y causando de esta forma una fuerza centrífuga que tiende a mantener derecha la bicicleta, ya se entiende que eso es decir nada.

Un caso paradigmático de la función desplegada por, en este caso, la literatura en la vida de una persona lo tenemos en la Ilíada, en el dramático personaje de Aquiles, en su tácito e indescriptible anhelo de gloria eterna cuya reverberación tuvo una crucial resonancia siglos más tarde en Alejandro Magno hasta al punto de que acabó identificándose con él así como a su amante Hefestión con Patroclo.

Desengáñate lector@ porque nada más lejos de mis intenciones que agotar el tema de la función del Arte en unas breves líneas sólo pretendo acotar su terreno -el mito o las fronteras del lenguaje-, un terreno que la ciencia puede y debe sedimentar mas no conquistar.

Acepto, empero, que el intelectual moderno ha de conocer la tercera cultura en tanto en cuanto su rol pretenda tener una eminente proyección social. Las razones quedan más claras si definimos la función que tiene este en la sociedad contemporánea y lo haré sin desear agotar todas las tipologías, puesto que me muestro escéptico con las categorizaciones; pero, en principio, veo dos papeles, que puede interpretar el intelectual contemporáneo.

El primero es el de Juez/Policía. Aquel que vigila que no se produzcan matrimonios ilegales, ideas arrejuntadas de forma chapucera en una estructura precaria a razón de que su argamasa no tienen ningún tipo de certificación experimental. Se lucha contra o, mejor dicho, se revela el error a aquellos que creen conceptos abstractos (v.gr: igualitarismo, ausencia de coacción) a través de los cuáles segregan todo su discurso omniefable independientemente de la aptitud real de estos conceptos para congeniar con la realidad.

Como ejemplo de esta actividad policial señalaré un post mío en donde critiqué que aunque sería deseable que todos los criminales fueran reinsertados en la sociedad como individuos, ahora sí, respetuosos con la ley, es más que posible que nos encontremos, al comprobar el actuar de los exconvictos, con personas que -por las razones que sea- no son capaces de reinsertarse teniendo el político en tal caso que obviar cualquier platónico concepto de dignidad o perfectibilidad moral para, por contra, construir un código penal más acorde con la naturaleza humana. Dicho de otro modo que todos las personas deban ser reinsertadas en la sociedad es un aserto cuya implantación dogmática no ha de nacer a resultas de divagaciones moralistas sino de cumplir primariamente el requisito nada baladí de que sea realizable. Una viabilidad, por cierto, que la certifican sólo las ciencias y las evidencias empíricas -aunque de natural las ciencias de por sí se sustenten en evidencias empíricas-.

El otro cometido del intelectual es el de empresario de ideas. Así como el empresario se dedica a comprar barato un bien en un lugar donde abunda para venderlo caro en otro lugar donde escasea entiendo por intelectual, también, a una persona que recoge las ideas donde proliferan y las esparce por donde faltan.

Esto es posible y necesario en intramuros de la ciencia porque ésta no forma un imperio del conocimiento ininterrumpido sino que consta más bien de islas intermitentemente comunicadas donde las ideas no se mueven sin ningún tipo de problema entre un terreno y otro, salvo más allá de un cambio de nombre, sino que en ciertas áreas muchas veces son hostílmente recibidas cuando no ignoradas.

Véase, como ejemplo de lo primero, la perspectiva darwinista aplicada a la economía empresarial. Como ejemplo de lo segundo, compárese la autista sicología freudiana con la atenta sicología evolucionista que sí escucha a otras ciencias como la biología.

Esto es posible y necesario, también, en extramuros de la ciencia porque supone el marco idóneo para realizar reformas sociales de una forma sensata, encontrándonos así con el concepto de Popper de Sociedad Abierta.

Frente a la sociedad cerrada, tribalista, supersticiosa, autoritaria; Popper clama por una sociedad abierta que tendría a gobernantes democráticamente reemplazados, que distinguiría entre ley y costumbre, que, a través de la crítica racional, buscaría aumentar el bienestar social.

Un aumento del bienestar que se llevaría a cabo mediante ingeniería social, es decir, mediante reformas políticas encaminadas para ello. En este sentido, es curioso constatar como en ciertos círculos liberales y por tanto, y en principio, afines a las ideas de Popper; es moneda común despachar toda reforma política como un opresor ejercicio de ingeniería social o bien un balsámico ejercicio de liberación si esta se fundamenta simplemente en finiquitar tal o cual ley coactiva.

Nada más lejos de la realidad. A día de hoy, el gordiano entramado entre un orden coactivamente impuesto y un orden espontáneamente surgido que rige la sociedad resulta imposible de desamarrar puesto que se podrían dar casos -¿por qué no?- en donde la coacción también fuera una sensata emergencia evolutiva y por lo tanto sólo cabe entender toda reforma como lo que es, una ingeniería social que podrá ser matizada y clasificada como gradual o saltacionista (utópica) dependiendo de cuál sea su alcance.

Popper defenderá, frente a una indeseada aceptación acrítica del statu quo, una ingeniería social, sí, pero gradual porque en lo que a nuestra sociedad se refiere, el grado de complejidad con el que se desarrollan nuestras instituciones hace imposible proponer una reforma cualesquiera -más cuanto más grande sea esta- y conocer con total certeza los efectos colaterales que conllevará. Es decir, se hace necesario concebir la política como un juego de palitos chinos o Mikado en donde un palillo se ha de recoger sin mover a los demás, obligándose para conseguirlo llevar a cabo acciones pausadas, progresivas.

Esas reformas, además, habrán de hacerse ateniéndose al espíritu de la sociedad abierta, esto es, articulándose la crítica social de forma común y racional. Común frente a una excluyente aristocracia. Racional frente a una peligrosa superstición, frente a raquíticas teorías aficionadas a regurgitar ideas utópicas sin sustento empírico que nos aboca a callejones sin salida. Ni que decir tiene que no hay otro alimento para este espíritu que el de la tercera cultura y no hay mayor urgencia social que esta llegue a toda la ciudadanía para que toda la sociedad puede participar de una sensata mejora de la misma.

En resumen, en las sociedades modernas todo ciudadano está llamado a filas para ejercer de intelectual en aras de luchar por la mejora social. Para ello tiene ante sí dos papeles: el de policía, el de empresario. Ambos necesitan de un armamento, de una tercera cultura puesto que esta es, ante todo, una formidable herramienta analítica; puesto que esta es, de hecho, el instrumento óptimo para mantener abierta a la sociedad, para tratar de mejorarla, para tratar de reformarla.

Reformas que el intelectual contemporáneo, que ya descree de las utopías, de los paraísos en la tierra, que, incluso, descree de su capacidad para estar en lo cierto; se obliga a proponer sólo de forma gradual, con certificado de ser reversibles pues es temeroso de emular la caída de Icaro, de comportarse de forma cientista, con fatal arrogancia que diría Hayek, y se autoimpone para ello un valiosísimo método profiláctico que le ayuda a que sus fantasías políticas no degeneren en partos monstruosos.

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