La Maldición de la Métrica Visible: El Sueño, los Modelos Pareto y los Límites Epistemológicos del Conocimiento

 La anécdota es banal y cotidiana: mi reloj inteligente me asigna cada mañana un puntaje, en una escala de 100, sobre la calidad de mi sueño. Al desglosar la métrica, emerge una arquitectura de pesos peculiar: 50 puntos para la duración, 20 para la continuidad (ausencia de interrupciones), y los 30 restantes… están condicionados a que me acueste temprano y de manera consistente. Este último criterio me detiene. Revela una lógica sustitutiva: al carecer de la capacidad técnica para medir directamente las ondas cerebrales que delimitan las fases del sueño profundo (sueño de ondas lentas) y REM, el dispositivo adopta un proxy conductual —la hora de acostarse— como indicador indirecto de su despliegue óptimo.

Aquí comienza la intriga, y con ella, la sospecha epistemológica. El dispositivo tiene acceso a un flujo constante de datos fisiológicos de alta resolución: frecuencia cardíaca, variabilidad del ritmo cardíaco, frecuencia respiratoria, saturación de oxígeno en sangre, temperatura periférica. Me los muestra, sí, pero para el cálculo núcleo de la calidad, parecen estos quedar relegados a un segundo plano anecdótico. La paradoja se agudiza: posee los medios para inferir —con limitaciones, pero con mayor sofisticación— la arquitectura del sueño (esos periodos de “sueño profundo” o “REM” que tanto preocupan a la neurociencia del descanso), y sin embargo, para su veredicto final se fija casi por completo en variables que cualquier humano, con un reloj analógico y un cuaderno de bitácora, podría calcular por sí mismo: ¿dormí lo suficiente? ¿Me desperté mucho? ¿Fui regular? Ya está.

Las preguntas cruciales —aquellas que tocan la experiencia cualitativa del dormir— quedan fuera del algoritmo: ¿Desperté abruptamente de una fase REM, dejándome con la sensación viscosa de un sueño incompleto? ¿Tuve pesadillas que, sin alterar marcadores fisiológicos brutos, enredaron mi desintoxicamiento psicosomático? ¿Mi inquietud motora, que a veces quema incluso unas calorías de más, fue signo de mala calidad o de una cognición todavía procesando intensamente? El dispositivo es ciego a ello. Sordo a la narrativa interna del sueño.

Esto trasciende la mera limitación técnica. Nos enfrentamos a lo que podríamos llamar la maldición de la métrica visible: la tendencia a optimizar lo que es fácilmente medible y registrable, en detrimento de lo que es complejo, latente, esencial. El dispositivo no mide la calidad del sueño en su sentido rico y multidimensional, antes bien, mide, y por tanto redefine, la calidad del sueño como la adherencia a un patrón conductual simple, predecible, por supuesto, estable. Lo que no puede capturar con sus sensores de manera barata y fiable, lo excluye del núcleo de su evaluación, o lo sustituye por una variable gruesa y fácil de obtener.

La perspectiva no es la de una nostalgia por lo cualitativo inefable, sino la de un análisis epistemológico analítico sobre la relación entre modelos y fenómenos. El caso del reloj es un experimento mental en vivo.

Hay un punto que Nassim Nicholas Taleb intuyó de manera aguda, aunque su justificación sea más doctrinal y política que filosófica: la existencia de fenómenos que se rigen por leyes de potencia, donde un conjunto minimalista de variables clave (digamos, un 20%) captura la mayor parte de la variabilidad o efectividad predictiva (digamos, un 80%). Este truncamiento epistémico es notablemente intrigante. Es generalizado, sugiere una estructura ontológica subyacente en muchos sistemas complejos, y es lo que hace que el modelo del reloj, a pesar de su pobreza descriptiva, no sea arbitrariamente ineficaz.

