Pero a mi ver, esto es falso de toda falsedad y se ve muy claramente cuando el Quijote -lo recuerda Kundera- es invitado por un aldeano a su casa, donde vive con su hijo poeta y éste rapidamente se da cuenta de la locura del nuevo huésped guardándose, por lo tanto, cierta distancia con él. Pero cuando más tarde Don Quijote le inste al joven a que haga gala de su arte, éste obedezca, recite su poesía y finalmente, luego de ser elogiado por el caballero andante, olvide brevemente su locura y celebre su inteligencia lectora; se nos revelará al instante que no menos disfraz y no menos locura tiene (casi) el poeta que el Quijote. ¿Quién es, pues, el loco? ¿El loco que elogia el lúcido o el lúcido que cree en el elogio del loco?, se pregunta con razón Kundera.
Lo que yo entiendo, entonces, es que el poeta se disfraza, como he dicho, se reviste de poeta con la misma insconsciencia y con la misma necesidad con que Alonso Quijano, de un modo más pintoresco e insostenible, lo hace de caballero andante y esto me recuerda, por cierto, a casos reales, sin ir más lejos, el del lucídisimo -sin discusión- James Joyce, quien, a la edad de veintitantos y aún no habiendo escrito nada, y al encuentro con su compatriota Yeats, le espeta despectiva y memorablemente aquello de "¿37 años? Eso pensé, lo conocí demasiado tarde. Es demasiado viejo para que pueda ayudarle".
No muy lejos en soberbia de dudosa base igual origen andaba Beethoven cuando, sin tampoco haber publicado ningún sonido memorable y después de sufrir la importuna descortesía de un tal conde Razumovsky, Rasmussen o Rasnoséqué, al que daba clases de piano en la época en que aún era capaz de hacerlo; no tuvo reparos en recordarle quién verdaderamente era él, no tuvo reparos en espetarle aquellas ya célebres palabras de usted es príncipe por azar, por nacimiento pero en cuanto a mí, yo soy por mí mismo pues hay miles de príncipes y aún más habrá, pero Beethoven sólo hay uno.
En ambos casos -pero no se dude: hay más-, esa actitud elitista y neoaristrocrática tiene por objetivo sostener un autoestima, desbrozar una voluntad y, sobre todo, contener una sentido que de lo contario se desbordaría fruto de los vaivenes de la vida. Teniendo un (por) qué, dijo memorablemente Nietzsche, da igual el cómo e incluso esto parece válido para los casos más extremos como campos de concentración nazi, y de hecho lo contaba Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido, quien decía que, como no se podía jugar la carta de la creatividad, ni ejecutar meramente el papel de la supervivencia -al tiempo aquellos que lo hacían acababan por dejarse ir perdidos como bestias domesticadas sueltas de nuevo al campo-, sólo aquellos que creían en lo religioso, que se creían mártires de un destino adverso del que estoicamente se yerguerían; lograban sobrevivir.
Hay parecidos de familia, bien mirado, entre éstas ensoñaciones, las de Joyce aguantando la indiferencia de su pueblo, las de Beethoven soportando la sordera, las del Quijote aguantando befas y pedradas, y aquellas que -según lo afirma la leyenda- populaban en la Roma precristiana o en la Edad Media, donde algunos cristianos torturados fueron capaces de asimilar experiencias atroces con la sola fuerza de su fe. Caso mítico, recuerdo ahora, el del famoso santo, nombre olvidado, quemándose boca arriba y con naturalidad alucinada decidiendo informar a sus torturadores estar por un lado bien frito y que se me de entonces la vuelta por favor. Dicho esto, hoy día, a mi ver, en el entorno moderno actual, con una escéptica cultura arraigada en ubicuidad, es imposible, absolutamente improbable, que un enteógeno tan eficaz, un fervor religioso tan carente de fisuras, florezca en una persona cuerda con esa alucinante rotundidad. Tal vez, eso sí, un disminuido, un lesionado mental o un imberbe mental, quiero decir, un niño, puedan digerir sin fricción alguna, de forma compacta y sin necesidad de evolucionarlas, tamañas ensoñaciones.
