Recientemente leí el libro de Vargas Llosa, Cartas a un joven novelista, empeñado en registrar una correspondencia epistolar dirigida a un imaginario joven novelista deseoso de conocer los entresijos del proceso productivo de una novela cualquiera.
En el libro se da cuenta, básicamente, de qué parametros puedan variar entre una novela y otra. También una hipótesis sobre cómo y por qué se da la vocación literaria.
Con lo segundo seré breve: Vargas Llosa conjetura que todos, ya desde chiquitos, imaginamos vivencias historias situaciones con las que dar la vuelta revés revancha a nuestras frustraciones decepciones. A continuación, muy arriesgadamente, Vargas Llosa referirá cómo el novelista destacará sin más sobre el resto a razón de perpetuar este escapismo virtual y en el fondo, nos advertirá el escritor peruano, detrás de cada ficción novelesca, se esconderá un autor deseoso de reequilibrar su particular karma. (Cierta vez esbocé una teoría similar solo que más atento al concepto de rol que de historia. No acabo de estar de acuerdo sobre esa especie de revanchismo kármico como algo inherente al escritor. No queda explicado lo más importante: ¿qué tiene el niño novelista para permanecer novelando aún ya madurando en edad?)
Hablemos ahora de los parámetros ingredientes constructivos constitutivos de una novela. Básicamente siete, se nos dirá: Estilo, Tiempo, Espacio, Nivel de Realidad, Cajas Chinas, Vasos comunicantes, Datos escondidos. Vargas dirá que la modificación de esos parámetros da lugar a las diferencias entre una novela y otras. Dirá también que si existieran otros parámetros, él los desconoce. Seguramente existirán, sin duda, aunque yo los desconozca. No menos posible es que se puedan inventar otros. No obstante, la mayor objeción posible contra esta lista, refiere su ámbito alcance de actuación.
Prologuemos: Un acorde musical, la menor estructura posible de un sonido cualesquiera, se despieza en timbre altura y pulso. Timbre y armonía, consecuentemente, son parámetros constitutivos constituyentes de una microestructura. Esta microestructura puede alargarse hasta una frase y hablaríamos, entonces, de la horizontalidad de la música, donde ya entran la escala (pentatónica, octatónica, diatónica, dodecafónica, etc.) ritmo, métrica y acento, formando todos ellos, una (denominaré) mesoestructura. Finalmente las macroestructuras no se desaglomeran en parámetros sino que existen de forma compacta (forma sonata, fuga, variaciones, etc.) como organizaciones donde ingresar o plantillas para usar.
Es evidente, y más para un nominalista, el carácter tentativo abocetado de todas estas jerarquías registradas: basta una obra como Atmósferas de Ligeti para borrar el concepto mismo de microestructura y basta una obra como La Consagración de la Primavera de Stravinsky para borrar el concepto mismo de mesoestructura y basta una obra como Juegos Venecianos de Lutoslawski para borrar el concepto mismo de macroestructura. (Notése cómo todas estas obras sí tienen, respectivamente, micro meso macro estructuras, solo que, están fantasmagorizadas: su despiece paramétrico elemental resultará imposible pero su presencia innegable. Este punto será importante recordar para lo que viene.)
Aclaro: todas nuestras conceptualizaciones son apenas orientativas. No debiéramos creerlas eternas y válidas para toda casuística. Los ejemplos citados son una ingrata lección para quién lo olvidó.
Sin embargo, son orientativas, las conceptualizaciones, digo, repito, y la serie de conceptos enunciada por Vargas Llosa, como se intuirá, no es excepcional en este punto, pero es que además, no alcanza a describir, como pretende el peruano, todo lo referido a la arquitectura de la novela, en cambio, lo dicho por él, en mi opinión, solo afecta a las mesoestructuras: no habla de las microestructuras como, sin ser exhaustivo, la adjetivación (Borges), la puntuación (Céline), la sintáxis (Proust), la eufonía (Carpentier); y tampoco Vargas Llosa nos habla de las macroestructuras (la más típica, la más explicada, la de Aristóteles, la presentación-nudo-desenlace pero sin duda hay más).
Hablará, es verdad, del estilo, el cuál, es cierto, se podría considerar como sinónimo de microestructura. Pero no despliega, desde dicho concepto, cuáles son sus ingredientes constitutivos. Si dirá, empero, que todo autor debe tener un estilo propio y, cuidado, no rechazaré, de esta idea, bien tópica por cierto, el adjetivo "propio" pero sí el cuantificador que lo precede: ¿por qué un autor no debe variar su estilo? El estilo lo debe determinar la atmósfera tono tema del relato. No al revés. En música, curiosamente, incluso con las bandas de música heavy pop rock, la varianza de estilo no solo se acepta sino que se exige. (Claro que esto también tiene sus consecuencias negativas, v.gr, puedes perder identidad: Metallica casi se quedó sin antiguos fans luego de perpetrar su Load. Otro tanto Marilyn Manson con Mechanical Animals. Otro ejemplo negativo: puedes generar falsas expectativas: Todo el mundo parece esperar, por cada vez que saca un nuevo disco Radiohead, un copernicano viraje al estilo Kid A, al cabo, una banda (también un autor, en definitiva, cualquier agente creador) siempre tiene una misma voz por debajo del estilo con el que se viste: se me antoja imposible oír rock sinfónico con la voz de Yorke, consecuentemente, el estilo debe variar, sin duda, pero después de todo y en el fondo, permanecerá invariable).