Aquí, la caracterización quineana de la inescrutabilidad de la referencia se vuelve una verdad incontrovertible… pero marginalmente relevante para el ingeniero. Claro que la referencia de "calidad del sueño" es inescrutable en su plenitud fenoménica. Pero resulta que, para el propósito operativo de generar un índice correlacionado con ciertos outcomes de salud o rendimiento diurno, no es necesario descifrarla. Basta con encontrar un puñado de proxies conductuales (duración, continuidad, regularidad horaria) que, en conjunto, actúen como un atajo Pareto-eficiente. El modelo no aspira a la verdad, aspira a la utilidad dentro de un margen de error aceptable.

Esta es la simplificación crucial: el modelo simple es Pareto-eficiente, pero ontológicamente ciego. Es como puntuar obras en una escala de "5 estrellas" en lugar de una escala de "100 puntos". La escala gruesa (máxima puntuación: 5 estrellas) es extraordinariamente eficaz para separar lo excelente de lo pésimo, pero es casi inútil para establecer un orden cardinal preciso entre lo "bueno" (un 42/100 y un 43/100 serían ambos "2 estrellas"). Su poder discriminativo es alto en los extremos y bajo en el centro. El reloj, con sus tres variables ponderadas, es una "escala de 5 estrellas" para el sueño: te dice si fue claramente malo, aceptable o bueno, pero su resolución para discriminar matices dentro de lo "bueno" es casi nula.

Imaginemos que, insatisfecho con esta ceguera, exijo al dispositivo una mayor resolución. Que amplíe el número de parámetros observados (ondas cerebrales, tono muscular, contenido onírico inferido) y refine la escala de 100 a 1000 puntos, buscando no solo un ranking ordinal burdo, sino una cardinalización precisa: ¿por qué anoche fue un 842 y no un 843?

Aquí es donde, inevitablemente, aparecerán los cisnes negros. Al aumentar la resolución del modelo, al intentar capturar más dimensiones de la realidad para lograr una cardinalización fina, el sistema se vuelve exponencialmente más frágil. Aparecen correlaciones espurias, ruido que se confunde con señal, y sobre todo, emerge la verdadera complejidad del fenómeno, que no es lineal ni aditiva. Esa búsqueda de precisión extrema desestabiliza el modelo y lo hace vulnerable a lo improbable y a lo idiosincrásico (la pesadilla única, la noche de fiebre ligera, el despertar súbito de REM). Lo que ganamos en resolución teórica, lo perdemos en robustez predictiva.

Por lo tanto, la estructura misma del modelo del reloj —su simplificación radical, su truncamiento Pareto-eficiente— no es solo una limitación tecnológica o un acto de pereza corporativa. Está revelando y siendo moldeada por una verdad ontológica del fenómeno: que su predictibilidad útil reside en unas pocas variables macroscópicas, y que cualquier intento de aumentar la resolución más allá de un umbral conlleva un "coste de fragilidad" que anula cualquier ganancia en precisión aparente.

El reloj, entonces, no es un traidor a la verdad del sueño. Es un instrumento que ha encontrado, por diseño o por accidente, el punto óptimo de resolución epistemológica para su dominio: el punto donde la eficacia pragmática (la utilidad del índice) se equilibra con la robustez ante la complejidad latente. Nos da justo la resolución que el fenómeno, en su estructura ontológica, permite dar sin colapsar. Nos ofrece la escala de 5 estrellas porque una de 1000 puntos, en este ámbito, sería una ilusión ruidosa y engañosa. Su "pobreza" de pesos es la marca de su inteligencia epistémica, forzada por la realidad que pretende capturar.


