Ciertamente, la votación entre astrónomos para terminar de excluir o no a Plutón como parte de la población planetaria del sistema solar, puede dar pie a muchos comentarios pretendidamente anticientificistas, en puridad, aburridamente solipsistas. No obstante, me parece estimulante la pregunta que indagase irónicamente sobre cuántos planetas hubiera tenido verdaderamente el sistema solar...si no hubiéramos aparecido nosotros en escena.
El constructivismo, si se entiende bien, se debe a la desatención de los cantos de sirena como los de, a un lado, el solipsismo -afirmando que todos los conceptos (como planeta) surgen de nuestra mente sin acotación alguna-, y los del otro, el realismo ingenuo -postulador de la existencia de conceptos (como planeta) incoados en monopolio por el entorno exterior-.
Parece ilustrar este falso dilema, tal vez resulte refulgente, la dicotomía planteada por Popper entre las nubes y los relojes como objetos de estudio, se quiere decir, entre sistemas indeterministas y deterministas respectivamente. El filósofo austríaco, en un ensayo de idéntico nombre, plantea la posibilidad de que nuestros sistemas ni son enteramente nubosos -o indeterministas-, ni enteramente relojeros -o deterministas-, antes bien, toda vez que uno hurgue en primer plano una nube de hechos se encontrará que el anidamiento de éstos en una forma (justamente) reconocible (perceptiblemente estabilizada) se cifra en que ésta está compuesta por microestructuras bien relojeras, no obstante, otro tanto pasaría, si nos fijamos bien, con los sistemas deterministas (incluso los newtonianos, como ilustra detalladamente Penrose en su libro Las sombras de la mente), esto es, que a nada se escarbe en dichos mecanismos aparecerán texturas nubosas que colapsan los avances estrictamente causalistas, se quiere decir, reduccionistas; y entonces el analista se deberá, o bien a un proceso de nubosidad, o bien a un proceso de mecanización de sus objetos de estudio -siempre según convenga pragmáticamente, claro.
Y es así como yo quiero hacer ver nuestras intelecciones cognitivas, o sea y más en general, es de este modo como el constructivismo avanza en su epistemología, esto es, tratando simultáneamente de esquivar al escila solipisista y al carabdis platonista y tratando de entender, por tanto y por ejemplo, cómo la esferidad del planeta Tierra es un concepto relojero mas no totalmente pues remite a geometrías euclideanas y, más en general, a todo un nuboso background cultural teórico ineliminable; pero otro tanto podemos señalar de conceptos nubosos como el de maldad humana, el cual, no obstante, ya que se deja aprehender estadísticamente (bajo la cobertura dada por la biología evolutiva y la estadística sociológica), también tiene un componente relojero.
Concluyentemente, se debería manipular conceptos con la conciencia de que éstos no se polarizan ni en torno exclusivamente a una realidad que los impone tal cual, ni en torno a una mente que los dispone tal que así, es decir, los conceptos son indiscerniblemente humanos y reales y no, no hay modo de encontrar uno siquiera que no sea simultáneamente lo uno y lo otro o de lo contrario el absurdo sonido de una sola mano al aplaudir.
Claro que este pensamiento, si se mira de cerca, se vuelve contra el mismo escrito que lo enuncia (al más puro estilo de paradoja autorreferencial) pues, a nada que se rasque este argumentario, por fuerza se debe dar carpetazo a su fuerza sigolística de avance afanosamente narrativo para encontrarse cómo, muy en el cenagoso fondo, se da recurso a vaporosos conceptos que no se dejan compactar causalmente.
Y es verdad, no es equivocado el contraargumento, de hecho, toda vez que he intentado describir dicha navegación constructivista horadando caminos esquivos a los escollos filosóficos tradicionales, me he encontrado con la dificultosa tarea de dilucidar qué estrategia argumentativa barajar, quiero decir, cuando buscamos alcanzar cualquier meta comunicativa damos en entretejer un mapeo argumentativo anclado axialmente sobre una serie de conceptos presupuestos -articulados en forma de nodo- y familiarmente conectados.