El resto de parámetros reseñados por Vargas Llosa son, esta vez sin duda, mesoestructurales: todos alcanzan el parráfo/la página, ni más ni menos. No hablará, pues, de la macroestructura, cuya ausencia, o al menos nítida presencia, ya dicho sea de paso, es lo sintomático de todo arte desde, por lo menos, mediados del siglo XX en adelante. (¿Cuál es la macroestructura previsible (a la manera de la forma sonata o el intro-nudo-desenlace) que rige Rayuela, Lontano, Numero 5 o Lost Highway? Por ahí van ciertas razones para la fría receptividad de lo artístico no-clásico)
Al grano ya. Una por una. Narrador/Espacio. Cada narrador, se nos dirá, establece la cercanía que tendrá el lector respecto a los hechos sucesos incidentes narrativos. Se dirá, con mucha razón, que en una novela, el narrador, se quiera o no, es el personaje más capital ubicuo vertebral. Cuando se utiliza un diálogo, se cambia el espacio/narrador para, de algún modo, poner el micrófono en medio mismo de la escena, a diferencia de, por ejemplo, el monólogo libre, donde queda el micro dentro de una persona. Habrá narradores omniscientes y en tercera segunda primera persona. Habrá estilo directo indirecto libre monólogo interior. Diferentes valores de un mismo parámetro.
Tiempo/Cronología. No se nos hablará aquí, por cierto y aunque se debiera, de la analépsis, ni de la prolépsis, su némesis conceptual. Se hablará del tempo narrativo, de la atención omisión de los detalles, de la hecceidad, por decirlo de otro modo; del tiempo psicológico, por decirlo definitivamente.
Nivel de Realidad. Costumbrismo barato, ciencia ficción, fantasía pura y dura. Etc. En principio, como se intuye, el nivel de realidad, siempre y cuando sea autocoherente, no incide demasido en la calidad de una obra (si se mira desapasionadamente), justo por ello, aquí será el momento, supongo, de anotar un juego que Vargas establece como fundamental en el desempeño de la escritura novelística: la muda o, como yo traduciría (buscando deliberadamente resonancias musicales), la modulación.
Cualquier parámetro puede mutar de valor durante el transcurso de la novela y, así, como ejemplo de nivel de realidad modulado, se podría citar, de hecho el escritor nobelizado lo hace, al Orlando de Virginia Woolf, donde y de repente, el protagonista pasa de ser un hombre a ser una mujer y por tanto, la novela irrumpe de lleno y sin avisar, en el terreno de lo fantástico. De estos golpes de efecto vive todo el realismo mágico, afirmo.
Estas modulaciones, empero, me parecen no recibir en el libro un tratamiento debido, toda vez que, a mi ver, el uso inteligente de ellas resulta crucial, de hecho voy más lejos, la anulación de los parámetros (hasta ahora) aquí citados mediante el uso continuado y sistemático, de las modulaciones (a la manera de aquellos compositores posrománticos que logran hacer dudar si su obra es tonal o no); constituye una veta común entre los tres escritores más aclamados del siglo veinte. ¿Casualidad? Se estudiará.
Veamos. Kafka. Su magna obra. Cierta vez, en la cola de una discoteca, un hombre, negro para más señas, se enojó por no poder entrar al local gratis como, recientemente, sí habían hecho unas mujeres. No entendía, intuyo, que era ser hombre y no negro, lo que le vetaba -siempre veta- su entrada gratuita. Él, por el contario, encontraba absurda la situación: por eso protestaba (supongo, a decir verdad). Más aquiescente es la reacción del protagonista de Ante la ley. Aún más absurdo el veto. El texto gusta a los lectores teologales pero cuando uno lee El Castillo, se enfrenta a una narración cuya estrategia textual es diferente: a pesar de analogar la misma situación, ya doblemente citada, el proceso de veto es más sutil discreto desapercibido. Recuerda la historia, seguro legendaria, de las ranas que al ser lanzadas al agua hirviendo escapan doloridas asustadas pero que, ahora sobre agua bien fría gradualmente calentada, acaban hirviéndose sin darse cuenta de nada. K., como la rana de la leyenda/parábola, se ve gradual e imperceptiblemente exiliado del pueblo que lo acoge falsamente y como ese deterioro de la realidad es paulatino imperceptible, no alcanza la súbita relevación de lo absurdo y la consecuente reacción protestante: K. camina a su perdición sin conciencia de la caída, sin reacción restitutiva.
