Joyce no es tanto un enemigo de la linealidad como un creador de una nueva linealidad. En efecto, su ruptura no es con lo lineal como tal, sino con los conceptos clásicos de argumento y estructura, ya que sus digresiones y conexiones dependen del formato lineal para cobrar sentido.
Si tuviéramos que elegir una palabra clave para caracterizar el interés que Joyce pueda tener para los estudiosos del hipertexto esta palabra sería "asociación". Sus más celebradas (y discutidas) innovaciones estilísiticas y formales están relacionadas con el concepto de asociación ampliamente concebido como la forma de conectar palabras e ideas. Y es que en Joyce las asociaciones son siempre sorprendentes, ya sea entre hechos e ideas (las epifanías del Portrait), pensamientos e impresiones (la "corriente de la conciencia" en el Ulysses) o palabras y conceptos (los juegos multilingües del Finnegans). Las asociaciones joyceanas rehúsan seguir los cauces hollados de la argumentación o la gramática tradicionales.
Si tuviéramos que elegir una palabra clave para caracterizar el interés que Joyce pueda tener para los estudiosos del hipertexto esta palabra sería "asociación". Sus más celebradas (y discutidas) innovaciones estilísiticas y formales están relacionadas con el concepto de asociación ampliamente concebido como la forma de conectar palabras e ideas. Y es que en Joyce las asociaciones son siempre sorprendentes, ya sea entre hechos e ideas (las epifanías del Portrait), pensamientos e impresiones (la "corriente de la conciencia" en el Ulysses) o palabras y conceptos (los juegos multilingües del Finnegans). Las asociaciones joyceanas rehúsan seguir los cauces hollados de la argumentación o la gramática tradicionales.
Susana Pajares Tosca (profesora universitaria) en un texto inserto en el libro, Teoría del Hipertexto: La Literatura en la era electrónica de VV.AA.
Joyce ha puesto a sus personajes en perpetuo colapso -el colapso del yo-, mostrándonos el discurrir del pensamiento involuntario, los cauces ignorados de la conciencia, que salta de un estímulo a otro, de un instinto al siguiente, en un flujo caótico y desvertebrado que reunimos bajo el fantasma de la personalidad, del carácter, de unos rasgos definidos (...). En fin, el carácter, el nombre, como una simplificación de las pasiones, pulsiones y rémoras del hombre moderno. Con Joyce se inaugura la modernidad no sólo por su peculiar odisea, vulgar y antiheroica, sino también porque esta aventura es la del ser humano encerrado en sí mismo, consciente de su irrelevancia. Gran parte del arte moderno ha nacido de la ironía, del humor, del apeamiento de mitos anteriores. Eso es lo que hace, por ejemplo, Duchamp, y esa es la razón de que el Ulises sea un libro de perpetuo juego sintáctico, semántico, estructural, transformando el legado homérico en un paseo breve y errático, donde los monstruos, si los hubiere, ya no son bestias marinas o dioses homicidas. Al contrario, el enemigo en Joyce son los espectros que rondan la memoria del hombre y esas voces nocturnas asoman a nuestra voz.
Pág. 35 del libro Cien años y un día: Ulises y el Bloomsday, texto escrito por Manuel Gregorio González y titulado "El colapso del yo"
Es pues con Joyce con quien se establece casi en forma de estatuto un principio que deberá gobernar todo el desarrollo del arte contemporáneo: de ahora en adelante éste tendrá dos dominios separados de discurso, aquél en el que se desarrolla una comunicación sobre los hechos del hombre y sus relaciones concretas (y en el que tendrá sentido hablar de asunto, narración, historia) y áquel en el que el arte desarrollará, en el nivel de sus estructuras técnicas, un discurso de tipo absolutamente formal. De la misma manera, mientras la técnica funda territorios concretos en cuyos límites se realiza una relación de modificación con las cosas, la ciencia se reserva a ciertos niveles la posibilidad de un discurso puramente hipotético e "imaginativo" que consiste (como en las geometrías no euclideanas o en la lógica matemática) en el esbozo de universos posibles cuya relación con el universo real no debe demostrarse necesariamente de inmediato y puede encontrar una confirmaciónj sólo en un segundo tiempo, y a través de una serie de mediaciones sucesivas (que al principio no tiene por qué programarse). La única ley que regula la subsistencia de estos universos formalizados es la interna coherencia del universo mismo.