Ilustra la miopia por compresión. De una escala de 0 a 1000, donde distingues entre un 847 y un 987 (una diferencia abismal en matices, equilibrio y brillo), al comprimir a una escala de 5 estrellas, ambos colapsan en la misma categoría máxima: "5 estrellas". La información cardinal fina, la que permite ordenamientos precisos dentro de lo excelente, se pierde. El reloj hace exactamente eso: te dice "8 horas, sueño bueno (85/100)" anoche y "8 horas, sueño bueno (86/100)" esta noche. Pero para ti, la noche pasada fue un 847 y esta un 987. La sensación cualitativa, el descanso profundo, la claridad mental, son mundos distintos. El modelo es ciego a esta resolución interna porque ha elegido, conscientemente o no, la escala de compresión Pareto-eficiente.

Ahora, la pregunta crucial: ¿qué sucede si, insatisfecho con esta ceguera, exiges mayor resolución? ¿Si expandes la escala de 100 a 1000 puntos e incorporas decenas de nuevos parámetros (tono vagal, coherencia interhemisférica en el sueño, densidad de movimientos oculares rápidos, firma de cortisol nocturno)?

Aquí es donde el problema deja de ser meramente práctico y se torna ontológico-epistémico.

Primero, el límite computacional del tiempo de acción. Para que un índice de resolución 1000 sea útil, su cálculo debe ser casi inmediato. Pero la integración de parámetros de alta latencia (algunos requieren análisis de laboratorio, otros solo se manifiestan horas después de despertar) genera una paradoja: cuando tengas la resolución adecuada, ya habrá caducado el tiempo de resolución. El veredicto llega cuando la oportunidad de actuar sobre él (ajustar hábitos, tomar una siesta, etc.) ya ha pasado. La utilidad pragmática del índice —su razón de ser— se evapora en pos de una precisión póstuma y académica.

Segundo, y más cotidiano, la maldición del cisne negro y la explosión combinatoria. Al aumentar la escala de resolución y el número de variables, no introduces datos inocentes. Introduces potenciales interferencias. En un modelo simple de 3 variables, las interacciones son manejables. Pero con 30 variables, las interacciones de segundo, tercer y enésimo orden se disparan de manera permutativa, no aditiva.


Para "controlar" estas variables, para aislar su señal real del ruido de sus interacciones, necesitarías un volumen de datos (noches de sueño monitoreadas) que crece exponencialmente. Necesitarías, de hecho, realizar el equivalente a "experimentos de doble ciego" sobre tu propio sueño, anulando variables una a una, lo cual es a la vez imposible ética y físicamente (no puedes aleatorizar tu propia fisiología basal noche a noche). Esta explosión combinatoria es el caldo de cultivo perfecto para los cisnes negros: combinaciones rarísimas de factores que, al manifestarse, invalidan por completo las correlaciones generales en las que se basa el modelo de alta resolución. El modelo se vuelve frágil: magnificamente preciso para el pasado que ya analizó, y terriblemente vulnerable a lo nuevo, a lo no visto, a la singularidad.


Sí, la tentación es concluir que debemos conformarnos con narrativas simples por limitaciones prácticas. La analogía del cohete creo aquí que es ilustrativa. Imagina que la "verdad" o la "resolución completa" es escapar de la gravedad de un planeta (el planeta de la ignorancia). Cada variable nueva que añades a tu modelo para aumentar su precisión es como un nuevo tanque de combustible. Pero cada tanque añade peso, complejidad y puntos de fallo. Hay un punto óptimo, el factor de despegue Pareto, donde la relación combustible/peso te da la mayor eficiencia para alcanzar una órbita estable (una predictividad útil, digamos del 80%). Añadir más tanques (más variables) más allá de ese punto hace que el cohete sea tan pesado que nunca despegue, o que explote por la complejidad de sus sistemas interconectados. El combustible de la data, por sí solo, no garantiza el despegue, antes bien, puede hundirte a fuer de un cisne negro.

En suma, la eficacia pragmática, cuando es estable, no se opone al realismo ontológico: lo revela.