La obra, como se ve, transita de lo real a lo fantástico. Otras obras suyas como La metamorfósis o El Proceso, comienzan desde lo fantástico extraño ajeno pero, poco a poco, acaban llegando a lo cotidiano real propio con la suficiente sutileza como para imposibilitarnos distinguir cuándo empezó a hacérsenos reconocible la historia y con la suficiente agudeza como para mostrarnos que es posible, siquiera hipotéticamente, que lo que consideramos real, por tanto no corregible, por tanto tolerable; puede desquebrajarse ante nuestros ojos con la suficiente lentitud como para hacérsenos invisible el cambio, tarde la queja.
En La metamorfósis (por explicitar aún más la idea aunque sea brevemente), el protagonista se verá auto obligado a llevar una vida rutinaria, aún siendo extraña a su nueva condición, por fuerzas igual de externas y sobrevenidas que su repentina transformación: pronto se verá que su vida era, aún es, igual de enajenante que la propia transformación entomológica (Nota: Si se hubiera transformado en araña, con su telaraña ya dispuesta, entiéndaseme, este gesto estilístico hubiera visto reforzada la veta hermenéutica recién anotada).
En El Proceso, el mecanismo se repite y los resultados se refuerzan. Josef acepta, bajo la batuta racionalista, sin queja ni drama, la excepcional acusación que abre la obra y la no menos singular letanía de despropósitos que la vertebrarán a continuación. Pero la fe en la racionalidad última del proceso, el cuál, siempre deja resquicios reconocibles sobre los que cultivar nuestras esperanzas recursos contraacciones; imposibilita a Josef tomar consciencia de la irrealidad recién abocada sobre su vida.
Kundera, a propósito de esta novela y en el libro El Telón, contará la historia real de un pequeño industrial francés obligado a cerrar su negocia porque su deudor impagaba y la justicia se retrasaba. Poco a poco nuestras instituciones, como la colonia entera para cualquiera de sus hormigas miembros, han alcanzado dimensiones sobrehumanas, al cabo, este tiempo no humano de trato acción respuesta acaba por deshumanizarlas. Pero otro tanto diremos de instituciones menos visibles aun reales como, y sin ánimo exhaustivo, la cortesía, el cortejo, las reuniones familiares, el trabajo rutinario. Como memorablemente apostilla Kundera:
No es equivocada la comparación de lo kafkiano con lo onírico a pesar de la ausencia en éste de relojes derretidos, castillos con patas o cualquier otra imagen precisamente identificable con lo irreal, con lo absurdo; y no es incorrecta la comparación, digo, porque, en el fondo, lo fascinante y aterrador de los sueños no es su improvisada sucesión de hechos inconexos desarbolados sino su aquiescente padecimiento, sobre todo, visto, recordado, desde la sobria lucidez del despertar, pues, aquella tolerancia recien vivida para con lo absurdo, infama nuestro juicio. Quien quisiera en el arte emular lo onírico, debiera no olvidar nunca este último epílogo, tan humillante él, que sólo se da, ya despiertos, cuando recordamos, entonces sí, desde la (una mayor, debiéramos decir) lucidez -que sentimos ahora retratándonos.
Gracias a Kafka y a su singular uso del nivel de realidad, de sus transiciones graduales (¿cuándo empezó lo absurdo? ¿cuándo lo terminó?), de sus realidades deterioridas fronterizas, en resumen, se alcanza una perspectiva original novedosa fructífera si bien tácita no científica de las microestructuras de poder -familia, trabajo, roles sociales- que enajenan nuestra consideración de aquella coacción que resulta tolerable -por extensión, aquella coacción que resuelve nuestra identidad.
Otro caso: La obra de Joyce, la cual, sobre todo el Ulysses, gravita en torno a un registro literario bautizado como flujo de conciencia. Dicho registro se caracteriza por intenta plasmar de forma verbal el flujo interactivo entre el mundo real y el mundo interior, el cual, presiona la conciencia de una persona y que, en el caso de la obra del escritor irlándes, logra hacerse confundir, mediante modulaciones varias de la perspectiva narrativa, con los acontecimientos sobrevenidos del exterior.
De este modo, si nuestro protagonista piensa de repente en una canción juvenil, lo hará por escuchar unos acordes de organillo callejero que se lo recuerdan; o si el tenor de sus metáforas es de carácter ganadero, lo hará por estar en una carnicería; o si piensa en su mujer infidelizándole, lo hará por ver a un par de moscas apareándose justo a la hora en que sabe a su mujer encontrándose con Boylan; o etc. (No será menos crucial en esta novela, es cierto, el uso del pun o juego de palabras, mediante el cuál se servirá Joyce para mostrar cómo ciertos pensamientos anidan sobre nosotros más por cuestiones formales (musicalidad, comicidad, etc) que por cuestiones de utilidad práctica, necesidad interna.)
Pero en total, la continua modulación del espacio (narrativo) en la obra joyceana, pone en duda (para perpetua tortura del lector primerizo) el concepto mismo de narrador sobrevenido a, interactuante con, o directamente creador de, los hechos narrativos. No obstante, no se usará este gesto estilístico, por cierto, como vanguardismo provocador revolucionario estéril. Un sentido del juego, de lo verdaderamente literario, una intención verdaderamente estratégica planificada inteligente alimenta, en última instancia, este operar escritural, a saber: mostrar, lo que se ha venido a bautizar, muy acertadamente, el colapso del yo, esto es, mostrar cómo la identidad se sobrepone pero a veces se asfixia, en cualquier caso emerge con, la presión de estímulos externos concomitantes heteregóneos. Para ilustrarlo, el escritor irlandés buscará, como hemos dicho: mediante la modulación constante del narrador; impugnar la noción misma de cognición autónoma pues ésta se ve constamente bombardeada desde, remodelada por, armonizándose con, el ruido extererior.