De esta forma, para conseguir así, sin ir más lejos, persuadir -pongamos- a un empírista postquine puedo vindicar el constructivismo, más concretamente, la colaboración indiscernible entre realidad y mente en la cocción de un concepto; negando nomás que sea posible aislar empíricamente un concepto -y determinar, por tanto, que éste pervive en el exterior sin nuestro concurso intelectivo- porque dicho concepto (o hecho) siempre presupone en su aprehensión un background teórico que comparece también ante el tribunal de la empiria. Hecho esto, la nube de argumentos quedará solidificada como nodo central, vamos, innecesitada de ser silogizada más detalladamente siempre y cuando mi oyente lector comprenda a, y participe de, Quine y sus críticas a los dogmas empiristas.
Otro tanto puede sucedir si afirmo que no puede existir un experimento crucial que determine inequívocamente la aparición de un determinado hecho y utilice este bloque (aceptado por todo empirista venido después del círculo de Viena) como otro acotación argumentativa más.
Bien visto, podriamos decir ahora y en eslogan que argumentar es emparedar a alguien, no obstante, uno no tiene por qué aceptar la solidez del laberinto interpuesto, del camino encauzado, y esto explicaría, de hecho, por qué rara vez en alguna argumentación aparece convencido alguno, quiero decir, la textura argumental hilvanada en mi argumentación precedente -volviendo al ejemplo anterior- juega con elementos quineanos y posempiristas de los que a su vez, me temo, se puede legitimamente (¡¿y cómo no?!) pedir ver despiezadas sus entrañas relojeras y con esto, como digo, se comprende que cada argumentación de una persona, dado que de una sola vez no se puede abarcarlo todo, tenga su propio catálogo de nubes -no descompuestas silogizadamente- con las que se comienza el juego argumentativo.
Un juego, evidentemente, que cuando se dispone sólo puede ser comprendido si el oyente sabe jugarlo, vamos, sabe usar del mismo modo las nubes habidas en él y no piensa, pongamos, que la crítica de Quine al empirismo canónico es una defensa numantina de la tesis potosí, pongamos por caso, antes bien, en la medida en que alguien comparta nuestros trampolines intelectivos, podremos saltar más rápidamente nuestros obstáculos comprensivos en vez de quedarnos a dilucidar quién acaba insultando al otro antes.
Es ahora, y a propósito, cuando me viene a la memoria la revelación -tenida tiempo ha- de que una persona debe gran parte de su profundidad intelectual según el sparring que haya decidido cascar (elección en parte devenida por un -subjetivo- ratio favorable de victorias), una intuición, como digo, que la he tenido presente, sobre todo, en las disputas de ateístas contra creyentes donde algunos ateos dan en luchar contra modalidades ultrarrecatadas -no sé si existentes- de la moral católica u otros prefieren desfogarse en campos más abiertos, más de corte epistemológico, caso de Dawkins o Sagan; quienes viven en la creencia de un tosco empirismo (curiosamente sordo a las matizaciones sútiles del ya nombrado Quine), que sí, apto adversario, es verdad, contra la obcecación fideísta de ciertos creyentes acríticos, pero totalmente ineficaz para un lector medianamente intelectualizado, quiero decir y ya concretando, que la ingenuidad de considerar a Dios como una entidad viviente más -con determinados atributos virtuosos-, o la ingenuidad de considerar siempre plenamente corregida por la empiria a la ciencia, o la ingenuidad -y ya termino- de considerar como dadas las leyes naturales y el incuestionarse por su naturaleza ontológica; son, bueno, eso, ingenuidades, juegos argumentativos válidos para una masa creyente desilustrada pero en absoluto piezas de orfebrería intelectual temporizables con alguien acostumbrado a condensaciones argumentativas hiperenlazadas relojeramente con la filosofía tradicional.
