El relato ayer descrito es la especulativa descripción de un alma. Más precisamente: la reseña de su fabricación. La joya es el alma de la persona digitalizada. En un momento dado, de hecho, el autor, Greg Egan, amaga una autocrítica: su perspectiva es una suerte de cartesianismo contemporizado: pongáse software donde res cogitans, póngase hardware donde res extensa. Pero eso sí, en la misma siguiente línea rechazará por irrelevante dicho argumento.
No obstante, y a pesar del rigor científico del relato, sigo descreyendo, aún descreo de la posibilidad de una entidad volitiva desgajada de una corporeidad específica a su vez mediatizada en un ambiente concreto: formamos parte dinámica de un todo indisoluble difícilmente, muy difícilmente escindible.
Se me ocurren varias pero parecidas objeciones. Para empezar: la ineludible firma de la materia en la cuál están inscritas nuestras actividades neuronales. En la propia historia se comenta que, la idea de dejar desconectado pero vivo al cerebro de una persona durante una semana, no es casual pues se posibilita de este modo la reversibilidad de una posible comandancia errónea por parte de la joya: en esa semana se verá si la persona es o no es la misma, en esa semana si el resultado es negativo, entonces cabría aún la posibilidad de reenchufar el cerebro.
Se puede preguntar uno, en consecuencia, por qué no mantener esa reversibilidad toda la vida neurobiológica restante. Basicamente porque el cerebro se degrada, las neuronas desfallecen y basta un milmillenésimo retardo en una conexión sináptica y aparecerá una divergencia conductual. Es evidente también que la joya no puede degradarse pues precisamente tal peculiaridad es lo que la hace más atractiva, ergo, sólo se puede mantener vivo el cerebro una semana más, una semana más que es el tiempo exacto y calculado para que un cerebro cambie perceptivamente, una semana más que es el tiempo máximo capaz de camuflarse la diferencia entre una máquina precisa e infalible y una masa cerebral marchita e inexacta.
Argumenta Egan entonces, y argumenta con razonable convicción, que la tasa de error en la réplica puede reducirse infinitesimalmente, puede reducirse en un caso analogable, aventuro yo, al de la traducción. Es cierto que, sin ir más lejos, la materialidad semiótica en donde se laboró Guerra y Paz: el ruso, es radicalmente distinta a la del español, pero bien puede traducirse dicha obra de una forma tal que no quepa hacer distingos entre la experiencia lectora de un lector ruso y uno hispanohablante, aunque bueno, no quepa hacer distingos entre ambos siempre en base a la agudeza perceptiva de los distintos lectores y eso sin olvidar que, en última instancia, se quiera o no, se acepte o no, Guerra y Paz no está meramente codificada en ruso: es una obra rusa.
En la misma línea imaginativa, un lector contemporáneo podrá constatar la dificultad intrínseca que aún en nuestro propio idioma tiene para nuestra propia época la lectura de una obra antigua como pongamos el Quijote. Y eso por no hablar del más antiguo poema del mío Cid. Hay una transición gradual pero irreversible entre el castellano medievo y el moderno español al punto de que, echando uno la vista para atrás, llega un momento en que el idioma, nuestro idioma, nuestro propio idioma incluso, nos resulta extraño, parece enajenado, ya incomprensible: cambió definitivamente como una cara al paso de los años y sólo habiéndose notado la diferencia si hubo largos intervalos de tiempo entre una visión y otra. Y si bien es cierto que podríamos decidir con cuál de todas nuestras caras quedarnos: más que nada por criterios estéticos, se me hace imposible hallar una fundamentación razonable, una fundamentación indiscutible, una fundamentación que dilucide si mejor nuestro yo veinteañero, nuestro yo juvenil o bien nuestro yo treintañero, nuestro yo infantil. Y además si la memoria nos es selectiva, además si la memoria nos niega fiabilidad, nos niega veracidad en el recuerdo: desconoceremos absolutamente cómo verdaderamente fuimos y lo desconoceremos más allá de un par de vívidas anécdotas.
La elección de nuestro yo a perdurar, a replicar inmortalizado por la joya, sería arbitraria, sería tan arbitraria como decidir si el castellano de Cervantes es más castellano que el nuestro. Y sí, escoger los treinta como límite de la debacle cerebral es una opción fisiológicamente válida pero nos esquilma edades cuyo valor identitario nos es fatalmente desconocido: estamos en la falacia del cristal roto.
Debate escolástico éste. Con su genealogía bien delineada, eso sí, y hablo, claro, hablo de la paradoja de Teseo. O hablo del río de Heráclito.
No es extraño esta indecisión: nuestro cerebro apenas es un ecosistema donde si asociásemos determinadas respuestas conductuales a determinados patrones sinápticos, tendríamos que adjudicar, a esas rutas neuroquímicas holladas en el cerebro, los mismos conceptos filosóficos que nos descubrió para siempre el darwinismo: pensamiento poblacional: no existen especies en el sentido arquetípico que presuponen las taxonomías, por el contrario, éstas son hallazgos nominales: todo igualdad es inventada, toda igualdad es un parecido de familia bautizado demasiado lejos, todo porque las salidas genéticas que la selección natural encontró a la laberíntica presión mediambiental, apenas son hallazgos azarosos que van rehaciéndose como huellas en la arena al volverse a pisar y en consecuencia, la copia exacta no existe y toda solución es una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada causa olvidada.
Pienso: ¿y si la creación de un alma está tan condenada al fracaso como resumir en una foto una fílmica sucesión de fotogramas?
Y todo porque, imprevisible letanía de errores, no seríamos colección inmutable de gestos y acciones concretas sino cadena de sucesos biológicamente hilvanada
Y todo porque en definitiva somos: una singular historia.