(Cierta vez esbocé una idea similar.)
La prueba de que, más allá de lo literario (a través sobre todo de Faulkner), lo joyceano se expande por doquier, se demuestra cuando, refiriéndose a la hipermnesia, todo un neurólogo como Oliver Sacks, nos lo adjetiva como un drama de tintes joyceanos; aunque también y aún por otro lado, tendremos otra prueba de lo mismo cuando, todo un neurofilósofo tal que Daniel Dennett, quiere bautizar a la mente, la cual considera hogar y fábrica de memes; como maquina joyceana.
Gracias a Joyce y a su singular uso del espacio narrativo, en resumen, se alcanza una perspectiva original novedosa fructífera si bien tácita no científica de nuestro modus cognoscendi -por extensión, de nuestra identidad.
Último caso, último grande aunque fuera cronológicamente el primero: Proust. Cuando un editor, de cuyo nombre quiero olvidarme, dió en leer el manuscrito de En busca del tiempo perdido, se extrañó, y por eso a la postre rechazó, que en la obra se gastaran alrededor de treinta páginas en el agónico momento del entresueño cuando la voluntad quiere pero el insomnio se niega. Bien mirado, que esos segundos minutos horas sean eternos y justo por eso se hagan eternos en la obra; es un gesto realista que da buena cuenta de la observación del transcurrir del tiempo psicológico característica de Proust. En el francés, como se verá, las días de vacaciones puedan durar unas líneas cuando Albertine se ausenta pero hacerse eterno cuando de repente aparece. O también, extenderse durante páginas y páginas con una fiesta de disfraces en donde la fijación en la vestimenta o la identificación de un invitado distrae al narrador francés durante páginas y páginas. Otras veces serán tres árboles, un cuadro de Vermeer, una sonata de Deb...perdón, Vinteuil o simplemente un amanecer. Italo Calvino podría haber resumido, sin quererlo, la Búsqueda proustiana ya al final de su libro Las ciudades invisibles:
(Cierta vez esbocé una idea similar.)
Si bien, y a diferencia de los otros dos grandes, el mucho más clásico francés no logra anular ningún parámetro novelístico, es cierto: en todo momento es identificable el tiempo vivido, ahora, sí es verdad que logra alcanzar, con su aguda articulación del tempo, otra obra con marcado acento metafísico pues, si Kafka subvierte nuestras nociones de lo que es tolerablemente real, y si Joyce subvierte nuestra noción de lo que es identitario y no sobrevenido impuesto a nuestro yo; entonces Proust subvierte nuestra noción temporaria de la vida, es decir, el francés nos invita a reflexionar sobre la durabilidad de un estímulo, en tanto que ésta también lo codetermina nuestra cognición; y es que, si nos fijamos bien, veremos que el escritor francés vuelve a enhebrar, a la manera de Joyce, a la manera de Kafka pero paralelamente a ambos, otro discurso sobre el concepto de identidad.
------ (Nota: Se me hizo enorme el post, lo sé, lo siento, y quisiera continuarlo y hablar de las cajas chinas y el Quijote, y de Borges y los vasos comunicantes y alguno más, seguro, pero eso en otro post...)
En el libro se da cuenta, básicamente, de qué parametros puedan variar entre una novela y otra. También una hipótesis sobre cómo y por qué se da la vocación literaria.
Con lo segundo seré breve: Vargas Llosa conjetura que todos, ya desde chiquitos, imaginamos vivencias historias situaciones con las que dar la vuelta revés revancha a nuestras frustraciones decepciones. A continuación, muy arriesgadamente, Vargas Llosa referirá cómo el novelista destacará sin más sobre el resto a razón de perpetuar este escapismo virtual y en el fondo, nos advertirá el escritor peruano, detrás de cada ficción novelesca, se esconderá un autor deseoso de reequilibrar su particular karma. (Cierta vez esbocé una teoría similar solo que más atento al concepto de rol que de historia. No acabo de estar de acuerdo sobre esa especie de revanchismo kármico como algo inherente al escritor. No queda explicado lo más importante: ¿qué tiene el niño novelista para permanecer novelando aún ya madurando en edad?)
Hablemos ahora de los parámetros ingredientes constructivos constitutivos de una novela. Básicamente siete, se nos dirá: Estilo, Tiempo, Espacio, Nivel de Realidad, Cajas Chinas, Vasos comunicantes, Datos escondidos. Vargas dirá que la modificación de esos parámetros da lugar a las diferencias entre una novela y otras. Dirá también que si existieran otros parámetros, él los desconoce. Seguramente existirán, sin duda, aunque yo los desconozca. No menos posible es que se puedan inventar otros. No obstante, la mayor objeción posible contra esta lista, refiere su ámbito alcance de actuación.