Claro que no siempre uno debe verse obligado a silogizar sus nubes conceptuales en aras de profundizar su intelección, quiero decir, también puede considerar legítimamente (en puridad, dogmáticamente) que ya está, que esto no es discutible (si uno persevera irracionalmente, puede torpedear cualquier línea de flotación argumentativa), que esto no me merece la pena cuestionar (caso típico de abstencionismo -si bien yo no lo considero necesario pues lo juzgo autocontradictorio- suele ser el solipsismo) y hasta aquí llego la escucha, ahora, también es posible que no se quiera fundamentar lo sabido -y, como con la tierra removida, reverdecer lo que se sabrá- y sin embargo buscar eliminar la espesura de lo real mediante la familiarización de lo asumido, esto es, quien se mantiene con sus nubes y trata de conectarlas con otras similares puede expandir su ámbito de actuación al encontrar parecidos de familia distintivamente estimulantes como Hayek, que en 1951 recoge su concepto de orden espontáneo -gerente de las instituciones sociales- para aplicarlo a la neurofisiología y dar así con el embrión del darwinismo neuronal dibujado por Edelman casi medio siglo más tarde o, más célebremente, el Darwin que recogió el juego de herramientas económicas (a la postre, lógicamente caducadas) de Malthus y lo reimplantó fecundamente en el paisaje hasta entonces estéril de la biología evolutiva.
(En la línea de emparentar nubes, pienso que una discusión filosófica interesante sería dilucidar si la dicotomía entre representacionismo y solipsismo se solapa, o bien es una relación ortogonal, con la planteada por Popper y digo interesante porque así tal vez podrían iluminarse mutuamente -claro que desde el juego conceptual conocido-.)
Pero alguien, después de todo, para así cercenar toda discusión posible, seguro permanece tentado en descender lo máximo posible el nivel de detalle hasta encontrar incluso en lo relojero el loop (de haberlo) que lo vuelva a las nubes donde los ángeles -no sabemos si sexuados- se preguntan en qué número caben en un alfiler, quiere decirse, a la pregunta de por qué si nos desencontramos en discusiones entonces por qué no bajamos el nivel de abstracción de nuestros juegos argumentativos y por tanto, cambiamos de juego; hay que responder lisa y llanamente que, como decía Popper, los sistemas nubosos son en última instancia relojeros y los sistemas relojeros, nubosos; y las paradojas autorreferenciales, o los analisis economicistas de la conducta humana (al más puro estilo de la psicohistoria) son sendos ejemplos palpables. (En realidad, me parece a mi, la inescapable circularidad de lo nuboso y lo relojero, conmina a concienciarnos de que no hay filosofía alguna que no devenga en aporía. Se filosofa por otras razones.)
En última instancia, esto tiene una visualización, me parece, y es que los conceptos no son estrictamente nodos -aunque así los veamos-, sino una multidimensional superposición de hilos de la red hilvanadas por interacciones cognitivas de un mismo juego que, por su propia estabilizada redundancia, acaban por coger densidad visible para aquellos coparticipantes del mismo juego, empero, estos conceptos, claro está, precisamente por ello, no son enteramente compactos sino que tienen huecos distintivos en su interior según quién los vea, quiero decir, quiero ejemplificar, cuando escuchamos ciertos conglomerados de notas armónicas que nuestro cerebro intelige como una simple nota (y no olvidemos que si las redes interactivas cogen suelo y no desparraman por todos los lados, es porque tenemos la "misma" (ejem, huecos) arquitectura neurobiológica (más nodos conceptuales)), está validado experimentalmente que nuestra percepción de esa nube de armónicos cuando es ya una nota y, en su ligera varianza microtonal, cuando ahora pasa ya a ser otra; se produce no solo de forma abrupta sino en distintos momentos según sea el agente perceptor, o sea, cada uno ve huecos y entramados relojeros diferentes en nuestras nubes armónicas de sonido, vamos, notas musicales, de hecho, ese efecto acústico y similares, ha provocado que ciertos críticos musicales hayan conjeturado que una obra como Atmospherés de Ligeti (densa amalgama de estratos rítmico melodicos) sea percibida de forma diferente -en ciertos momentos, al menos- según quien sea el oyente.
No en vano, el propio Ligeti, muy amante de las microestructuras efímeras, tiene una obra titulada Relojes y Nubes justamente inspirada en el ensayo de Popper y es que, si alguien se fija bien en la obra del compositor húngaro, dicho título vendría a poder bautizar perfectísimamente el juego compositivo desarrollado durante toda su vida.
