Ese anidamiento recursivo del tipo el otro piensa que yo pienso que él piensa que yo pienso y ad infinitum es una consecuencia natural, como una suerte de mórbido atasco, de tener preprogramada una teoría de la mente que es la que asigna pensamientos e intenciones a otro agente interactuante, mayormente otra persona, sin embargo, cuando se sabe que el otro jugador también tiene a su vez la posibilidad de conjeturar tus intenciones, se puede, como digo, acabar en una suerte de infinito bucle recursivo similar al de dos desconocidos que se cruzan en la calle, se ven venir, se ven chocar, y deciden erróneamente ladearse ambos al mismo lado por lo que acaban colisionando.
Un juego matemático que ilustra tal vértigo de anidamientos es el que pide a dos jugadores que digan un número que ha de ser la mitad del que dirá el otro, pues bien, los muy torpes, por impericia o leve autismo, escogen un número mayor a cincuenta; los primerizos pero no completamente inútiles escogen el mismo cincuenta en previsión de creer tener enfrente a un torpe que escogerá un número mayor que el suyo; y ya los más sutiles entienden que hay que anidar bluces de jugadas e imaginan que el otro escogerá cincuente y ellos ya se adelantan y se quedan con el veinticinco (segundo nivel de anidamiento); e incluso otros siguen ese razonamiento y continuan y escogen doce y etcétera; pero por cierto, hay estudios empíricos que afirman que de normal la gente se queda en el segundo nivel de anidamiento como mucho, o sea, doce pudiera ser una estrategia bastante ganadora aunque no sea la estrategia dominante, esto es, la jugada que siempre es ganadora.
Pues bien, por lo visto, y según se lee al Profesor de Oxfor Robin Dunbar, en un artículo en The Guardian, Shakespeare (aunque por extensión, imagino, cualquier literato de raza) habría tenido la capacidad para anidar pensamientos hasta un excepcional nivel de seis o más (se pone el ejemplo de una escena de Othello en donde la audiencia (1) tiene que imaginar lo que piensa Yago (2) sobre lo que pensará Otelo (3) al oír algo sobre el previsible pensamiento que tendrá Desdémona (4) luego de un gesto de Casio pensado (5) para el cortejo, y todo ello, claro, previsto por Shakespeare (6) como dramaturgo, como inductor de pensamientos en la audiencia (1)) y es lo que explicaría que, en propias palabras de Darwin (quien le dedica el último capítulo de La expresión de las emociones en los animales y en el hombre) tuviera ese "maravilloso conocimiento del alma humana" que, no obstante, minusvalora, se minusvalora en general, al considerarlo nomás una serie de intuiciones fruto de un talento circense.
Pero esa explicación por pura potencia cognitiva es absurdo porque no hay ningún tipo de ojo que pueda ver con un mero gesto mecánico, neurofisiológicamente automatizado, igual que con la vista, lo que piensan los demás, quiero decir, y es una cuestión de pura lógica estadística, esto es, si alguien acierta demasiado en algún tipo de actividad, será porque seguramente tendrá algún tipo de truco que le permite sistematizar los hallazgos y no por un prurito de visión de rayos X, otra vez, si Shakespeare (o cualquier escritor de raza, o cualquier persona empática, o sea, estratégica) acierta a persuadir (¡no se olvide que los personajes no son reales!) sobre la verosimilitud de ciertos pensamientos anidados de alguien, puede hacerlo, desde luego por muchos motivos, por ejemplo estadísticos (caso de adivinar que alguien en el juego de antes a lo más llegará a doce) o también porque, y aquí es a donde quería llegar, puede construir lo que se llaman puntos focales o de Schelling que son anclajes culturales, psicológicos o estratégicos que anudan y hacen converger diferentes estrategias. Eso es lo que habría que mirar en la literatura de calidad, si me permites el correctivo, no divagaciones sobre talentos no heredables.
Como se intuye por el nombre, volviendo al asunto, y por si todavía no lo sabes; los puntos focales, así como otros conceptos capitales para la teoría de juegos tal que el de compromiso, los descubrió Thomas Schelling. Para que me entiendas, cuando Rousseau en su libro La Caza del Ciervo elaboró un estudio sobre las ideas de cooperación y acción colectivaestaba rozando, seguramente sin saberlo, la idea de punto focal, es decir, estaba abordando su necesidad cuando utilizaba a modo de ejemplo la caza de la liebre -en la que una no-cooperación era posible pero conllevaba una
recompensa pequeña-; y se comparaba con la caza del ciervo -en la que se precisa la cooperación pero a cambio la recompensa es mucho mayor-; pues bien, que los cazadores, cada uno desde sus cuevas, tomen una dirección u otra, esto es, hacia donde los ciervos, hacia donde las liebres, y para ello teniendo en cuenta el riesgo implicado en que el otro no colabore o bien el beneficio común de hacerlo ambos; dependerá en gran parte de la capacidad de haber establecido compromisos previos entre todos o bien puntos focales desde donde (re)iniciar una convergencia de intereses. Se sabe, sin ir más lejos, pero porque se ha hecho experimentos que así lo atestiguan; que si sueltas a un par de grupos de personas por Nueva York y les pides que se reunan entre sí, aún prohibida toda comunicación, acabarán yendo todos al mediodía, al Times Square, o a algún lugar postal similar; a buscar allí el encuentro, pues bien, dicho incomunicado punto de unión, Times Square, es lo que se llama punto focal o de Schelling, y es una suerte de background (casi siempre cultural, desde luego semiótico) que todos los jugadores comparten y conocen, y que sirve como lugar de encuentro de todas las expectativas habidas -tal que el pañuelo de Desdémona en la obra Otelo. En el caso antes mentado de dos que se encuentran por la misma acera, recordar que los coches van siempre por la derecha o sin más ladearte y poner la espalda a tu izquierda y la cara hacia la derecha; sirve para permitir prever hacia donde vas a girar e indicar a su vez hacia donde debe el otro también girar.