Prologuemos: Un acorde musical, la menor estructura posible de un sonido cualesquiera, se despieza en timbre altura y pulso. Timbre y armonía, consecuentemente, son parámetros constitutivos constituyentes de una microestructura. Esta microestructura puede alargarse hasta una frase y hablaríamos, entonces, de la horizontalidad de la música, donde ya entran la escala (pentatónica, octatónica, diatónica, dodecafónica, etc.) ritmo, métrica y acento, formando todos ellos, una (denominaré) mesoestructura. Finalmente las macroestructuras no se desaglomeran en parámetros sino que existen de forma compacta (forma sonata, fuga, variaciones, etc.) como organizaciones donde ingresar o plantillas para usar.
Es evidente, y más para un nominalista, el carácter tentativo abocetado de todas estas jerarquías registradas: basta una obra como Atmósferas de Ligeti para borrar el concepto mismo de microestructura y basta una obra como La Consagración de la Primavera de Stravinsky para borrar el concepto mismo de mesoestructura y basta una obra como Juegos Venecianos de Lutoslawski para borrar el concepto mismo de macroestructura. (Notése cómo todas estas obras sí tienen, respectivamente, micro meso macro estructuras, solo que, están fantasmagorizadas: su despiece paramétrico elemental resultará imposible pero su presencia innegable. Este punto será importante recordar para lo que viene.)
Aclaro: todas nuestras conceptualizaciones son apenas orientativas. No debiéramos creerlas eternas y válidas para toda casuística. Los ejemplos citados son una ingrata lección para quién lo olvidó.
Sin embargo, son orientativas, las conceptualizaciones, digo, repito, y la serie de conceptos enunciada por Vargas Llosa, como se intuirá, no es excepcional en este punto, pero es que además, no alcanza a describir, como pretende el peruano, todo lo referido a la arquitectura de la novela, en cambio, lo dicho por él, en mi opinión, solo afecta a las mesoestructuras: no habla de las microestructuras como, sin ser exhaustivo, la adjetivación (Borges), la puntuación (Céline), la sintáxis (Proust), la eufonía (Carpentier); y tampoco Vargas Llosa nos habla de las macroestructuras (la más típica, la más explicada, la de Aristóteles, la presentación-nudo-desenlace pero sin duda hay más).
Hablará, es verdad, del estilo, el cuál, es cierto, se podría considerar como sinónimo de microestructura. Pero no despliega, desde dicho concepto, cuáles son sus ingredientes constitutivos. Si dirá, empero, que todo autor debe tener un estilo propio y, cuidado, no rechazaré, de esta idea, bien tópica por cierto, el adjetivo "propio" pero sí el cuantificador que lo precede: ¿por qué un autor no debe variar su estilo? El estilo lo debe determinar la atmósfera tono tema del relato. No al revés. En música, curiosamente, incluso con las bandas de música heavy pop rock, la varianza de estilo no solo se acepta sino que se exige. (Claro que esto también tiene sus consecuencias negativas, v.gr, puedes perder identidad: Metallica casi se quedó sin antiguos fans luego de perpetrar su Load. Otro tanto Marilyn Manson con Mechanical Animals. Otro ejemplo negativo: puedes generar falsas expectativas: Todo el mundo parece esperar, por cada vez que saca un nuevo disco Radiohead, un copernicano viraje al estilo Kid A, al cabo, una banda (también un autor, en definitiva, cualquier agente creador) siempre tiene una misma voz por debajo del estilo con el que se viste: se me antoja imposible oír rock sinfónico con la voz de Yorke, consecuentemente, el estilo debe variar, sin duda, pero después de todo y en el fondo, permanecerá invariable).
El resto de parámetros reseñados por Vargas Llosa son, esta vez sin duda, mesoestructurales: todos alcanzan el parráfo/la página, ni más ni menos. No hablará, pues, de la macroestructura, cuya ausencia, o al menos nítida presencia, ya dicho sea de paso, es lo sintomático de todo arte desde, por lo menos, mediados del siglo XX en adelante. (¿Cuál es la macroestructura previsible (a la manera de la forma sonata o el intro-nudo-desenlace) que rige Rayuela, Lontano, Numero 5 o Lost Highway? Por ahí van ciertas razones para la fría receptividad de lo artístico no-clásico)
Al grano ya. Una por una. Narrador/Espacio. Cada narrador, se nos dirá, establece la cercanía que tendrá el lector respecto a los hechos sucesos incidentes narrativos. Se dirá, con mucha razón, que en una novela, el narrador, se quiera o no, es el personaje más capital ubicuo vertebral. Cuando se utiliza un diálogo, se cambia el espacio/narrador para, de algún modo, poner el micrófono en medio mismo de la escena, a diferencia de, por ejemplo, el monólogo libre, donde queda el micro dentro de una persona. Habrá narradores omniscientes y en tercera segunda primera persona. Habrá estilo directo indirecto libre monólogo interior. Diferentes valores de un mismo parámetro.