Finnegans Wake es el primer y más insigne ejemplo literario de esta tendencia del arte contemporáneo, allá donde las artes plásticas habían hecho posible desde hacía tiempo una elección análoga. Decir que tales universos de discurso artístico no deben ser traducibles inmediatamente en términos de "utilización" concreta, no equivale a repetir el consabido axioma estético acerca de la divina inutilidad del arte: significa reconocer el nacimiento de una nueva dimensión de discurso humano (en un preciso contexto de cultura), el afirmarse de un discurso que ya no afirmaciones sobre el mundo utilizando signficados que los significantes organizan en una cierta relación, sino que hace él mismo representación especular del mundo, organizando para ese fin las relaciones internas entre los significante (mientras los significados intervienen sólo con función secundaria, como soporte de los significante), como si la cosa indicada funcionara como signo convencional, que permita significar el término indicador. En el momento mismo en que funda con buen derecho una tal posibilidad de discurso, Finnegans Wake presenta todas sus contradicciones: puesto que en el reino de la palabra, la organización de los signos no puede dejar de servirse de una utilización de significados concretos (que intervienen en la organización general de las estructuras) puede ocurrir, como ocurre en el Finnegans Wake, que mientras la forma de las relaciones entre los significantes expresa una nueva posibilidad de ver las cosas, la forma que adoptan los significados llamados en causa expresa fatalmente una visión ya comprometida y "consumida"; en este caso se trata de la persuasión místico-teosófica orientalizante por la que todo está en todo y el mundo no es sino una danza de eternos retornos sin meta.
Pero, por último, tampoco la utilización de los significados es una consecuencia puramente accidental de una utilización de los significantes; sigue siendo necesario siempre, dado que estos significados existen y están cargados de implicaciones, ponerlos en juego y explotarlos hasta sus últimas posibilidades, consumirlos lanzándolos en bloque sobre el tapete, y luego exorcizarlos: si de esta aglomeración de cultura nace nuestra civilización, el de Joyce no es sino un parricidio ritual.
Finnegans Wake y, en perspectiva a través de él, la evolución completa de la obra joyciana no se nos ofrece como la solución de nuestros problemas artísticos y, en ellos, de nuestros problemas epistemológicos y prácticos. No es una Biblia ni un libro profético que nos ofrezca la palabra definitiva. Es la obra en que, haciendo converger y llevando a composición una serie de poéticas de otro modo incoliciables, el autor ha excluido al mismo tiempo otras posibilidades de vida y arte, revelándonos una vez más que nuestra personalidad está disociada, nuestras posibilidades son complementarias, nuestra aprehensión de la realidad sometida a ciertas incompatibilidades, nuestro intento de definir la totalidad de las cosas y de dominarlas es siempre, en una cierta medida, trágico, porque está destinado a un jaque, a una aprehensión parcial.
Así pues, Finnegans Wake no constituye para nosotros la opción, sino sólo una de las posibles opciones, que es válida únicamente si, en el fondo, se tiene presente la otra, la imposibilidad de resolver nuestra situación del mundo sólo a traves del lenguaje y nuestra exigencia de intentar modificar las cosas. Y precisamente en los límites de esta opción, en el hecho de que al proponerse como única definición del mundo se envuelve en una serie de aporías sin solución posible, el libro nos ofrece, en el espejo del lenguaje, a nuestra imagen.
Finnegans Wake es el primer y más insigne ejemplo literario de esta tendencia del arte contemporáneo, allá donde las artes plásticas habían hecho posible desde hacía tiempo una elección análoga. Decir que tales universos de discurso artístico no deben ser traducibles inmediatamente en términos de "utilización" concreta, no equivale a repetir el consabido axioma estético acerca de la divina inutilidad del arte: significa reconocer el nacimiento de una nueva dimensión de discurso humano (en un preciso contexto de cultura), el afirmarse de un discurso que ya no afirmaciones sobre el mundo utilizando signficados que los significantes organizan en una cierta relación, sino que hace él mismo representación especular del mundo, organizando para ese fin las relaciones internas entre los significante (mientras los significados intervienen sólo con función secundaria, como soporte de los significante), como si la cosa indicada funcionara como signo convencional, que permita significar el término indicador. En el momento mismo en que funda con buen derecho una tal posibilidad de discurso, Finnegans Wake presenta todas sus contradicciones: puesto que en el reino de la palabra, la organización de los signos no puede dejar de servirse de una utilización de significados concretos (que intervienen en la organización general de las estructuras) puede ocurrir, como ocurre en el Finnegans Wake, que mientras la forma de las relaciones entre los significantes expresa una nueva posibilidad de ver las cosas, la forma que adoptan los significados llamados en causa expresa fatalmente una visión ya comprometida y "consumida"; en este caso se trata de la persuasión místico-teosófica orientalizante por la que todo está en todo y el mundo no es sino una danza de eternos retornos sin meta.