Este es el caso de la película La vida es bella donde un padre arribado a un campo nazi se ve obligado a hacer creer a su compañero de desgracias, a su hijo pequeño, que todo aquello no es más que un concurso para ganarse un tanque. Con esa increíble historieta, ahora el niño, mudado en jugador competitivo, y el campo en mero lugar de juego; conforman juntos un escenario de partida en donde todo, desgracias y fatigas, penurias y tragedias, adquieren sentido a la luz de una esperanza, una narrativa, ahora justificante de todo. En el film se podrían percibir, como en el juego de las cajas chinas, dos historias, una la del campo nazi, otra la del concurso del tanque, solo que en esta ocasión, y a diferencia de por ejemplo Las mil y una noches, las historias no concurren secuencialmente sino de forma fugada, simultáneamente pero sin jerarquía entre ellas, es decir, como una red de cajas chinas.
No se está muy lejos, yo tampoco, cuidado, de la alucinación del niño de la peli de Benigni, en serio, la locura no arrasa la totalidad de la cabeza de una persona, es un todo o nada, sino, como la dialéctica enfermedad salud, hay puntos débiles desde donde medrar -caso de los lucídisimos Joyce o Beethoven, tan learianos ellos, pero también otros casos ilustrados en otros personajes del Quijote, el mismo poeta citado antes, o incluso el bueno de Sancho Panza que pareciera querer una ismo sólo para satisfacer, pensaba mientras lo leía, sus ansias materiales pero que luego, cuando se le ve de engañado gobernador, lo vemos creerse el rey Salomon redivivo, no menos anhelante que el Quijote en desfacer entuertos y reencauzar el mundo.
En el Quijote, por lo tanto, también tenemos historias dentro de historias, la de Sancho aviniéndose en gobernador por ejemplo, o la de Alonso en caballero andante, ejemplarmente, pero a diferencia de La vida es bella, aquí no concurren de forma compacta las locuras pues Quijano no es un niño, como tampoco lo era el poeta, Sancho o, más históricamente, Viktor Frankl, Joyce o Beethoven; aquí hay crisis de fe, sobre todo al final del libro, momentos de desamparo, momentos en donde la historia del tanque se funde con el campo nazi y entonces la polifonía de narraciones, sentimos, debería verse como burbujas que crecen, a veces contagian -pobre Sancho al final-, pero finalmente se confunden con el resto de historias, entorpeciéndose entre sí, mientras se deshacen y expanden, como agua sobre agua (Borges dixit), olas en el mar. No estamos muy lejos, bien mirado, de los enfermos Korsakov.
Ahí está la verdadera metaficción cervantina y es desde esta perspectiva y sólo desde esta perspectiva, desde donde se puede considerar a la obra cervantina como la novela metaficticia por excelencia. No en la confusa red de traductores, editores, copias piratas, Cide Hamete Benengeli y demás juegos de artificio, juegos de mano deslumbrantes, encaminados eso sí, y a mi ver, a desautorizar cualquier opinión, bien sea del narrador, bien del escritor, que se pretenda base física y objetiva desde donde comandar cualquier juicio psicológico, despectivo o no, empático o no, a cualquier personaje de la novela, como principalmente el Quijote.
Lo que se tiene en la novela por excelencia, al contrario, es una red cambiante de burbujas chinas desprovistas de sostén para así mostrar de esta manera, y de qué manera, que todos nosotros, no solo Don Quijote, somos una red autosostenida de ficciones porque si bien El Quijote, cierto es, retoma satíricamente los pastiches caballerescos, con toda su gallardía y donaire, con toda su misión heroica y encomiable; en Cervantes, a diferencia de los parodistas de disfraces pastoriles, y en semejanza a la peli de Schwarzenegger; la crítica a la ficción serializada no se pretende finiquitadora, antes bien, participa del homenaje y, lo que tal vez es más importante, el protagonista de la obra cervantina disfruta en todo momento de la convicción sedante de creerse caballero andante -siempre recuerdo de él la envidiable compostura con la que encaja todos los fracasos cabellerescos-; y es que y en definitiva, en el Quijote no se critica a una ficción pop concreta sino que se busca mostrar, a veces parodiar pero otras tantas incitar, cómo nuestras personalidades son un tumulto heterogéneo, aunque necesario como flora intestinal, de roles varios falsamente discretizados en arquetipos ficticios y Cervantes aquí, y a mi ver, y a diferencia de algunos apologistas de Bovary, no defenderá entonces des-idealizar la realidad, naturalizarla, volverla cabal; sino simplemente criticará, eso sí, la artificiosidad carnavelesca de ciertas ficciones elenco a la par que defiende la necesidad genérica y evolutiva de las mismas atravesando toda la psique humana.