Piénsese en su segundo cuarteto de cuerdas, en su tercer movimiento -Come un meccanismo di precisione-, donde se oye al cuarteto tocando las cuerdas en pizzicato e imitando con ello el sonido preciso y fatalista de un reloj.
Sonido extraño. Ruido incluso.
Ejemplar, simétricamente, en Atmospheres, en el resto de su obra micropolifónica también, se oye a la orquesta ejecutando masas sonoras que envuelven nebulosamente los parámetros musicales al uso como la melodía o el ritmo.
Sin embargo, en el cuarteto de cuerdas el sonido relojero empieza brevemente a dislocarse y a venirse tambaleando el rutinario carril predictivo que el oyente había empezado a imaginarse, al cabo, la discrepancia entre el mapa prediseñado y su tasa predictiva conmina al oyente a tensarse, a fijar su atención, a quedarse oyendo concentrado. (Conste que, como dice Philip Ball, hasta con la música más sencilla se dan juego a esos mecanismos cognitivos, toda vez que se juzgue música y no ruido periodizado (pero incluso cualquier ruido isorrítmico acaba por ser oído en bloques percutivos y no aisladamente, v.gr, tata-tata en vez de ta-ta-ta-ta)). El mérito de Ligeti, en todo caso, es la naturalidad casi ruidosa, mecánica, sobre la que hace emerger la música, es decir, la nubosidad conseguida sobre un aparataje sonoro tan relojero.
No obstante, entre los huecos entreoídos de la densa Atmospheres, el oyente percibe proyectados ciertos patrones sonoros, casi como estelas en el mar, que de repente dibujan sonoridades reconocibles como música. El mérito de Ligeti, en este caso, es la sonoridad casi ruidosa, marmólea, sobre la que hace emerger la música, es decir, la mecanicidad conseguida desde una masa sonora tan nubosa.
No es particular de esas obras lo recién expuesto. En los estudios para piano, está Vértigo participando de lo nuboso que se hace relojero, o Desordre haciendo que de lo mecánico salgan nubosidades. Atendiendo a otros autores, queda como ejemplos relojeros los estudios para pianola de Nancarrow y como ejemplo nuboso, Metastasis de Xenakis; más tradicional y canónicamente, a un lado Stravinsky, al otro Debussy. (Si bien, el inconmensurable Stravinsky ruso participa de ambos y a este respecto escúchese el comienzo del primer cuadro de Petruscha y luego el segundo, y ahora compárese ambos.)
Lo que es interesante en estas obras musicales, en cualquier caso, es el operar cognitivo que se induce al oyente, quiere decirse, si Cortázar nos pedía por todo modus cognoscendi imaginar al hombre como una ameba que tira seudópodos para alcanzar y envolver su alimento, eso mismo nos muestran estas obras, esto es, nos piden que lancemos proyectivamente nuestro oído sobre la obra sonora y ésta, no obstante, nos rompe sucesivamente el molde del mismo, es decir, nuestra efectividad aprehensiva queda disuelta por una realidad sonora de repente mutada, y así, en ese juego, en ese vertiginoso tira y afloja, resulta que el sonido (en el siglo XX más deliberadamente que nunca sonido) se vuelve transitoriamente música, quiere decirse, experiencia estética.
El constructivismo, si se entiende bien, se debe a la desatención de los cantos de sirena como los de, a un lado, el solipsismo -afirmando que todos los conceptos (como planeta) surgen de nuestra mente sin acotación alguna-, y los del otro, el realismo ingenuo -postulador de la existencia de conceptos (como planeta) incoados en monopolio por el entorno exterior-.