Tiempo/Cronología. No se nos hablará aquí, por cierto y aunque se debiera, de la analépsis, ni de la prolépsis, su némesis conceptual. Se hablará del tempo narrativo, de la atención omisión de los detalles, de la hecceidad, por decirlo de otro modo; del tiempo psicológico, por decirlo definitivamente.
Nivel de Realidad. Costumbrismo barato, ciencia ficción, fantasía pura y dura. Etc. En principio, como se intuye, el nivel de realidad, siempre y cuando sea autocoherente, no incide demasido en la calidad de una obra (si se mira desapasionadamente), justo por ello, aquí será el momento, supongo, de anotar un juego que Vargas establece como fundamental en el desempeño de la escritura novelística: la muda o, como yo traduciría (buscando deliberadamente resonancias musicales), la modulación.
Cualquier parámetro puede mutar de valor durante el transcurso de la novela y, así, como ejemplo de nivel de realidad modulado, se podría citar, de hecho el escritor nobelizado lo hace, al Orlando de Virginia Woolf, donde y de repente, el protagonista pasa de ser un hombre a ser una mujer y por tanto, la novela irrumpe de lleno y sin avisar, en el terreno de lo fantástico. De estos golpes de efecto vive todo el realismo mágico, afirmo.
Estas modulaciones, empero, me parecen no recibir en el libro un tratamiento debido, toda vez que, a mi ver, el uso inteligente de ellas resulta crucial, de hecho voy más lejos, la anulación de los parámetros (hasta ahora) aquí citados mediante el uso continuado y sistemático, de las modulaciones (a la manera de aquellos compositores posrománticos que logran hacer dudar si su obra es tonal o no); constituye una veta común entre los tres escritores más aclamados del siglo veinte. ¿Casualidad? Se estudiará.
Veamos. Kafka. Su magna obra. Cierta vez, en la cola de una discoteca, un hombre, negro para más señas, se enojó por no poder entrar al local gratis como, recientemente, sí habían hecho unas mujeres. No entendía, intuyo, que era ser hombre y no negro, lo que le vetaba -siempre veta- su entrada gratuita. Él, por el contario, encontraba absurda la situación: por eso protestaba (supongo, a decir verdad). Más aquiescente es la reacción del protagonista de Ante la ley. Aún más absurdo el veto. El texto gusta a los lectores teologales pero cuando uno lee El Castillo, se enfrenta a una narración cuya estrategia textual es diferente: a pesar de analogar la misma situación, ya doblemente citada, el proceso de veto es más sutil discreto desapercibido. Recuerda la historia, seguro legendaria, de las ranas que al ser lanzadas al agua hirviendo escapan doloridas asustadas pero que, ahora sobre agua bien fría gradualmente calentada, acaban hirviéndose sin darse cuenta de nada. K., como la rana de la leyenda/parábola, se ve gradual e imperceptiblemente exiliado del pueblo que lo acoge falsamente y como ese deterioro de la realidad es paulatino imperceptible, no alcanza la súbita relevación de lo absurdo y la consecuente reacción protestante: K. camina a su perdición sin conciencia de la caída, sin reacción restitutiva.
La obra, como se ve, transita de lo real a lo fantástico. Otras obras suyas como La metamorfósis o El Proceso, comienzan desde lo fantástico extraño ajeno pero, poco a poco, acaban llegando a lo cotidiano real propio con la suficiente sutileza como para imposibilitarnos distinguir cuándo empezó a hacérsenos reconocible la historia y con la suficiente agudeza como para mostrarnos que es posible, siquiera hipotéticamente, que lo que consideramos real, por tanto no corregible, por tanto tolerable; puede desquebrajarse ante nuestros ojos con la suficiente lentitud como para hacérsenos invisible el cambio, tarde la queja.
En La metamorfósis (por explicitar aún más la idea aunque sea brevemente), el protagonista se verá auto obligado a llevar una vida rutinaria, aún siendo extraña a su nueva condición, por fuerzas igual de externas y sobrevenidas que su repentina transformación: pronto se verá que su vida era, aún es, igual de enajenante que la propia transformación entomológica (Nota: Si se hubiera transformado en araña, con su telaraña ya dispuesta, entiéndaseme, este gesto estilístico hubiera visto reforzada la veta hermenéutica recién anotada).
En El Proceso, el mecanismo se repite y los resultados se refuerzan. Josef acepta, bajo la batuta racionalista, sin queja ni drama, la excepcional acusación que abre la obra y la no menos singular letanía de despropósitos que la vertebrarán a continuación. Pero la fe en la racionalidad última del proceso, el cuál, siempre deja resquicios reconocibles sobre los que cultivar nuestras esperanzas recursos contraacciones; imposibilita a Josef tomar consciencia de la irrealidad recién abocada sobre su vida.