Lo que yo entiendo, entonces, es que el poeta se disfraza, como he dicho, se reviste de poeta con la misma insconsciencia y con la misma necesidad con que Alonso Quijano, de un modo más pintoresco e insostenible, lo hace de caballero andante y esto me recuerda, por cierto, a casos reales, sin ir más lejos, el del lucídisimo -sin discusión- James Joyce, quien, a la edad de veintitantos y aún no habiendo escrito nada, y al encuentro con su compatriota Yeats, le espeta despectiva y memorablemente aquello de "¿37 años? Eso pensé, lo conocí demasiado tarde. Es demasiado viejo para que pueda ayudarle".
No muy lejos en soberbia de dudosa base igual origen andaba Beethoven cuando, sin tampoco haber publicado ningún sonido memorable y después de sufrir la importuna descortesía de un tal conde Razumovsky, Rasmussen o Rasnoséqué, al que daba clases de piano en la época en que aún era capaz de hacerlo; no tuvo reparos en recordarle quién verdaderamente era él, no tuvo reparos en espetarle aquellas ya célebres palabras de usted es príncipe por azar, por nacimiento pero en cuanto a mí, yo soy por mí mismo pues hay miles de príncipes y aún más habrá, pero Beethoven sólo hay uno.
En ambos casos -pero no se dude: hay más-, esa actitud elitista y neoaristrocrática tiene por objetivo sostener un autoestima, desbrozar una voluntad y, sobre todo, contener una sentido que de lo contario se desbordaría fruto de los vaivenes de la vida. Teniendo un (por) qué, dijo memorablemente Nietzsche, da igual el cómo e incluso esto parece válido para los casos más extremos como campos de concentración nazi, y de hecho lo contaba Viktor Frankl en su libro El hombre en busca de sentido, quien decía que, como no se podía jugar la carta de la creatividad, ni ejecutar meramente el papel de la supervivencia -al tiempo aquellos que lo hacían acababan por dejarse ir perdidos como bestias domesticadas sueltas de nuevo al campo-, sólo aquellos que creían en lo religioso, que se creían mártires de un destino adverso del que estoicamente se yerguerían; lograban sobrevivir.
Hay parecidos de familia, bien mirado, entre éstas ensoñaciones, las de Joyce aguantando la indiferencia de su pueblo, las de Beethoven soportando la sordera, las del Quijote aguantando befas y pedradas, y aquellas que -según lo afirma la leyenda- populaban en la Roma precristiana o en la Edad Media, donde algunos cristianos torturados fueron capaces de asimilar experiencias atroces con la sola fuerza de su fe. Caso mítico, recuerdo ahora, el del famoso santo, nombre olvidado, quemándose boca arriba y con naturalidad alucinada decidiendo informar a sus torturadores estar por un lado bien frito y que se me de entonces la vuelta por favor. Dicho esto, hoy día, a mi ver, en el entorno moderno actual, con una escéptica cultura arraigada en ubicuidad, es imposible, absolutamente improbable, que un enteógeno tan eficaz, un fervor religioso tan carente de fisuras, florezca en una persona cuerda con esa alucinante rotundidad. Tal vez, eso sí, un disminuido, un lesionado mental o un imberbe mental, quiero decir, un niño, puedan digerir sin fricción alguna, de forma compacta y sin necesidad de evolucionarlas, tamañas ensoñaciones.
Este es el caso de la película La vida es bella donde un padre arribado a un campo nazi se ve obligado a hacer creer a su compañero de desgracias, a su hijo pequeño, que todo aquello no es más que un concurso para ganarse un tanque. Con esa increíble historieta, ahora el niño, mudado en jugador competitivo, y el campo en mero lugar de juego; conforman juntos un escenario de partida en donde todo, desgracias y fatigas, penurias y tragedias, adquieren sentido a la luz de una esperanza, una narrativa, ahora justificante de todo. En el film se podrían percibir, como en el juego de las cajas chinas, dos historias, una la del campo nazi, otra la del concurso del tanque, solo que en esta ocasión, y a diferencia de por ejemplo Las mil y una noches, las historias no concurren secuencialmente sino de forma fugada, simultáneamente pero sin jerarquía entre ellas, es decir, como una red de cajas chinas.
No se está muy lejos, yo tampoco, cuidado, de la alucinación del niño de la peli de Benigni, en serio, la locura no arrasa la totalidad de la cabeza de una persona, es un todo o nada, sino, como la dialéctica enfermedad salud, hay puntos débiles desde donde medrar -caso de los lucídisimos Joyce o Beethoven, tan learianos ellos, pero también otros casos ilustrados en otros personajes del Quijote, el mismo poeta citado antes, o incluso el bueno de Sancho Panza que pareciera querer una ismo sólo para satisfacer, pensaba mientras lo leía, sus ansias materiales pero que luego, cuando se le ve de engañado gobernador, lo vemos creerse el rey Salomon redivivo, no menos anhelante que el Quijote en desfacer entuertos y reencauzar el mundo.