Parece ilustrar este falso dilema, tal vez resulte refulgente, la dicotomía planteada por Popper entre las nubes y los relojes como objetos de estudio, se quiere decir, entre sistemas indeterministas y deterministas respectivamente. El filósofo austríaco, en un ensayo de idéntico nombre, plantea la posibilidad de que nuestros sistemas ni son enteramente nubosos -o indeterministas-, ni enteramente relojeros -o deterministas-, antes bien, toda vez que uno hurgue en primer plano una nube de hechos se encontrará que el anidamiento de éstos en una forma (justamente) reconocible (perceptiblemente estabilizada) se cifra en que ésta está compuesta por microestructuras bien relojeras, no obstante, otro tanto pasaría, si nos fijamos bien, con los sistemas deterministas (incluso los newtonianos, como ilustra detalladamente Penrose en su libro Las sombras de la mente), esto es, que a nada se escarbe en dichos mecanismos aparecerán texturas nubosas que colapsan los avances estrictamente causalistas, se quiere decir, reduccionistas; y entonces el analista se deberá, o bien a un proceso de nubosidad, o bien a un proceso de mecanización de sus objetos de estudio -siempre según convenga pragmáticamente, claro.
Y es así como yo quiero hacer ver nuestras intelecciones cognitivas, o sea y más en general, es de este modo como el constructivismo avanza en su epistemología, esto es, tratando simultáneamente de esquivar al escila solipisista y al carabdis platonista y tratando de entender, por tanto y por ejemplo, cómo la esferidad del planeta Tierra es un concepto relojero mas no totalmente pues remite a geometrías euclideanas y, más en general, a todo un nuboso background cultural teórico ineliminable; pero otro tanto podemos señalar de conceptos nubosos como el de maldad humana, el cual, no obstante, ya que se deja aprehender estadísticamente (bajo la cobertura dada por la biología evolutiva y la estadística sociológica), también tiene un componente relojero.
Concluyentemente, se debería manipular conceptos con la conciencia de que éstos no se polarizan ni en torno exclusivamente a una realidad que los impone tal cual, ni en torno a una mente que los dispone tal que así, es decir, los conceptos son indiscerniblemente humanos y reales y no, no hay modo de encontrar uno siquiera que no sea simultáneamente lo uno y lo otro o de lo contrario el absurdo sonido de una sola mano al aplaudir.
Claro que este pensamiento, si se mira de cerca, se vuelve contra el mismo escrito que lo enuncia (al más puro estilo de paradoja autorreferencial) pues, a nada que se rasque este argumentario, por fuerza se debe dar carpetazo a su fuerza sigolística de avance afanosamente narrativo para encontrarse cómo, muy en el cenagoso fondo, se da recurso a vaporosos conceptos que no se dejan compactar causalmente.
Y es verdad, no es equivocado el contraargumento, de hecho, toda vez que he intentado describir dicha navegación constructivista horadando caminos esquivos a los escollos filosóficos tradicionales, me he encontrado con la dificultosa tarea de dilucidar qué estrategia argumentativa barajar, quiero decir, cuando buscamos alcanzar cualquier meta comunicativa damos en entretejer un mapeo argumentativo anclado axialmente sobre una serie de conceptos presupuestos -articulados en forma de nodo- y familiarmente conectados.
De esta forma, para conseguir así, sin ir más lejos, persuadir -pongamos- a un empírista postquine puedo vindicar el constructivismo, más concretamente, la colaboración indiscernible entre realidad y mente en la cocción de un concepto; negando nomás que sea posible aislar empíricamente un concepto -y determinar, por tanto, que éste pervive en el exterior sin nuestro concurso intelectivo- porque dicho concepto (o hecho) siempre presupone en su aprehensión un background teórico que comparece también ante el tribunal de la empiria. Hecho esto, la nube de argumentos quedará solidificada como nodo central, vamos, innecesitada de ser silogizada más detalladamente siempre y cuando mi oyente lector comprenda a, y participe de, Quine y sus críticas a los dogmas empiristas.
Otro tanto puede sucedir si afirmo que no puede existir un experimento crucial que determine inequívocamente la aparición de un determinado hecho y utilice este bloque (aceptado por todo empirista venido después del círculo de Viena) como otro acotación argumentativa más.
