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[Viajo adagio informático]
Creo que era Scott Fitzgerald quien afirmaba ufano que un personaje literario no es más que un flujo de palabras, por la misma, el magnetófono de la peli Misterioso Asesinato en Manhattan debiera ser elevado a categoría de personaje, hablo, por cierto, del truquito de la manga que se saca Woody Allen y su mujer y sus amigos para chantajear a un asesino al que han visto en vivo tirar un cadáver, esto es, cogen a su novia aspirante a actriz y le invitan a un falso casting en donde le conminan a decir ciertas frases que luego, editadas adecuadamente, les sirven al neurótico neoyorquino y su alocado entorno para llamar al asesino y, con las cintas grabadas en el casette, hacerse pasar por la mujer de éste y así poder amenazarle con que unos señores, Woody y cía, tienen el cadáver, ella lo ha visto, y quieren dinero, o cuidado que van a ir a la policía.
Una colección limitada de frases hechas, un flujo de palabras, es ese magnetófono, esa falsa novia del al otro lado del teléfono, no obstante, no se llega a ver como un nuevo personaje de la trama, quiero decir, nadie trataría de buscarle una personalidad, si bien, siendo difícil, existen caracteres literarios así, mismamente, casi todos los secundarios dickensianos, tan proclives siempre todos ellos al identificativo leit motiv, más canónicamente, mejor construido, está el celebérrimo Sancho Panza que tiene por bolsa de palabras hechas a todo el refranero español aunque a los argentinos, si creemos a Borges, tan alejados ellos de la sabiduría popular -española se entiende- tradicionalmente se les debe haber escapado el carácter irónico -desde la perspectiva de quien escucha a Sancho Panza- de los comentarios sancho pancescos y de ahí que lo juzguen sabio.
En mi corta vida, empero, sólo he conocido una persona cuyo repertorio de frases hechas sea memor(iz)able en su (casi) totalidad, y así sucede que si tengo la habitación desordenada o me demoro demasiado a la hora de comer, sin necesidad de que abra la boca (o justo a propósito en ese momento en que va a abrir la boca) ya adelanto que va a decirme mi padre (porque sí, es mi padre esa persona, todo sea dicho), no obstante, insisto, en la vida real, la gente se escapa a tales proezas circenses y uno no sabe qué va a decir -aunque, a cambio, eso sí, uno sí intuya a veces lo que va oír-; y aquí llego a donde entrevía llegar, a saber, el cómo memorizamos a las personas constituye una particularidad muy personal que, aún enraizándose -cómo no- en la neurobiología, se entrelaza también, he llegado a comprobar, con formas de pensamiento venidas de otros ámbitos más contingentes e idiosincrásicos y así me temo entramos en el terreno de la literatura.
Está el arte musical, a modo de inciso, ese donde se ha querido ver, sobre todo a principios del siglo XX, una lucha maniquea entre la inventiva rítmica de los folklóricos neoclásicos (quienes como si fueran retrofuturistas (streampunk) decidieron imaginar a la música occidental cogiendo el camino antes de Beethoven de la innovación rítmica por encima de la armónica) y los escolares vieneses que decidieron insistir en que las complejas arquitecturas sonoras de la música culta sólo pueden sustentarse en una enfatización de la armonía; y en balde, vino la música textural, de masas sonoras, como la de Xenakis (la cual, lejos de escapar de, o hacerse paralela a, la tradición como parece lamentar Kundera, ya se intuye, sin ir más lejos, en Beethoven opus 130 - Cavatina. Adagio molto espressivo) quien rompe el nudo gordiano e inventa una música no desmontable en términos melódico rítmicos para finalmente, y sobre todo, darnos la lección de que la música, la percepción de sonidos como eventos musicales, no se cifra en que una determinada estructura musical cultural sea de un formalismo tal o cual sino, simplemente, en que una estructura musical se haga audible -y ahí entra la naturaleza humana, por cierto.