Kundera, a propósito de esta novela y en el libro El Telón, contará la historia real de un pequeño industrial francés obligado a cerrar su negocia porque su deudor impagaba y la justicia se retrasaba. Poco a poco nuestras instituciones, como la colonia entera para cualquiera de sus hormigas miembros, han alcanzado dimensiones sobrehumanas, al cabo, este tiempo no humano de trato acción respuesta acaba por deshumanizarlas. Pero otro tanto diremos de instituciones menos visibles aun reales como, y sin ánimo exhaustivo, la cortesía, el cortejo, las reuniones familiares, el trabajo rutinario. Como memorablemente apostilla Kundera:
No es la crueldad (repentina distintiva interactuable, apostillo yo) lo que aplasta al agrimensor K. (ni a Samsa, ni a Josef), sino el tiempo no humano del castillo; el hombre pide audiencia, el castillo las aplaza; el litigio se prolonga, la vida se acaba.(Cierta vez cité una idea similar.)
No es equivocada la comparación de lo kafkiano con lo onírico a pesar de la ausencia en éste de relojes derretidos, castillos con patas o cualquier otra imagen precisamente identificable con lo irreal, con lo absurdo; y no es incorrecta la comparación, digo, porque, en el fondo, lo fascinante y aterrador de los sueños no es su improvisada sucesión de hechos inconexos desarbolados sino su aquiescente padecimiento, sobre todo, visto, recordado, desde la sobria lucidez del despertar, pues, aquella tolerancia recien vivida para con lo absurdo, infama nuestro juicio. Quien quisiera en el arte emular lo onírico, debiera no olvidar nunca este último epílogo, tan humillante él, que sólo se da, ya despiertos, cuando recordamos, entonces sí, desde la (una mayor, debiéramos decir) lucidez -que sentimos ahora retratándonos.
Gracias a Kafka y a su singular uso del nivel de realidad, de sus transiciones graduales (¿cuándo empezó lo absurdo? ¿cuándo lo terminó?), de sus realidades deterioridas fronterizas, en resumen, se alcanza una perspectiva original novedosa fructífera si bien tácita no científica de las microestructuras de poder -familia, trabajo, roles sociales- que enajenan nuestra consideración de aquella coacción que resulta tolerable -por extensión, aquella coacción que resuelve nuestra identidad.
Otro caso: La obra de Joyce, la cual, sobre todo el Ulysses, gravita en torno a un registro literario bautizado como flujo de conciencia. Dicho registro se caracteriza por intenta plasmar de forma verbal el flujo interactivo entre el mundo real y el mundo interior, el cual, presiona la conciencia de una persona y que, en el caso de la obra del escritor irlándes, logra hacerse confundir, mediante modulaciones varias de la perspectiva narrativa, con los acontecimientos sobrevenidos del exterior.
De este modo, si nuestro protagonista piensa de repente en una canción juvenil, lo hará por escuchar unos acordes de organillo callejero que se lo recuerdan; o si el tenor de sus metáforas es de carácter ganadero, lo hará por estar en una carnicería; o si piensa en su mujer infidelizándole, lo hará por ver a un par de moscas apareándose justo a la hora en que sabe a su mujer encontrándose con Boylan; o etc. (No será menos crucial en esta novela, es cierto, el uso del pun o juego de palabras, mediante el cuál se servirá Joyce para mostrar cómo ciertos pensamientos anidan sobre nosotros más por cuestiones formales (musicalidad, comicidad, etc) que por cuestiones de utilidad práctica, necesidad interna.)
Pero en total, la continua modulación del espacio (narrativo) en la obra joyceana, pone en duda (para perpetua tortura del lector primerizo) el concepto mismo de narrador sobrevenido a, interactuante con, o directamente creador de, los hechos narrativos. No obstante, no se usará este gesto estilístico, por cierto, como vanguardismo provocador revolucionario estéril. Un sentido del juego, de lo verdaderamente literario, una intención verdaderamente estratégica planificada inteligente alimenta, en última instancia, este operar escritural, a saber: mostrar, lo que se ha venido a bautizar, muy acertadamente, el colapso del yo, esto es, mostrar cómo la identidad se sobrepone pero a veces se asfixia, en cualquier caso emerge con, la presión de estímulos externos concomitantes heteregóneos. Para ilustrarlo, el escritor irlandés buscará, como hemos dicho: mediante la modulación constante del narrador; impugnar la noción misma de cognición autónoma pues ésta se ve constamente bombardeada desde, remodelada por, armonizándose con, el ruido extererior.
(Cierta vez esbocé una idea similar.)
La prueba de que, más allá de lo literario (a través sobre todo de Faulkner), lo joyceano se expande por doquier, se demuestra cuando, refiriéndose a la hipermnesia, todo un neurólogo como Oliver Sacks, nos lo adjetiva como un drama de tintes joyceanos; aunque también y aún por otro lado, tendremos otra prueba de lo mismo cuando, todo un neurofilósofo tal que Daniel Dennett, quiere bautizar a la mente, la cual considera hogar y fábrica de memes; como maquina joyceana.
Gracias a Joyce y a su singular uso del espacio narrativo, en resumen, se alcanza una perspectiva original novedosa fructífera si bien tácita no científica de nuestro modus cognoscendi -por extensión, de nuestra identidad.