En el Quijote, por lo tanto, también tenemos historias dentro de historias, la de Sancho aviniéndose en gobernador por ejemplo, o la de Alonso en caballero andante, ejemplarmente, pero a diferencia de La vida es bella, aquí no concurren de forma compacta las locuras pues Quijano no es un niño, como tampoco lo era el poeta, Sancho o, más históricamente, Viktor Frankl, Joyce o Beethoven; aquí hay crisis de fe, sobre todo al final del libro, momentos de desamparo, momentos en donde la historia del tanque se funde con el campo nazi y entonces la polifonía de narraciones, sentimos, debería verse como burbujas que crecen, a veces contagian -pobre Sancho al final-, pero finalmente se confunden con el resto de historias, entorpeciéndose entre sí, mientras se deshacen y expanden, como agua sobre agua (Borges dixit), olas en el mar. No estamos muy lejos, bien mirado, de los enfermos Korsakov.
Ahí está la verdadera metaficción cervantina y es desde esta perspectiva y sólo desde esta perspectiva, desde donde se puede considerar a la obra cervantina como la novela metaficticia por excelencia. No en la confusa red de traductores, editores, copias piratas, Cide Hamete Benengeli y demás juegos de artificio, juegos de mano deslumbrantes, encaminados eso sí, y a mi ver, a desautorizar cualquier opinión, bien sea del narrador, bien del escritor, que se pretenda base física y objetiva desde donde comandar cualquier juicio psicológico, despectivo o no, empático o no, a cualquier personaje de la novela, como principalmente el Quijote.
Lo que se tiene en la novela por excelencia, al contrario, es una red cambiante de burbujas chinas desprovistas de sostén para así mostrar de esta manera, y de qué manera, que todos nosotros, no solo Don Quijote, somos una red autosostenida de ficciones porque si bien El Quijote, cierto es, retoma satíricamente los pastiches caballerescos, con toda su gallardía y donaire, con toda su misión heroica y encomiable; en Cervantes, a diferencia de los parodistas de disfraces pastoriles, y en semejanza a la peli de Schwarzenegger; la crítica a la ficción serializada no se pretende finiquitadora, antes bien, participa del homenaje y, lo que tal vez es más importante, el protagonista de la obra cervantina disfruta en todo momento de la convicción sedante de creerse caballero andante -siempre recuerdo de él la envidiable compostura con la que encaja todos los fracasos cabellerescos-; y es que y en definitiva, en el Quijote no se critica a una ficción pop concreta sino que se busca mostrar, a veces parodiar pero otras tantas incitar, cómo nuestras personalidades son un tumulto heterogéneo, aunque necesario como flora intestinal, de roles varios falsamente discretizados en arquetipos ficticios y Cervantes aquí, y a mi ver, y a diferencia de algunos apologistas de Bovary, no defenderá entonces des-idealizar la realidad, naturalizarla, volverla cabal; sino simplemente criticará, eso sí, la artificiosidad carnavelesca de ciertas ficciones elenco a la par que defiende la necesidad genérica y evolutiva de las mismas atravesando toda la psique humana.
2 comentarios:
Pienso, tomando una pequeña desviación, en ese Joyce, a quien Lacan consideraba un psicótico estabilizado con la escritura. Recuerdo una anécdota: Joyce fue a ver a Jung por la locura de su hija; Jung admiraba a Joyce; Joyce, para probar que su hija era genial, le trajo las escrituras de ella, "ella escribe lo mismo que yo", le dijo a Jung, y Jung, "sí, pero allí donde usted nada ella se ahoga".
Es curioso porque creo que Beckett, al admirar por sobre todo la capacidad de Joyce para hacer acopio inmenso de materiales heterogéneos y saber estructurarlos; pareciera haber sentido la misma frustración hasta, por lo menos, encontrar su propio camino desde donde ahora sí poder respirar.
Hay otra anécdota, yo diría relacionada, con el otro de sus hijos, quien tenía una gran voz, podría haber sido un gran tenor, pero, en palabras (parecidas) de su padre, la música había nacido para él, esto es, tenía talento, pero él no había nacido para la música, esto es, no lidiaba con ella con el mismo monástico fervor con que James (o Beethoven, Miguel Angel, ...) se daba a la escritura, se sentía llamado a la escritura, se sabía escritor.
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