No se trata de que "con un 80% de acierto me conformo". Se trata de que ese 80% es recurrente, robusto y estable bajo perturbaciones. Es una propiedad del fenómeno mismo, no una limitación de mi miopía. Si lanzo el modelo simple miles de veces (o lo aplico a miles de noches de sueño de miles de personas), su tasa de acierto se consolida alrededor de ese 80%. Tiene una desviación estándar baja. Como la moneda justa: sé que a largo plazo, el 50% de las tiradas serán cara. Su predictibilidad es la de la ley de los grandes números.

El modelo simple no es una caricatura por pereza; es un sismógrafo sintonizado a la frecuencia fundamental del fenómeno. Captura las regularidades macroscópicas, las que emergen de la maraña caótica con suficiente fuerza y consistencia como para ser detectables de forma fiable con instrumentos burdos. Su éxito no es accidental, es causal: hay algo en la ontología del sueño que hace que duración, continuidad y regularidad sean, de hecho, drivers principales de sus outcomes más importantes para la salud. La estabilidad de su eficacia es la prueba empírica de que ha tocado una verdad estructural.

Ahora, ¿qué pasa con el modelo complejo, el de mil variables en escala de 1000 puntos? Su promesa es un 95% de acierto. Pero aquí está la trampa ontológica: ¿es ese 95% estable o es un espejismo histórico?

Para saberlo, necesitarías haber probado el modelo contra toda la permutación posible de factores internos. Es decir, necesitarías haber visto todas las combinaciones raras de pesadillas con baja temperatura y alta variabilidad cardíaca con sueño REM fragmentado… lo cual es imposible. Como no lo has hecho, no puedes calcular su verdadera desviación estándar a largo plazo. Lo más probable es que sea enorme. Un cisne negro (una combinación de factores nunca vista) podría hacer que su predicción colapse espectacularmente. Su tasa de acierto del 95% en los datos de entrenamiento no es una ley; es una interpolación sobre un espacio de posibilidades no explorado.

Por eso: la velocidad de despegue de un modelo no la da su eficacia puntual, sino la recurrencia de esa eficacia. El modelo simple tiene una "velocidad de escape" baja pero alcanzable y, una vez en órbita, estable. El modelo complejo podría tener una velocidad de escape teórica mayor (95%), pero su motor es tan pesado y su trayectoria tan sensible a perturbaciones impredecibles (cisnes negros) que es muy probable que nunca alcance una órbita estable. Se desviará, entrará en pérdida o explotará ante la primera singularidad no catalogada.

Así, la elección del modelo simple no es una renuncia pragmática a la verdad. Es la elección epistemológicamente más realista: se adhiere a la parte de la verdad que se manifiesta de manera estable y repetible. El planeta masivo del sueño, en su complejidad, tiene una atmósfera tan densa y tormentosa que solo los cohetes más ligeros y robustos (los modelos Pareto) pueden escapar de su superficie y entregar información fiable con una tasa de aciertos --esto es lo importante-- constante. Los cohetes súper-complejos, cargados de sensores, se quedan atrapados en la turbulencia, victimas de su propia ambición.

La interpretación clásica (y a menudo bayesiana, como la que Elliot Sober discute) de la Navaja de Ockham es la de un principio de parsimonia explicativa: dadas dos teorías con igual poder predictivo, se debe preferir la más simple. Se suele justificar en términos probabilísticos: la teoría con menos parámetros ajustables tiene, a priori, un espacio de hipótesis menor y, por tanto, una probabilidad inicial ligeramente mayor de ser cierta, o es menos propensa al sobreajuste.

Pero mi observación apunta a algo más contundente y operativo. No aplicamos la navaja para mejorar nuestro porcentaje de acierto puntual (de hecho, el modelo complejo podría, en los datos disponibles, tener un accuracy más alto). La aplicamos para estabilizar dicho porcentaje de acierto a través del tiempo y frente a lo nuevo.

