Lecturas transversales de Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco (1/7)
Las restricciones son fundamentales en cualquier contenido artístico. Un pintor que decide usar óleos y no témpera, un lienzo y no un muro; un compositor que opta por una clave determinada, un poeta que elige usar pareados, o endecasílabos en lugar de alejandrinos: todo eso conforma un sistema de restricciones. También ocurre con los artistas de vanguardia, que parecen eludir restricciones; ellos simplemente fijan otras, que pasan inadvertidas.
Entendámonos sobre esta palabra, fantasía. No tomamos el término en su acepción de una forma musical determinada, sino en el sentido que supone un abandono a los caprichos de la imaginación. Lo cual supone, además, que la voluntad del autor está voluntariamente paralizada. Porque la imaginación no solamente es la madre del capricho, sino también la sirvienta y la proveedora de la voluntad creadora.
La función del creador es pasar por el tamiz los elementos que recibe, porque es necesario que la actividad humana se imponga a sí mismo límites. Cuanto más vigilado se halla el arte, más limitado y trabajado, más libre es.
Por lo que a mi se refiere, siento una especie de terror cuando, al ponerme a trabajar, ante la infinidad de posibilidades que se me ofrecen, tengo la sensación de que todo me está permitido. Si todo me está permitido, lo mejor y lo peor; si ninguna resistencia se me ofrece, todo esfuerzo es inconcebible; no puedo apoyarme en nada y toda empresea, desde entonces, es vana.
La función del creador es pasar por el tamiz los elementos que recibe, porque es necesario que la actividad humana se imponga a sí mismo límites. Cuanto más vigilado se halla el arte, más limitado y trabajado, más libre es.
Por lo que a mi se refiere, siento una especie de terror cuando, al ponerme a trabajar, ante la infinidad de posibilidades que se me ofrecen, tengo la sensación de que todo me está permitido. Si todo me está permitido, lo mejor y lo peor; si ninguna resistencia se me ofrece, todo esfuerzo es inconcebible; no puedo apoyarme en nada y toda empresea, desde entonces, es vana.
Página 65 del libro Poética musical, de Igor Stravinsky
Comentarios
¡Wow! Esa es una lectura transversal de la lectura transversal jeje
Proust te daría la razón, me parece.
Sierra,
La verdad es que sí...y lo pensé, ¿eh?
No creo que haga falta aclarar, por cierto, que Stravinsky aquí polemiza implícitamente contra el dodecafonismo.
Lo que seguramente sí sería interesante dilucidar es si las restricciones pueden ser arbitrarias (pienso en Joyce y su Ulysses) o bien deben partir de una estética previa no modificable (valdría aquí Dante y su insoslayable cosmología tomista)
Una vez estuve a punto de comprar ese libro, por cierto, pero no tenía dinero, y cuando lo tuve ya no estaba. Nunca he vuelto a encontrarlo.
De todos modos, el enlace entre los dos autores no es tan obvio. Como pensé que Eco decía ambas cosas, pues eso sí hubiese sido un poco de cajón de parte de él.
Habría que definir arbitrariedad; pero no creo que la cosmología Tomista sea propiamente una restricción artística, sino intelectual. Una restricción artística es, como se dice, elegir escribir en endecasílabos, o usar ciertas palabras y vetar otras.
Y sí, Proust le daría toda la razón a Ana.
Respecto a Poética Musical, brevemente: no se pierde gran cosa, si acaso este trozo de texto, que seguro firmará, y que también tiene algo que ver con el tema de las restricciones (pág.22):
Para ser francos, me vería en un apuro si quisiera citarles un solo hecho que, en la historia del arte, pueda ser calificado como revolucionario. La revolución implica una ruptura de equilibrio. Quien dice revolución dice caos provisional. Y el arte es lo contrario del caos. No se abandona a él sin verse inmediatamente amenezado en sus obras vivas, en su misma existencia.