Pero, por último, tampoco la utilización de los significados es una consecuencia puramente accidental de una utilización de los significantes; sigue siendo necesario siempre, dado que estos significados existen y están cargados de implicaciones, ponerlos en juego y explotarlos hasta sus últimas posibilidades, consumirlos lanzándolos en bloque sobre el tapete, y luego exorcizarlos: si de esta aglomeración de cultura nace nuestra civilización, el de Joyce no es sino un parricidio ritual.
Finnegans Wake y, en perspectiva a través de él, la evolución completa de la obra joyciana no se nos ofrece como la solución de nuestros problemas artísticos y, en ellos, de nuestros problemas epistemológicos y prácticos. No es una Biblia ni un libro profético que nos ofrezca la palabra definitiva. Es la obra en que, haciendo converger y llevando a composición una serie de poéticas de otro modo incoliciables, el autor ha excluido al mismo tiempo otras posibilidades de vida y arte, revelándonos una vez más que nuestra personalidad está disociada, nuestras posibilidades son complementarias, nuestra aprehensión de la realidad sometida a ciertas incompatibilidades, nuestro intento de definir la totalidad de las cosas y de dominarlas es siempre, en una cierta medida, trágico, porque está destinado a un jaque, a una aprehensión parcial.
Así pues, Finnegans Wake no constituye para nosotros la opción, sino sólo una de las posibles opciones, que es válida únicamente si, en el fondo, se tiene presente la otra, la imposibilidad de resolver nuestra situación del mundo sólo a traves del lenguaje y nuestra exigencia de intentar modificar las cosas. Y precisamente en los límites de esta opción, en el hecho de que al proponerse como única definición del mundo se envuelve en una serie de aporías sin solución posible, el libro nos ofrece, en el espejo del lenguaje, a nuestra imagen.
Pág. 156 del libro Las poéticas de Joyce, de Umberto Eco.
6 comentarios:
Estoy completamente de acuerdo con la segunda lectura, y parcialmente de acuerdo con la tercera. A diferencia de las artes plásticas, Finnegans Wake es heredero respetuoso de un canon, una pieza que sigue sin solución de continuidad una línea estética, no es una ruptura desesperada. El arte contemporáneo (hablo del arte que querían erradicar tus hartistas) es más bien una anarquía caprichosa que explota una forma cualquiera, se queda con el material y requiere de abstrusas elucidaciones deconstruccionistas (de las que Eco se burlaría en Diario Minimo) para justificar su existencia en un museo. No pienso a Finnegans Wake como un universo autónomo con sus reglas, sino más bien como una rama más de un árbol fructífero: la literatura del siglo XX, que hunde sus raíces en la literatura precedente, claro está: con un lenguaje elaborado, pero dependiente de sus precursores, que deben vivir en el lector que recrea significados posibles. El conocimiento de las artes plásticas anteriores a Duchamp sólo sirve para despreciar el arte contemporáneo.
Humm... Veo que omites la valoración del primer texto.
El segundo también me gusta a mi, si bien, quitaría ese melodramático "colapso del yo" y hablaría más bien de telaraña pues no es que el yo se colapse sino que se despliega divergentemente a la manera del lenguaje según Witti que decía que estaba conformado por una panoplia de juegos no concordantes y que a pesar de esa revelación, no infirió que el lenguaje se colapse sino que, simplemente, no tiene una esencia o algoritmo que lo cifre.
Del tercer texto diré que a mi lo que me llama la atención es su insistencia en que Finnegans pretende reflejar el mundo mediante el uso exclusivo del lenguaje y en eso es muy escolástico y muy occidental. Precisamente U.Eco tiene un magnífico librito (para mi seguramente el mejor) titulado "En busca de la lengua perfecta" y que bien valdría traer a colación a propósito de toda la obra joyceana.