El modelo complejo, con sus mil variables, puede lograr un 95% de acierto en el conjunto de datos históricos. Pero ese 95% es un castillo de naipes estadístico. Está construido sobre un delicado equilibrio de correlaciones específicas que pueden ser accidentales, dependientes del contexto, o interferidas entre sí. Su tasa de acierto tiene una varianza oculta enorme: es excelente para lo conocido y desastrosa para lo no visto. Es frágil.

El modelo simple, Pareto-truncado, puede tener un techo más bajo, digamos un 80%. Pero ese 80% es robusto. Es el resultado de aferrarse a unas pocas variables cuya relación causal con el fenómeno es tan fuerte que persiste a través de ruido, contextos cambiantes y singularidades. Su tasa de acierto tiene una varianza baja: se mantiene alrededor de ese 80% una y otra vez, en distintas poblaciones, en distintas circunstancias. Es anti-frágil.

Por lo tanto, la Navaja de Ockham, en mi versión, no es un mero atajo estético o un truco probabilístico a priori. Es un imperativo de robustez epistémica. Es el principio que dice:

"Hay que preferir la teoría en cuya eficacia predictiva puedas confiar que se mantendrá, antes que la teoría cuya eficacia puntual más alta no puedas extrapolar al próximo experimento, a la próxima noche, al próximo cisne negro."

Esto desde luego entra en un diálogo tenso con ciertas interpretaciones bayesianas. El enfoque bayesiano puro diría: "Asigna probabilidades iniciales, actualiza con datos, y deja que la teoría compleja reciba un castigo en su probabilidad a posteriori si no generaliza".

 Pero esto supone que tenemos infinitos datos para descubrir todas las permutaciones de interferencia, y que podemos modelarlas correctamente, si bien Sober ya advierte que el prior de complejidad debe ser local. Aquí quiero no obstante mostrar que, incluso con priors locales, el problema no es sólo probabilístico sino ontológico: el fenómeno no permite una varianza estable más allá de cierta resolución.

Permitiré sugerir un nombre: el Principio de Resolución Ontológica. Este principio diría:


Todo fenómeno complejo posee una resolución epistémica máxima más allá de la cual cualquier aumento de precisión se paga con una pérdida de robustez exponencial. Esta resolución no es una limitación del observador, sino una propiedad del fenómeno.


Este principio no es pragmático, sino realista: no dice “nos conformamos con 80% porque es útil”, sino “el fenómeno solo permite que 80% sea predecible de forma estable”. El resto no es ruido: es estructura no repetible, o lo que llamo singularidad ontológica.

Mi argumento señala que, en la práctica, el tiempo, los recursos y la propia complejidad ontológica del fenómeno hacen que ese proceso de 'castigo bayesiano' sea inviable antes de que tengamos que tomar decisiones. Necesitamos un atajo que nos dé confianza operativa ahora, no una convergencia asintótica a la verdad en el límite de los datos infinitos.

Así, la navaja se revela como el instrumento para tallar modelos con alta velocidad de escape epistémica. Elimina el peso muerto de variables que, aunque puedan aportar ganancias marginales de ajuste histórico, introducen una fragilidad insoportable en las predicciones futuras. Nos fuerza a quedarnos con el núcleo duro de regularidades que la realidad nos ofrece de manera más insistente y estable.


El criterio de Sober —elegir el modelo más simple cuando dos teorías muestran un poder predictivo similar— da por sentado que la “similitud” (85 % ≈ 87 %) es un dato ya estabilizado, pero esa aparente igualdad es ella misma una estimación finita cuya incertidumbre crece con la dimensionalidad del modelo complejo.


El “control de calidad de la metapredicción” —la robustez del parecidono está en su formulación.

Sober no tiene un procedimiento bayesiano para la varianza de la varianza: su razor corta después de que alguien ya le haya dicho “estos dos modelos predicen igual”.

Yo pregunto: ¿y quién nos garantiza que seguirán prediciendo igual cuando llegue lo inédito?