Por la misma, la tensión en literatura de si personajes o trama, ya me cansa; la disputa de si la refundición del carácter literario en Proust es el camino, o bien, si lo es la trama entendida a lo Kafka; constituye una provinciana forma de ver el arte verbal, por el contrario, si la literatura puede reejercitarse acabada la época en donde nació y muertas las convenciones que la alumbraron, es lisa y llanamente porque hace contacto -la buena literatura, obviamente- con algo invariablemente humano y no local ni provinciano, a saber, la memoria; y ahí es cuando aparece el camino (y no predigo, cual patético Nostradamus, que haga falta una literatura textural, nada más lejos, quiero decir, cada arte, precisamente, tiene su órgano perceptivo de enganche, esto es, con sus particularidades estructurales y por tanto sus demandas singulares, y lo que triunfa en un reino no tiene por qué suscitar igual seguimiento en otro), quiero decir, aparece cuando lo vemos desde esa distancia y fijándonos en ese enganche, porque nosotros no memorizamos a la gente a lo bruto, con todos sus actos y sus habladurías, no nos parecen flujos de palabras ni colecciones de gestos, pero ello no obsta, por el otro lado, que, y siempre dentro de unos límites razonables, preveamos cómo razonablemente se comportará la gente, esto es, cómo nuestro amigo nos abroncará por llegar tarde (o no, porque lo tolera y según me dicen en Argentina está incluso mal visto llegar puntual), o cómo, y más meritoriamente, el sino de Ahab se oscurece por momentos, y en este punto, o bien ofrecemos la hipótesis de un Alma Ideal que nos define y que se busca y se encuentra y no se inventa, o bien, asumimos que nuestra idea de cómo son los demás es una heurística (“Este tío es majo-solidario-simpático” nos dice la gente, como quien debe meter en en un par de huecos un par de palabras) cuya fisionomía hemos aprendido a prelaborar a base de mucha cultura literaria (rara vez) y mucha peripecia existencial.
Por incidir en la memorización de persona(je)s, en vez de tramas, cojo por ejemplo el programa De buena ley en donde se ofrece una televisada disputa jurídica basada en hechos reales, sí, pero con actores al frente de la cámara, pues bien, dichos actores ya no tienen en el escenario un zurrón de palabras hechas como toda defensa judicial, antes bien, y al contrario de lo que podía hacer el magnetófono, se deben a una improvisación actoral constreñida en base a lo que se supone es el personaje, y así, si en un caricaturesco decir, estamos ante una disputa entre un marido y su mujer donde ésta quiere trabajar y aquel que ésta se dedique a fregar, lo normal es que el hombre -el actor, no se olvide-, tire de tópico machista y, siguiendo ciertas corrientes sociológicas ajadas, afirme que la mujer debe cuidar de los niños, tener limpia la casa mientras el marido trabaja y un largo etcétera que todos conocemos ya, y es de este modo, esto es lo importante, como el personaje puede desenvolverse, aún sin guión, de forma fluida al simplemente recordar cómo son determinadas personas que piensan así o asá; y si no nos pareciera verosímil el actor, si nos fijamos bien, sería porque dicho personaje no encajaría con el carácter que teníamos memorizado debía ser (Kafka, y de paso y sobre todo los escritores centroeuropeos, hacen lo mismo pero con las historias, quiero decir, juegan con la inverosimilitud para hacernos ver qué imagen del mundo tenemos y la Acción Paralela y el estado y la burocrática política de palabras altas y acciones pocas me vienen por ejemplo ahora a la cabeza), no obstante, esta construcción caracteriológica no nos inventa nada nuevo, de hecho ello lo prueba el que hasta un autor lo sea capaz de crear y un público masivo de creer, y no inventa nada nuevo porque sin más se cosió pret-a-porterizadamente este personaje machista con los masificados medios de la inferencia estadística, sí, ésta que dice que si una persona tiene un determinado atributo, pongamos promiscuidad, seguro también tiene otro como, por seguir el ejemplo, incapacidad para el compromiso emocional.
Este proceder deductivo, dicho sea de paso, lo considero hacer una inferencia estadística, bayesiana, muy de Sherlock Holmes, y lo llamo así porque no se puede deducir con lógica contundencia, pongamos, que si la carretera que vemos desde la ventana está mojada lo está a resultas de haber llovido, bien, pudieron haberla limpiado los barrenderos pero lo probable, ciertamente, es que haya llovido; y éste operar cognitivo, como digo, es un modus cognoscendi que utilizamos continuamente, es decir, éste es la forma más común de memorizar de forma conectada hechos y personas de lo contrario dispersas, y están las pesquisas criminales, cualquier investigación policial, quiero decir, vale de ejemplo, el caso de Sharee Miller, un caso real: Varios hijos, uno por cada padre, desde la adolescencia hasta los veintiocho años, ahora, desde allí marido rico y matrimonio estable pero al cabo, ella empieza un inocente chateo por internet con alguien a quien se le dice fingidamente estar embarazada pero habiendo abortado luego por culpa de un marido maltratador. El marido queda asesinado y Sharee aparece a la semana de estrenada la viudedad con novio nuevo, y al mes ya está viviendo con él, ahora el ex amante engañado, se confiesa como asesino, destapa a Sharee y se suicida. En resumen, una colección de hechos no concluyentes, en absoluto probatorios, pero que en conjunto, y en base a un perfil psicológico extraído mediante inferencias bayesianas (sin ir más lejos, no es normal que al cabo de una semana enviudada, alguien se avenga a tener otro novio), se puede suponer su culpabilidad y, efectivamente, el jurado la encontró culpable; y si lo hizo, quiero insistir, es por el modo en que estos miembros del jurado habían literaturizado el asesinato en base a los hechos probados y, muy importante, por el modo en que durante toda su vida habían memorizado, esto es, dado contorno visibles de forma fulmínea, como constelaciones de estrellas, a ideas y y roles y escenarios y atributos dispersos percibidos.