La cualidad de revolucionario se atribuye generlamente a los artistas de nuestros días con una intención laudatoria, sin duda porque vivimos en un tiempo en el que la revolución goza de una especie de prestigio en el medio de una sociedad anticuada. Entendámonos: yo soy el primero en reconocer que la audacia es lo que mueve a las más bellas y más grandes acciones; razón de más para no ponerla inconsideradamente al servicio del desorden y los apetitos brutales, con la intención de un sensacionalismo a toda costa. Apruebo la audacia; no le fijo, de ningún modo, límites; pero tampoco hay límites para los errores de lo arbitrario.
Sin duda, las restricciones, en cualquier caso, sirven para ambos, tanto para el creador que así fundamenta su obra (y aquí el número y calidad de las restricciones dependerá de su motricidad creativa y a Stravinsky, por ejemplo, pudiera ser que le entrará cierta inmovilidad creativa cuando trabaja sin centros tonales) y de los oyentes/lectores/videntes que también necesitan poder familiarizarse con lo que están experimentando (no hay posibilidad, como ya he citado de Philip Ball, de vislumbrar estructuras (musicales) si no se facilita aunque sea ligeramente un acierto predictivo de lo que va a suceder) y poder desarrollar una eficiente división del trabajo (pasa por ejemplo en la sci-fi donde la hiperelaborada especulación científica opaca la naturaleza de los argumentos, estilo literario, etc).
En cierto modo, como se podía interpretar desde otro post, la música culta se podría entender como aquella que trata de minimizar las restricciones físico interpretativas (dejándoselas a una especializada élite de virtuosistas) y centrarse más, por el contrario, con aquellas que un lenguaje (armónico, rítmico, etc) habilita, ¿no?
Respecto a lo último, creo que es una ilusión de la música culta, la idea de que la música puede vivir en el pentagrama, como un arquetipo platónico. Barenboim defiende la idea de que la música existe sólo cuando se interpreta, y se disuelve en el aire en el momento en que dejan de sonar los instrumentos. Ni siquiera cree en las grabaciones en CD. La música, en su visión, es una combinación de una partitura, un director, unos instrumentistas, el día en el que se reproduce y cómo afecta a todos, el público que escucha, la acústica. Sin estas cosas, la música no existe como tal; con estas cosas, la música es una expresión única, momentánea, distinta cada vez, una comunicación que se puede reproducir pero cuyo significado ya se lee de otra manera cuando se lo reproduce. Si hay algo de razón en esto, y como músico pienso que sí, entonces no es posible reducir la música a un código lingüístico cuya reproducción puede ser falible o virtuosa, siempre en términos de fidelidad a un arquetipo. Yo estoy abiertamente en contra, de hecho, de esa idea de objetos sagrados: ¿de cuántas obras extraordinarias nos hemos perdido porque los músicos están restringidos (resignados) a no corregir lo que escribió, digamos, Beethoven?
No es construir un hiato, en principio, entre lo conceptual y lo objetual sino establecer una división de trabajo donde se acentúan las virtudes de (v.gr: concepción arquitectónica de la armonía para un músico) a la vez que se atenúan sus defectos (v.gr: a ese mismo músico podríamos adjudicarle cierta torpeza fisico coordinativa que la partitura logrará paliarle). Ahí es donde concuerdo con Baremboin y contigo, concuerdo en que el trabajo de un compositor presupone una división del trabajo que le termina la obra, que ésta, por tanto, es una combinación de una partitura, un director, unos instrumentistas, el día en el que se reproduce y cómo afecta a todos, el público que escucha, la acústica, en definitiva, que la obra pasa por toda una industria que no tiene por única etapa el compositor.
Y en la música popular estamos empezando a ver lo mismo. Considérese, por ejemplo, cómo gran parte de los guitarristas rock han ido refugiándose en el pedal, buscando así sonoridades nuevas que sus dedos tal vez no lograrían encontrar en caso contrario.