Pues al aumentar los parámetros, la varianza del error de generalización se infla, los cisnes negros futuros pueden deshacer la equivalencia y la declaración de “parecido” se vuelve un artefacto muestral frágil. 


Entonces la cardinalidad de parámetros deja de ser un mero prior estético y se convierte en señal de alerta sobre la varianza oculta:

  • Modelo simple varianza estimable “parecido” fiable.
  • Modelo complejo varianza inestimable “parecido” ilusorio.

Sober no puede expedientar esa diferencia porque su aparato bayesiano necesita likelihoods que ya incluyen la distribución de los datos futuros… y no las tenemos.


Definitivamente, antes de aplicar la navaja debemos examinar la robustez meta de esa similitud: si no podemos garantizar que persistirá ante lo inédito —y en fenómenos complejos nunca podemos—, la parsimonia deja de ser un prior estético para convertirse en un seguro forzoso contra la irrepetibilidad ontológica del fenómeno.


Vale decir, fuera de los ejemplos-títere que se llevan al rastro en cualquier manual, la aplicación real de la navaja deja de ser un “if longitud(modelo_A) < longitud(modelo_B): elige_A” y se vuelve un ejercicio de ingeniería de la incertidumbre: hay que estimar la ganancia marginal esperada de cada variable nueva, ponderar su coste de medición, su riesgo de sobre-ajuste y su exposición a futuros cambios de dominio, y decidir dónde cortar antes de que la varianza oculta desborde la utilidad. En otras palabras, recortar parsimoniosamente es un arte que se aprende en el taller de datos reales, no una línea de código que se despliega sin sudor.


En el caso del sueño, la navaja ya ha sido aplicada por el dispositivo, quizá de manera inconsciente. Nos da el índice de tres variables no porque crea que son las únicas importantes, sino porque son las únicas cuya importancia puede afirmar con una confianza recurrente y estable. Es un informe sobre la robustez de su propio conocimiento, no sobre la totalidad del fenómeno.


La objeción central del empirismo constructivo de van Fraassen podría ser que, aunque el modelo simple sea empíricamente adecuado y su eficacia sea estable, de ello no se sigue que haya "tocado una verdad estructural" del sueño. Su éxito predictivo solo demuestra que es un instrumento fiable para ciertos fines observables —como correlacionarse con indicadores de salud o rendimiento—, pero no nos autoriza a inferir que las variables que utiliza (duración, continuidad, regularidad) sean los drivers ontológicos reales del fenómeno. Podrían ser meros proxies útiles que, sin corresponder a la arquitectura causal profunda, se limitan a "salvar los fenómenos" de modo pragmático. Así, la robustez del modelo revela más sobre los límites de nuestra interacción epistémica con el sueño que sobre una supuesta resolución ontológica intrínseca.


La distribución de los aciertos del modelo en el tiempo es un dato empírico de segundo orden. Si esa distribución es estrecha y estable, eso sugiere que el modelo está limitado por leyes subyacentes — no solo por nuestra elección pragmática. La estabilidad meta no es solo observada, es necesaria para que haya observación reproducible. Sin ella, ni siquiera podríamos hablar de ‘modelos que funcionan’. Por tanto, revela una estructura de necesariedad en el fenómeno, no una mera regularidad pragmática.

Frente a la objeción de que la robustez pragmática no implica realismo, cabe señalar un hecho material de orden superior: la posibilidad misma de meta-estabilizar la tasa de acierto de un modelo a través del tiempo. Si tomamos la sucesión  de sus rendimientos en nuevos datos y hallamos que converge (vía un promedio de Cesàro de meta-probabilidades) a un valor estable y encolable en una distribución de baja varianza, eso no es un artefacto de nuestra elección pragmática, sino un fenómeno físico-matemático constreñido. En un universo de contingencia radical (donde ‘cualquier caso puede suceder a cualquier cosa’), tal convergencia sería imposible: toda serie sería divergente, toda inferencia un non sequitur. La existencia misma de una ciencia mínimamente predictiva es, por tanto, una refutación performativa de que el mundo carezca de regularidades necesarias. La meta-estabilidad no solo es compatible con el realismo ontológico, sino que lo presupone como sustrato material: sin una estructura real que teche la contingencia, ni siquiera podríamos hablar de ‘modelos’ o ‘aciertos’, solo de una suma divergente de ruido (por definición) inconexo.