Bien visto, podriamos decir ahora y en eslogan que argumentar es emparedar a alguien, no obstante, uno no tiene por qué aceptar la solidez del laberinto interpuesto, del camino encauzado, y esto explicaría, de hecho, por qué rara vez en alguna argumentación aparece convencido alguno, quiero decir, la textura argumental hilvanada en mi argumentación precedente -volviendo al ejemplo anterior- juega con elementos quineanos y posempiristas de los que a su vez, me temo, se puede legitimamente (¡¿y cómo no?!) pedir ver despiezadas sus entrañas relojeras y con esto, como digo, se comprende que cada argumentación de una persona, dado que de una sola vez no se puede abarcarlo todo, tenga su propio catálogo de nubes -no descompuestas silogizadamente- con las que se comienza el juego argumentativo.
Un juego, evidentemente, que cuando se dispone sólo puede ser comprendido si el oyente sabe jugarlo, vamos, sabe usar del mismo modo las nubes habidas en él y no piensa, pongamos, que la crítica de Quine al empirismo canónico es una defensa numantina de la tesis potosí, pongamos por caso, antes bien, en la medida en que alguien comparta nuestros trampolines intelectivos, podremos saltar más rápidamente nuestros obstáculos comprensivos en vez de quedarnos a dilucidar quién acaba insultando al otro antes.
Es ahora, y a propósito, cuando me viene a la memoria la revelación -tenida tiempo ha- de que una persona debe gran parte de su profundidad intelectual según el sparring que haya decidido cascar (elección en parte devenida por un -subjetivo- ratio favorable de victorias), una intuición, como digo, que la he tenido presente, sobre todo, en las disputas de ateístas contra creyentes donde algunos ateos dan en luchar contra modalidades ultrarrecatadas -no sé si existentes- de la moral católica u otros prefieren desfogarse en campos más abiertos, más de corte epistemológico, caso de Dawkins o Sagan; quienes viven en la creencia de un tosco empirismo (curiosamente sordo a las matizaciones sútiles del ya nombrado Quine), que sí, apto adversario, es verdad, contra la obcecación fideísta de ciertos creyentes acríticos, pero totalmente ineficaz para un lector medianamente intelectualizado, quiero decir y ya concretando, que la ingenuidad de considerar a Dios como una entidad viviente más -con determinados atributos virtuosos-, o la ingenuidad de considerar siempre plenamente corregida por la empiria a la ciencia, o la ingenuidad -y ya termino- de considerar como dadas las leyes naturales y el incuestionarse por su naturaleza ontológica; son, bueno, eso, ingenuidades, juegos argumentativos válidos para una masa creyente desilustrada pero en absoluto piezas de orfebrería intelectual temporizables con alguien acostumbrado a condensaciones argumentativas hiperenlazadas relojeramente con la filosofía tradicional.
Claro que no siempre uno debe verse obligado a silogizar sus nubes conceptuales en aras de profundizar su intelección, quiero decir, también puede considerar legítimamente (en puridad, dogmáticamente) que ya está, que esto no es discutible (si uno persevera irracionalmente, puede torpedear cualquier línea de flotación argumentativa), que esto no me merece la pena cuestionar (caso típico de abstencionismo -si bien yo no lo considero necesario pues lo juzgo autocontradictorio- suele ser el solipsismo) y hasta aquí llego la escucha, ahora, también es posible que no se quiera fundamentar lo sabido -y, como con la tierra removida, reverdecer lo que se sabrá- y sin embargo buscar eliminar la espesura de lo real mediante la familiarización de lo asumido, esto es, quien se mantiene con sus nubes y trata de conectarlas con otras similares puede expandir su ámbito de actuación al encontrar parecidos de familia distintivamente estimulantes como Hayek, que en 1951 recoge su concepto de orden espontáneo -gerente de las instituciones sociales- para aplicarlo a la neurofisiología y dar así con el embrión del darwinismo neuronal dibujado por Edelman casi medio siglo más tarde o, más célebremente, el Darwin que recogió el juego de herramientas económicas (a la postre, lógicamente caducadas) de Malthus y lo reimplantó fecundamente en el paisaje hasta entonces estéril de la biología evolutiva.