2 comentarios:
Indudablemente durante un período la literatura se dedicó a construir esos arquetipos y durante otro a destruirlos. La excepción es Shakespeare, que nunca nos deja descansar demasiado en ningún tropo.
Hoy la literatura parece gustar de la ambigüedad, en el mal sentido: no se juega a una cosa ni a otra. Deja, como decís, al espectador unir las estrellas y formar figuras que nunca confirma ni refuta. Si, como dice Eco, una buena lectura de una obra literaria es aquella que ninguna parte del texto refuta, la literatura actual deja amplios márgenes para decir cualquier cosa de sus personajes: pienso en Auster, en Bolaño, etc.
Y hablando de Eco, y volviendo a la primera parte de tu texto, está Loana, cuya materia es cuán hecho de palabras (y música y comics y películas...) está un hombre. Y aún más atrás, con tu ejemplo de Woody Allen, recuerdo ahora un cuento de Bradbury ("Night call collect", creo que aquí se llamó "Llamada nocturna"), anterior por cierto a Krapp's last tape donde un hombre joven graba una cantidad indefinida de palabras y frases, y programa a una computadora (¡1949!) para que las recombine con el afán de acecharlo cruelmente treinta años después en la soledad completa donde vive. Y qué duda cabe de que esa cinta y esa computadora son un personaje aún más fuerte que el creador treinta años después.
Es un caso que no me había acordado el de Loana, de U.Eco, pero, efectivamente, viene muy a propósito aunque es cierto que los ingredientes de la novela prometían y luego el libro no acaba de cocinar algo memorable, no sé, tal vez porque Eco, después de todo y aún sabiendo tanto de estilemas, no ha descubierto aún una novedosa forma memorable.
Pero, por cierto, a Shakespeare tenía en mente a la hora de redactar esta anotación, la cual, justamente, tendría que haber tenido una continuación que entonces sí convocase al bardo inglés y es que, en mi opinión, si algo caracteriza obsesivamente la obra del dramaturgo isabelino es su exploración semiótica, como si un escultor probando materiales y formas, de las estructuras cognitivas de los personajes y cómo estos nunca son colecciones de atributos sino personas que se despliegan en sus escenificaciones, en ese sentido, a mi me disgusta que diga Harold Bloom que Freud aprendió de Shakespeare la psicología humana cuando aquel inventó un horóscopo de conceptos (el yo, el super-yo, el ello, etc.) para reconocer como constelación unificada a los atributos psicológicos de una persona mientras que éste, como literato, yo diría: como escéptico de la lengua; busca que ese reconocimiento constelar no sea en base a recurrir a una cerrada plantilla de figuras conceptuales sino como cuando aprendemos a utilizar un lenguaje de pequeños y uso la metáfora de Wittgenstein para los juegos de lenguaje: la madre señala a su peque un objeto y lo nombra y el niño, como quien palmea a oscuras, va tanteando qué palabras (o emociones) se asocian a qué objetos (o hechos); y así, poco a poco, se nos levanta un escenario (o un personaje) como quien se va calando con una lluvia ligera y sin darse cuenta de repente se ve mojado.
Sin ir más lejos, pienso que contra esa idea del personaje decimonónico como conjunción funcionarial de atributos, de persona para cuyo desciframiento bastara una plantilla de huecos o términos psicológicos a rellenar; aparece el personaje joyceano de Bloom, alguien, de quien paradójicamente se nos apabulla con información (trivial o no) y sin embargo será sólo en su quehacer diario como poco a poco se nos va deslizando su personalidad y no en su, digamos, indiscreción biográfica, de hecho, gran parte de la literatura posjoyceana si está enquistada como bien decís es en parte por no querer deshacer ese volar por los aires que hizo Joyce del clásico personaje literario (y también en parte, pero relacionado, por encontrar un nicho de mercado que no se solape con la psicología científica)
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