O el aire refrescante venido al mundo del rock desde la electrónica, desde el PC. -cuando Greenwood (de quien me pareció fulmínea su visión de la orquesta como una tecnología vieja, pero tecnología al fin y al cabo) dice ver al PC como un instrumento más a seleccionar, como una guitarra, como un sintetizador (solo que éste queda retratado como un simple switch al lado del PC); creo que ahonda en la misma idea, esto es, que tecnología mediante (y es una división de trabajo la que crea esa tecnología) se pueden eliminar restricciones (en su caso como guitarrista, las referidas a cuestiones psicomotrices, me atrevo a decir).
Ahora, dicho esto, y concordando en que es necesaria la coordinación de distintos gremios para la elaboración de música culta, es forzoso indicar que como precisamente ese acoplamiento es complejo, la sensación de que se puede perfeccionar el asunto, o mejor dicho, reensamblar y re-crear nuevamente, sí que transmite esa convicción (seguro equivocada) de platonización del objeto.
Piénsese en una obra de teatro: la contemporaneidad de Shakespeare en los teatros de hoy día (por jugar sobre terreno firme) deviene seguramente, y entre otras cosas, huelga decir, de la imposibilidad de encarnar definitivamente el texto literario en un montaje concreto luego, como Sísifo, la próxima temporada otro director de escena podrá intentarlo otra vez y en atención a otros elementos nuevos pero que permitan el acoplamiento con el texto. Por el contrario, con los covers de música creada ya interpretada, música popular, vamos, y como tu bien dijistes; es raro que éstos convivan en igualdad de atención y acogida con los originales, ya no digamos otro cover del cover del original, y seguramente, la razón provendrá de sentir que el acoplamiento ya está hecho y está hecho sin fisuras, luego no hay forma de escindir y concebir otro reensamblaje para esa creación (las más de las veces, cuidado, después de todo, existen covers exitosos pero, desde luego, nunca una industria de covers).
Que la tecnología no sólo elimina restricciones sino que abre a otras posibilidades, no hay duda. Las lecturas de Vivaldi o de Bach, populares sí, pero no menos interesantes, que hizo Vanessa Mae con violín eléctrico y electrónica, me parecen buena prueba de ello. La Tempest de Greenaway, aún mejor. Writing on water, de alguna manera una derivación en concierto de esa obra de Greenaway, esta vez con David Lang, otro gran ejemplo. El problema con la tecnología, con cualquier tecnología, es que la cantidad de basura que se produce mediante ciega. Basta ver la última Tempest, la de Julie Taymor, para comprobarlo.
En el caso de la tecnología novedosa, como cuando se abre una puerta vía a un nuevo paisaje inmenso, supongo sucede entonces que aparece la misma angustia inmovilista que sentía Stravinsky cuando se impugnó la tonalidad, la misma angustia tanto para el músico como para el oyente, claro.
En el caso de la música electrónica, por ejemplo, como oyente, oyente amateur, es cierto, tiendo a echar de menos algún tipo de restricción visible que de algún modo me permita seguir tanta innovación tímbrica... no sé...supongo que todo esto de la creación se reduce a un equilibrio entre restricción y libertinaje...y aquí una vez más aparece la importancia de la tradición...de seguirla...o de crearla
Al hilo de esto (bueno, más o menos) leí ayer una entrevista a Ferrá Adria y leí cómo éste decía que lo valorable en una persona creativa, por su parte, se entiende, no era tanto si era un genio o no, sino si generaba influencias...algo así, traduzco, y traduzxo para volver al texto, como que hay que valorar a aquellos músicos, por ejemplo, que encuentran un camino que pulveriza restricciones pero a la vez no provoca inmovilismos creativos...de ahí que aparezcan las "escuelas"...no por otra cosa, todos los artistas, como decía Harold Bloom, tienen la angustia de la influencia...