Por cierto, como alguien que apenas sabe inglés, que lo sabe en un nivel muy rudimentario y que no sabe más idiomas; el Finnegans me resulta inabordable aunque su idea me parece genial, estimulante, si bien, no encuentro razón para extender Anna Livia Plurabelle (tengo la versión de Tortosa) hasta el medio millar del Finnegans y es que pienso que Joyce tenía ciertos defectos congénitos y ya que eres un joyceano aprovecho a enumerarte mis quejas a ver si las compartes:
Uno de esos defectos era la falta del sentido de la medida. V.gr: en el capítulo ¿17? enumera los elementos de un cajón y lo hace con tal delectación que transmite perfectamente esa reverberación emocional casi infinita que nos suscita nuestros recuerdos. Perfecto, pero después de página y media de enumeraciones, hace otra pregunta por otro cajón (si mal no recuerdo) y vuelve a repetir el truquito ¿por qué? No es un caso aislado sino uno que ahora recuerdo.
Y el otro defecto sería el abuso de lo que yo llamo la poética deíctica, es decir, no describir algo sino emularlo, es decir, para transmitir el caos, escribir caóticamente. Por ejemplo, para transmitir la ataraxia de la vida dublinesa repite titulares aburridos y grisáceos de los periódicos dublineses. Ese truco está bien cuando Bloom está en una carnicería y piensa en carne o cuando Stephen the Hero, recuerda su infancia y piensa como en su infancia pero ¿para qué sirve cuando el nacimiento de alguien, emular a la literatura antigua?
Esta abuso de la poética deíctica, por cierto, no es exclusiva del irlándes; recuerdo esa famosa escena de la vela en Tarkovky, una escena que al enésimo viaje rompe el efecto bien ideado en sus primeros compases. Esto es manierismo, es ir más allá del barroco y romper las proporciones.
En parte es la lectura de Borges: Joyce es ilegible porque muchos experimentos son sólo eso, la exposición de un método, nuevo o remozado, a ver qué pasa. Como toda vanguardia de algún éxito, algunas de esas novedades formales de Joyce pasaron (el monólogo interior, que él copió, creo que de Walser), y otras se perdieron o se quedaron en los joycistas como Cela, jeje. No creo que haya que leer las novelas de Joyce como un todo orgánico, sino más bien como fragmentos con mayor o menor grado de felicidad. A diferencia de Proust o de Kafka, Joyce no tiene una obra homogénea, ni aún dentro de un mismo libro. El fragmento que traduce Tortosa (que espero te sea inteligible, porque aquí al sur de América es más abstruso que en inglés) es el más alto del Finnegans Wake, el más lírico, junto con el final, la parte en que habla de Lucia Joyce, y pocas más. Otras partes del libro son directamente para la basura.
Nunca habría visto desde esa perspectiva a Joyce, quiero decir, como alguien a quien leer fragmentadamente puesto que siempre habría creído que su mayor virtud es el dominio de la estructura, un poco a la manera de Beethoven a quien le perdonamos su ausencia de melodías cantabile a razón de su excelencia arquitectónica.
Tortosa, ya que lo comentas, no es que lo haga muy legible pero la obra no da más de sí. De todas formas, no suelo tener problemas con las traducciones ibéricas, sensu contrario, algunas traducciones faulknerianas de Borges (más bien la mamá) me parecen algo difíciles. Al cabo, nuestra especie común, el castellano, crece en lugares diferentes. Al tiempo, la brecha será total.
Por cierto, y aprovechando que el río pasa por Pisuerga, ¿qué juicio te merece Proust? A mi me parece el mejor del s.XX, el más shakesperiano. Alguna vez, en algún post de tu blog, vi tu lista de autores favoritos y me sorprendió sobre todo la ausencia del francés.
Proust me gusta, pero no me fascina, no ejerce la fascinación que veo que ejerce sobre otros. Tal vez no le he dedicado tiempo suficiente de relectura como a otros escritores, pero uno es joven aún, siempre está a tiempo de hacer lo que suele hacer: enfocar, dedicar tiempos largos a un mismo escritor, para poderlo ver suficientemente de cerca. Es un escritor que no se puede leer salteado, como sí se puede leer a Joyce, a Kafka, a Borges, y eso atenta de alguna manera contra la relectura en mi caso, requiere un tiempo que muchas veces no tengo. Pero nada me lo veda, al menos para la imaginación, en el futuro...
A mi me gusta de Proust ¡tantas cosas!... pero supongo que las resume todo el decir que era un escritor sapiencial de penetrante visión, una suerte de Montaigne fusionado con un fino retratista. Y eso es algo, además, que se nota en cualquier momento de la novela.
Por otro lado, tiene un sentido del humor bastante sádico un poco también a la manera de Shakespeare (debo ser la única persona en el mundo al que le encantan las comedias shakesperianas) quien parecía hacerte reír cosquilleándote con un látigo.
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