(En la línea de emparentar nubes, pienso que una discusión filosófica interesante sería dilucidar si la dicotomía entre representacionismo y solipsismo se solapa, o bien es una relación ortogonal, con la planteada por Popper y digo interesante porque así tal vez podrían iluminarse mutuamente -claro que desde el juego conceptual conocido-.)
Pero alguien, después de todo, para así cercenar toda discusión posible, seguro permanece tentado en descender lo máximo posible el nivel de detalle hasta encontrar incluso en lo relojero el loop (de haberlo) que lo vuelva a las nubes donde los ángeles -no sabemos si sexuados- se preguntan en qué número caben en un alfiler, quiere decirse, a la pregunta de por qué si nos desencontramos en discusiones entonces por qué no bajamos el nivel de abstracción de nuestros juegos argumentativos y por tanto, cambiamos de juego; hay que responder lisa y llanamente que, como decía Popper, los sistemas nubosos son en última instancia relojeros y los sistemas relojeros, nubosos; y las paradojas autorreferenciales, o los analisis economicistas de la conducta humana (al más puro estilo de la psicohistoria) son sendos ejemplos palpables. (En realidad, me parece a mi, la inescapable circularidad de lo nuboso y lo relojero, conmina a concienciarnos de que no hay filosofía alguna que no devenga en aporía. Se filosofa por otras razones.)
En última instancia, esto tiene una visualización, me parece, y es que los conceptos no son estrictamente nodos -aunque así los veamos-, sino una multidimensional superposición de hilos de la red hilvanadas por interacciones cognitivas de un mismo juego que, por su propia estabilizada redundancia, acaban por coger densidad visible para aquellos coparticipantes del mismo juego, empero, estos conceptos, claro está, precisamente por ello, no son enteramente compactos sino que tienen huecos distintivos en su interior según quién los vea, quiero decir, quiero ejemplificar, cuando escuchamos ciertos conglomerados de notas armónicas que nuestro cerebro intelige como una simple nota (y no olvidemos que si las redes interactivas cogen suelo y no desparraman por todos los lados, es porque tenemos la "misma" (ejem, huecos) arquitectura neurobiológica (más nodos conceptuales)), está validado experimentalmente que nuestra percepción de esa nube de armónicos cuando es ya una nota y, en su ligera varianza microtonal, cuando ahora pasa ya a ser otra; se produce no solo de forma abrupta sino en distintos momentos según sea el agente perceptor, o sea, cada uno ve huecos y entramados relojeros diferentes en nuestras nubes armónicas de sonido, vamos, notas musicales, de hecho, ese efecto acústico y similares, ha provocado que ciertos críticos musicales hayan conjeturado que una obra como Atmospherés de Ligeti (densa amalgama de estratos rítmico melodicos) sea percibida de forma diferente -en ciertos momentos, al menos- según quien sea el oyente.
No en vano, el propio Ligeti, muy amante de las microestructuras efímeras, tiene una obra titulada Relojes y Nubes justamente inspirada en el ensayo de Popper y es que, si alguien se fija bien en la obra del compositor húngaro, dicho título vendría a poder bautizar perfectísimamente el juego compositivo desarrollado durante toda su vida.
Piénsese en su segundo cuarteto de cuerdas, en su tercer movimiento -Come un meccanismo di precisione-, donde se oye al cuarteto tocando las cuerdas en pizzicato e imitando con ello el sonido preciso y fatalista de un reloj.
Sonido extraño. Ruido incluso.
Ejemplar, simétricamente, en Atmospheres, en el resto de su obra micropolifónica también, se oye a la orquesta ejecutando masas sonoras que envuelven nebulosamente los parámetros musicales al uso como la melodía o el ritmo.
Sin embargo, en el cuarteto de cuerdas el sonido relojero empieza brevemente a dislocarse y a venirse tambaleando el rutinario carril predictivo que el oyente había empezado a imaginarse, al cabo, la discrepancia entre el mapa prediseñado y su tasa predictiva conmina al oyente a tensarse, a fijar su atención, a quedarse oyendo concentrado. (Conste que, como dice Philip Ball, hasta con la música más sencilla se dan juego a esos mecanismos cognitivos, toda vez que se juzgue música y no ruido periodizado (pero incluso cualquier ruido isorrítmico acaba por ser oído en bloques percutivos y no aisladamente, v.gr, tata-tata en vez de ta-ta-ta-ta)). El mérito de Ligeti, en todo caso, es la naturalidad casi ruidosa, mecánica, sobre la que hace emerger la música, es decir, la nubosidad conseguida sobre un aparataje sonoro tan relojero.