En conclusión, no buscamos la teoría más simple porque sea más elegante o más probable a priori. Buscamos la teoría suficientemente simple como para que su porcentaje de acierto sea un ancla, no una velera. La navaja de Ockham, entonces, no es un principio sobre la verdad en sí, sino sobre la confianza legítima que podemos depositar en nuestras herramientas para navegar un mundo donde lo nuevo y lo singular acechan. Es el reconocimiento de que, en un universo de cisnes negros, la estabilidad de un 80% es un lujo ontológico infinitamente más valioso que la precariedad de un 95%.



La navaja, en última instancia, no nos dice cuál es el modelo verdadero. Nos dice cuál es el modelo más fiablemente útil dentro de los límites que la propia ontología del fenómeno —con su complejidad intrínseca y su potencial para la singularidad— impone a nuestro conocimiento. Es la aceptación epistemológica de que, en un mundo no lineal y abierto, la recurrencia de un acierto imperfecto es un bien epistemológico superior a la esporádica ilusión de un acierto perfecto.


No he hecho ningún argumento psicológico sino sustantivo: hemos logrado predecir eventos ergo no puede suceder (por pura probabilidad) que haya una divergencia de probabilidades meta que no se deje encolar en una tasa porcentual de acierto constante. La objeción correlacionista pasa por alto un hecho material decisivo: si el mundo fuera radicalmente contingente, las series de aciertos predictivos serían divergentes y jamás podrían meta-estabilizarse. Sin embargo, lo hacen —incluso en dominios complejos como el sueño—, y esa convergencia se deja encolar en distribuciones de baja varianza. Esto no es una elección pragmática, sino un fenómeno constatado que exige una base ontológica: la predictibilidad, por mínima que sea, es un dato físico en contra de la contingencia absoluta. Por tanto, la robustez meta-estable de un modelo no es solo un éxito instrumental: es indicio de que el modelo ha acoplado su estructura a regularidades reales que limitan lo posible.


Lo Real tiene diferentes ajuste de com-presión y por tanto se ajusta (en diversos grados) a nuestra comprensión.


En definitiva, el índice de sueño, la eficacia Pareto y la navaja de Ockham convergen en una misma lección epistemológica. Negamos, pues, la interpretación semántica de la navaja de Ockham, que introduce de estranjis un criterio abstracto de demarcación, y apelamos a una navaja consciente del carácter inevitablemente realista —es decir, de la verdad estable en el tiempo— de cualquier proposición empírica. 


Lejos de ser una mera proyección pragmática, la robustez meta-estable de un modelo revela que lo Real posee estructuras intrínsecamente compresibles. Distintos modelos corresponden a distintos 'ajustes de compresión', pero su éxito no es arbitrario: se mide por el grado en que logran acoplarse a regularidades objetivas que limitan la contingencia radical. La posibilidad misma de ciencia predictiva —incluso la modesta— es la prueba performativa de que lo Real no es un caos, sino un dominio con gradientes de compresibilidad que nuestros modelos, en su mejor versión, logran capturar de forma estable. Así, la Navaja de Ockham no es solo un principio de economía subjetiva, sino el reflejo de una economía objetiva: lo Real, en ciertos dominios, se deja comprimir mucho con poco.

La próxima vez que nuestro dispositivo nos otorgue un número, sabremos que no es una verdad, sino un informe de robustez: la confesión de hasta dónde llega su confianza, tallada por el filo de lo real.

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