No obstante, y a pesar del rigor científico del relato, sigo descreyendo, aún descreo de la posibilidad de una entidad volitiva desgajada de una corporeidad específica a su vez mediatizada en un ambiente concreto: formamos parte dinámica de un todo indisoluble difícilmente, muy difícilmente escindible.
Se me ocurren varias pero parecidas objeciones. Para empezar: la ineludible firma de la materia en la cuál están inscritas nuestras actividades neuronales. En la propia historia se comenta que, la idea de dejar desconectado pero vivo al cerebro de una persona durante una semana, no es casual pues se posibilita de este modo la reversibilidad de una posible comandancia errónea por parte de la joya: en esa semana se verá si la persona es o no es la misma, en esa semana si el resultado es negativo, entonces cabría aún la posibilidad de reenchufar el cerebro.
Se puede preguntar uno, en consecuencia, por qué no mantener esa reversibilidad toda la vida neurobiológica restante. Basicamente porque el cerebro se degrada, las neuronas desfallecen y basta un milmillenésimo retardo en una conexión sináptica y aparecerá una divergencia conductual. Es evidente también que la joya no puede degradarse pues precisamente tal peculiaridad es lo que la hace más atractiva, ergo, sólo se puede mantener vivo el cerebro una semana más, una semana más que es el tiempo exacto y calculado para que un cerebro cambie perceptivamente, una semana más que es el tiempo máximo capaz de camuflarse la diferencia entre una máquina precisa e infalible y una masa cerebral marchita e inexacta.
Argumenta Egan entonces, y argumenta con razonable convicción, que la tasa de error en la réplica puede reducirse infinitesimalmente, puede reducirse en un caso analogable, aventuro yo, al de la traducción. Es cierto que, sin ir más lejos, la materialidad semiótica en donde se laboró Guerra y Paz: el ruso, es radicalmente distinta a la del español, pero bien puede traducirse dicha obra de una forma tal que no quepa hacer distingos entre la experiencia lectora de un lector ruso y uno hispanohablante, aunque bueno, no quepa hacer distingos entre ambos siempre en base a la agudeza perceptiva de los distintos lectores y eso sin olvidar que, en última instancia, se quiera o no, se acepte o no, Guerra y Paz no está meramente codificada en ruso: es una obra rusa.
En la misma línea imaginativa, un lector contemporáneo podrá constatar la dificultad intrínseca que aún en nuestro propio idioma tiene para nuestra propia época la lectura de una obra antigua como pongamos el Quijote. Y eso por no hablar del más antiguo poema del mío Cid. Hay una transición gradual pero irreversible entre el castellano medievo y el moderno español al punto de que, echando uno la vista para atrás, llega un momento en que el idioma, nuestro idioma, nuestro propio idioma incluso, nos resulta extraño, parece enajenado, ya incomprensible: cambió definitivamente como una cara al paso de los años y sólo habiéndose notado la diferencia si hubo largos intervalos de tiempo entre una visión y otra. Y si bien es cierto que podríamos decidir con cuál de todas nuestras caras quedarnos: más que nada por criterios estéticos, se me hace imposible hallar una fundamentación razonable, una fundamentación indiscutible, una fundamentación que dilucide si mejor nuestro yo veinteañero, nuestro yo juvenil o bien nuestro yo treintañero, nuestro yo infantil. Y además si la memoria nos es selectiva, además si la memoria nos niega fiabilidad, nos niega veracidad en el recuerdo: desconoceremos absolutamente cómo verdaderamente fuimos y lo desconoceremos más allá de un par de vívidas anécdotas.
La elección de nuestro yo a perdurar, a replicar inmortalizado por la joya, sería arbitraria, sería tan arbitraria como decidir si el castellano de Cervantes es más castellano que el nuestro. Y sí, escoger los treinta como límite de la debacle cerebral es una opción fisiológicamente válida pero nos esquilma edades cuyo valor identitario nos es fatalmente desconocido: estamos en la falacia del cristal roto.
Debate escolástico éste. Con su genealogía bien delineada, eso sí, y hablo, claro, hablo de la paradoja de Teseo. O hablo del río de Heráclito.
No es extraño esta indecisión: nuestro cerebro apenas es un ecosistema donde si asociásemos determinadas respuestas conductuales a determinados patrones sinápticos, tendríamos que adjudicar, a esas rutas neuroquímicas holladas en el cerebro, los mismos conceptos filosóficos que nos descubrió para siempre el darwinismo: pensamiento poblacional: no existen especies en el sentido arquetípico que presuponen las taxonomías, por el contrario, éstas son hallazgos nominales: todo igualdad es inventada, toda igualdad es un parecido de familia bautizado demasiado lejos, todo porque las salidas genéticas que la selección natural encontró a la laberíntica presión mediambiental, apenas son hallazgos azarosos que van rehaciéndose como huellas en la arena al volverse a pisar y en consecuencia, la copia exacta no existe y toda solución es una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada acumulación de érrores en la réplica de una afortunada causa olvidada.
Pienso: ¿y si la creación de un alma está tan condenada al fracaso como resumir en una foto una fílmica sucesión de fotogramas?
Y todo porque, imprevisible letanía de errores, no seríamos colección inmutable de gestos y acciones concretas sino cadena de sucesos biológicamente hilvanada
Y todo porque en definitiva somos: una singular historia.
2 comentarios:
Aprecio en la ciencia ficción esas imágenes tan poderosas.
Pensamos distinto despues de leerlas.
Ahora, yendo a su post, Ud. y yo somos el alma que habita este medio. La interné cundida por fantasmas.
Sí, como un experimento mental estirado, dicho esto, muy cierto resulta la idea de que nuestras herramientas tecnológicas son una suerte de plug in mental, o sea, que somos cyborgs
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