No obstante, entre los huecos entreoídos de la densa Atmospheres, el oyente percibe proyectados ciertos patrones sonoros, casi como estelas en el mar, que de repente dibujan sonoridades reconocibles como música. El mérito de Ligeti, en este caso, es la sonoridad casi ruidosa, marmólea, sobre la que hace emerger la música, es decir, la mecanicidad conseguida desde una masa sonora tan nubosa.
No es particular de esas obras lo recién expuesto. En los estudios para piano, está Vértigo participando de lo nuboso que se hace relojero, o Desordre haciendo que de lo mecánico salgan nubosidades. Atendiendo a otros autores, queda como ejemplos relojeros los estudios para pianola de Nancarrow y como ejemplo nuboso, Metastasis de Xenakis; más tradicional y canónicamente, a un lado Stravinsky, al otro Debussy. (Si bien, el inconmensurable Stravinsky ruso participa de ambos y a este respecto escúchese el comienzo del primer cuadro de Petruscha y luego el segundo, y ahora compárese ambos.)
Lo que es interesante en estas obras musicales, en cualquier caso, es el operar cognitivo que se induce al oyente, quiere decirse, si Cortázar nos pedía por todo modus cognoscendi imaginar al hombre como una ameba que tira seudópodos para alcanzar y envolver su alimento, eso mismo nos muestran estas obras, esto es, nos piden que lancemos proyectivamente nuestro oído sobre la obra sonora y ésta, no obstante, nos rompe sucesivamente el molde del mismo, es decir, nuestra efectividad aprehensiva queda disuelta por una realidad sonora de repente mutada, y así, en ese juego, en ese vertiginoso tira y afloja, resulta que el sonido (en el siglo XX más deliberadamente que nunca sonido) se vuelve transitoriamente música, quiere decirse, experiencia estética.
3 comentarios:
Profe, ¿me repite la pregunta?
Muy sugerente. Simplifico. Igual que no hay ninguna panorámica privilegiada o única de un valle, o de bahía, sino que la configuración del paisaje depende de la posición del observador, y del estado de la atmósfera, tampoco existe un 'conocimiento' (o 'percepción') privilegiado o único de la realidad. Los electrones conocen (o perciben), igual que los planetas y galaxias también conocen (o perciben). En nuestro caso (el caso de la especie humana) estamos limitados por nuestro aparato biológico. La realidad es única (posiblemente un gran reloj, aunque disguste confundir el universo con una máquina o aparato), y las facetas "nebulosas" o borrosas son las fronteras de la percepción precisa (igual que el paisaje se vuelve también borroso con la distancia: porque nuestra visión es limitada, no porque el paisaje sea así de borroso).
Sierra,
Claro, no hay pregunta o si la hubiera, no habría forma de hilvanar una respuesta que no dejara hilos sobre los que extenderse a otras problemáticas.
Ahora mismito estoy leyendo un libro de George Steiner (pensador aforístico donde los haya a pesar de la naturaleza narrativa de su ensayo, si bien, (¿a ratos?) lo compensa con su erudición) quien dice que: Una centralidad como la poética de lo trascendente en Dante y su desarrollo del lenguaje no se ha vuelto a repetir nunca.
Vale pero si no hubo más que siguiera aquel camino fue porque cada escritor trae su problemática y si es estimulante y no funcionarial, logra una visión de la misma que pueda ser familiarizada con otras problemáticas en vez de relojerizarla compulsivamente hasta llegar a lo escolástico.
Joaquin,
Me parece muy acertado el resumen, si bien, esa misma visión dibujada por Popper puede iluminar bidireccionalmente otros juegos conceptuales como el de la música o el constructivismo o yo qué sé.
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