Último caso, último grande aunque fuera cronológicamente el primero: Proust. Cuando un editor, de cuyo nombre quiero olvidarme, dió en leer el manuscrito de En busca del tiempo perdido, se extrañó, y por eso a la postre rechazó, que en la obra se gastaran alrededor de treinta páginas en el agónico momento del entresueño cuando la voluntad quiere pero el insomnio se niega. Bien mirado, que esos segundos minutos horas sean eternos y justo por eso se hagan eternos en la obra; es un gesto realista que da buena cuenta de la observación del transcurrir del tiempo psicológico característica de Proust. En el francés, como se verá, las días de vacaciones puedan durar unas líneas cuando Albertine se ausenta pero hacerse eterno cuando de repente aparece. O también, extenderse durante páginas y páginas con una fiesta de disfraces en donde la fijación en la vestimenta o la identificación de un invitado distrae al narrador francés durante páginas y páginas. Otras veces serán tres árboles, un cuadro de Vermeer, una sonata de Deb...perdón, Vinteuil o simplemente un amanecer. Italo Calvino podría haber resumido, sin quererlo, la Búsqueda proustiana ya al final de su libro Las ciudades invisibles:
El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizajes contínuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio.No serán, en consecuencia, las asociaciones pavlovianas con magdalenas o con baldosas sueltas, la misión o el eje vertebrador, si se prefiere, de la Búsqueda sino la dinámica colapso expansión de nuestro, digamos, diafragma cognitivo.
(Cierta vez esbocé una idea similar.)
Si bien, y a diferencia de los otros dos grandes, el mucho más clásico francés no logra anular ningún parámetro novelístico, es cierto: en todo momento es identificable el tiempo vivido, ahora, sí es verdad que logra alcanzar, con su aguda articulación del tempo, otra obra con marcado acento metafísico pues, si Kafka subvierte nuestras nociones de lo que es tolerablemente real, y si Joyce subvierte nuestra noción de lo que es identitario y no sobrevenido impuesto a nuestro yo; entonces Proust subvierte nuestra noción temporaria de la vida, es decir, el francés nos invita a reflexionar sobre la durabilidad de un estímulo, en tanto que ésta también lo codetermina nuestra cognición; y es que, si nos fijamos bien, veremos que el escritor francés vuelve a enhebrar, a la manera de Joyce, a la manera de Kafka pero paralelamente a ambos, otro discurso sobre el concepto de identidad.
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6 comentarios:
En efecto, se te hizo largo, jeje. Creo que esa longitud es consecuencia directa de la profundidad cada vez mayor con la que estás rumiando tus ideas sobre la construcción de la subjetividad y la literatura. Buenas ideas ahí sobre Kafka y Joyce y Proust, especialmente en que les das un sentido unificador. A diferencia de las otras artes, es verdad que la literatura permea la manera de pensar: al generar formas de vernos moldea generaciones, cambia subjetividades colectivamente, aún en la gente que nunca leyó esos libros. Y no deja de ser paradójico (y no) que esos escritores que nombrás hayan sido gente aislada, solitarios, gente que no ha logrado conexiones muy profundas. Recuerdo ahora lo que Jung le dijo a Joyce respecto a Lucía: "allí donde usted nada, ella se hunde", en relación a eso que Lacan interpretó como una psicosis compensada de Joyce padre, contenida en una literatura, la literatura como forma de estructurar a un sujeto. Kafka tenía una visión similar de la escritura, una escritura que no servía para los otros, sino para sí mismo.
La soledad, ciertamente, procura espacio y tiempo al desempeño artesanal pero, por otro lado, genera cierta indigencia emocional aún más oclusiva para el talento, a mi ver, que la peor de las pobrezas imaginables.
Que tales escritores, que tantos escritores, de hecho, a pesar de su delicada sensibilidad y su grácil verbo; se hayan visto aislados sistematicamente y no de forma voluntaria, debe tener, sin duda, una explicación causal pero no debe haber sido, en cualquier caso, un asunto en absoluto beneficioso para su obra -yo creo al menos.
Sí es cierto, por lo demás, que la escritura les ha servido a muchos -a los tres que se cita aquí, mismamente- como asidero para el alud exterior y eso renueva mi convicción de que la literatura sí incide, o por decirlo en tus palabras, sí permea nuestra manera de pensar solo que distintanmente de la filosofía o la ciencia, y esto es algo que me esfuerzo continuamente en querer mostrar(me).
Muy cierto. Tanto así que no creo tener nada que comentar... La extensión del post se justifica por lo firme de los argumentos.
Eso sí, la sonata de Vinteuill no es de Debussy, es la sonata para violín de Franck.
http://www.youtube.com/watch?v=-JBcvaK-B1M
Me alegro, Sierra, que le haya gustado porque imaginé que las ideas aquí anotadas le interesarían -con independencia de que estuviera de acuerdo.
Y sí, válgame dios, la sonata tiene que ser de Cesar porque la de Debussy salió más tarde que el primer tomo de la obra proustiana donde ya sale la sonata.... No entiendo que le costaba al maestro francés anotar -y así elogiar a- el autor real de la sonata
Supongo que en un intento de evitar polémicas innecesarias, o que se desviara la atención de lo que era importante.
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