Pastorear todas las expectativas hacia un único punto de fuga, acabar así con el anidamiento gordiano; constituye por lo tanto el acto fundacional de la obra de un dramaturgo, pero por cierto, también, dicho sea de paso, la particular forma que tenemos de ver nosotros mismos las relaciones tenidas con otros, esto es, al igual que la ameba que lanza y envuelve sus alimentos mediante lanzamiento de seudópodos; nosotros lanzamos (o reconocemos, según) puntos focales para cuya llegada hace falta gastar cierto coste o compromiso, sí, que haga transparente las intenciones de los otros; y de ahí la cortesía, que es una forma de pacificación de las costumbres, un peaje que todos realizamos análogo a entregar las armas antes de entrar en la cantina para evitar tensiones pero también, y aquí aparece el punto focal, una ayuda efectiva para hilvanar una conversación de ascensor con alguien del que se desconoce sus intereses; de ahí los cruces de mirada en un flirteo que siempre pueden derivar en un vergonzoso disparo fallido y que justo por eso resultan útiles pues informan de nuestras intenciones pero también, y aquí aparece el punto focal, que nos habilita de algún modo los protocolos para conseguir una pareja y no nos deja al albur caprichoso de las apetencias de cortejo de la otra persona; y de ahí, en definitiva, que se alarguen tanto e incomoden tantísimo esas discusiones entre dos personas que han decidido hacer mutis por el foro y gastan una absoluta renuencia a pedir perdón y liquidar al fin el desencuentro porque, ¿qué haces en estos casos?, ¿cuándo enterrar el hacha de guerra y qué pasos dar para no hacerlo de forma unilateral? En estos casos particulares donde el protocolo no está tan encarriladamente establecido vía cultura, es cuando aparece el vértigo de la hoja en blanco y más patente queda el carácter dramatúrgico de estos tejemanejes asi como la naturaleza en absoluta mecanizada de nuestras (pre)visiones del otro. Hemos salido de la zona de comfort porque tenemos un papelón, porque tenemos que improvisar un punto definitivo de (des)encuentro.
Por cierto, y para terminar, si te toca el juego de antes, el de adivinar la mitad del número que dirá el otro, y un otro que sea alguien como Shakespeare; el punto de focal de ambos, el mismo número elegido entre los dos, acabará siendo cero.
Pastorear todas las expectativas hacia un único punto de fuga, acabar así con el anidamiento gordiano; constituye por lo tanto el acto fundacional de la obra de un dramaturgo, pero por cierto, también, dicho sea de paso, la particular forma que tenemos de ver nosotros mismos las relaciones tenidas con otros, esto es, al igual que la ameba que lanza y envuelve sus alimentos mediante lanzamiento de seudópodos; nosotros lanzamos (o reconocemos, según) puntos focales para cuya llegada hace falta gastar cierto coste o compromiso, sí, que haga transparente las intenciones de los otros; y de ahí la cortesía, que es una forma de pacificación de las costumbres, un peaje que todos realizamos análogo a entregar las armas antes de entrar en la cantina para evitar tensiones pero también, y aquí aparece el punto focal, una ayuda efectiva para hilvanar una conversación de ascensor con alguien del que se desconoce sus intereses; de ahí los cruces de mirada en un flirteo que siempre pueden derivar en un vergonzoso disparo fallido y que justo por eso resultan útiles pues informan de nuestras intenciones pero también, y aquí aparece el punto focal, que nos habilita de algún modo los protocolos para conseguir una pareja y no nos deja al albur caprichoso de las apetencias de cortejo de la otra persona; y de ahí, en definitiva, que se alarguen tanto e incomoden tantísimo esas discusiones entre dos personas que han decidido hacer mutis por el foro y gastan una absoluta renuencia a pedir perdón y liquidar al fin el desencuentro porque, ¿qué haces en estos casos?, ¿cuándo enterrar el hacha de guerra y qué pasos dar para no hacerlo de forma unilateral? En estos casos particulares donde el protocolo no está tan encarriladamente establecido vía cultura, es cuando aparece el vértigo de la hoja en blanco y más patente queda el carácter dramatúrgico de estos tejemanejes asi como la naturaleza en absoluta mecanizada de nuestras (pre)visiones del otro. Hemos salido de la zona de comfort porque tenemos un papelón, porque tenemos que improvisar un punto definitivo de (des)encuentro.
Por cierto, y para terminar, si te toca el juego de antes, el de adivinar la mitad del número que dirá el otro, y un otro que sea alguien como Shakespeare; el punto de focal de ambos, el mismo número elegido entre los dos, acabará siendo cero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario