¿Es necesario que hablemos de zombis? En apariencia, sí. Existe la fuerte y ubicua intuición de que los modelos computacionales o mecanicistas de la conciencia, del tipo de los que nos interesan a los naturalistas, por fuerza dejan algo importante sin explicar -¡algo muy importante! ¿Y qué es eso que dejan por fuera? De acuerdo con los críticos, es difícil precisarlo: qualia, sentimientos, emociones, el "qué se siente ser como" de la conciencia (Nagel, (...)) o su subjetividad ontológica (Searle, (...)). Cada uno de esos intentos por definir ese residuo fantasma se ha topado con serias objeciones que condujeron a descartarlo a quienes, sin embargo, se aferran a la intuición original, de modo que ha habido un proceso gradual de destilación en virtud del cual los reaccionarios, con todas sus discrepancias, han quedado unidos por la convicción de que hay una diferencia real entre una persona conscienste y un zombi. Esa intuición, a la que denominamos la corazonada zombi, los ha llevado a postular la tesis del zombismo: la falla fundamental de toda teoría mecanicista de la conciencia es que no puede dar cuenta de esa importante diferencia.
Supongo que, dentro cien años, esta tésis no será creíble, pero que conste en actas que, en 1999, John Searle, David Chalmers, Colin McGinn, Joseph Levine y muchos otros filósofos de la mente no sólo se sentían atríados por la corazonada zombi -si es por eso, yo también me siento atraído-, sino que le daban crédito. Aunque lo acepten a regañadientes, son zombistas, y sostienen por tanto que la diferencia entre zombis y personas es una objeción severa a las explicaciones naturalistas. No es que no reconozcan lo abtruso de su postura. El trillado esteorotipo de los filósofos discutiendo apasionadamente acerca de cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler no es mucho más ridículo que su versión más moderna: la disputa de si los zombis -que todos admiten que son seres imaginarios- son (1) imposibles desde el punto de vista de (...)
(...)
No sé cuánto persistirá este ubicuo malentendido, pero tengo el optimismo necesario para suponer que los habitantes del siglo XXI mirarán esta época fascinados ante la fuerza de la resistencia visceral al veredicto obvio respecto de la corazonada zombi: es una ilusión
Supongo que, dentro cien años, esta tésis no será creíble, pero que conste en actas que, en 1999, John Searle, David Chalmers, Colin McGinn, Joseph Levine y muchos otros filósofos de la mente no sólo se sentían atríados por la corazonada zombi -si es por eso, yo también me siento atraído-, sino que le daban crédito. Aunque lo acepten a regañadientes, son zombistas, y sostienen por tanto que la diferencia entre zombis y personas es una objeción severa a las explicaciones naturalistas. No es que no reconozcan lo abtruso de su postura. El trillado esteorotipo de los filósofos discutiendo apasionadamente acerca de cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler no es mucho más ridículo que su versión más moderna: la disputa de si los zombis -que todos admiten que son seres imaginarios- son (1) imposibles desde el punto de vista de (...)
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No sé cuánto persistirá este ubicuo malentendido, pero tengo el optimismo necesario para suponer que los habitantes del siglo XXI mirarán esta época fascinados ante la fuerza de la resistencia visceral al veredicto obvio respecto de la corazonada zombi: es una ilusión
La manera en que me di cuenta de que tenía tono [u oído] absoluto -y de que eso no era habitual- resultó una auténtica sorpresa: a los cuatros años descubrí que a las demás personas le resultaba difícil identificar las notas fuera de contexto. Recuerdo vivamente mi estupefacción al descubrir que, cuando tocaba una nota al piano, los demás tenían que mirar qué tecla era para identificarla (...)
Para que se dé cuenta de lo raro que se nos hace la falta de tono absoluto en los demás a aquellos que lo tenemos, tome la analogía del color. Imagine que le enseñara un objeto rojo a alguien y le pidiera que identificara el color. Y suponga que esa persona respondiera:
Para que se dé cuenta de lo raro que se nos hace la falta de tono absoluto en los demás a aquellos que lo tenemos, tome la analogía del color. Imagine que le enseñara un objeto rojo a alguien y le pidiera que identificara el color. Y suponga que esa persona respondiera:
Soy capaz de reconocer el color, y de diferenciarlo de los demás, pero no consigo identificarlo.Entonces suponga que usted yuxtapusiera un objeto azul y le dijera el nombre del color, y que él respondiera:
Vale, como este color es azul, el otro debe ser rojo.Creo que a casi todo el mundo esto le resultaría bastante raro. No obstante, desde la perspectiva de alguien con tono absoluto, así es precisamente como la gente identifica las notas: evalúan la relación entre la nota que han de identificar y otra cuyo nombre ya conocen (...) Cuando oigo una nota musical y la identifico, no sólo la coloco en un punto (o región) que forma parte de un continuo. Supongamos que oigo un Fa sostenido en el piano. Me llega una sensación de familiaridad con la "cualidad de Fa sostenido", como cuando reconoces una cara que te es familiar. Ese tono viene envuelto en otros atributos de la nota: su timbre (muy importante), su volumen, etc. Creo que, al menos para algunas personas, las notas se perciben y se recuerdan de una manera que es mucho más concreta que para aquellos que no poseen esta facultad.
13 comentarios:
Oh, me encantan los zombies. Nada me alegra el día como una buena mala película de zombies.
Pues "Bienvenidos a Zombieland" es una agradable parodia de tus gustos, eh?
Lo que pasa es que en España le ponen nombres raros a las películas. Aquí era "Tierra de zombies" o algo por el estilo. En todo caso, los títulos no son tan malos como los doblajes. En serio, ¿quién puede ver Los Simpsons cuando a Homero le dicen Jomer?
Lo que pasa es que, tarde o temprano, lo de lengua común será una superstición del pasado y eso se nota hasta en los gustos bautismales: aquí no existe ni podría existir sujeto alguno -hijo de padres cuerdos- que diera en llamarse Homero.
Pero por cierto, como común rastreador de sintáxis y prosas renovadoras, le comunico mi último grato descubrimiento: Thomas Bernhard, de prosa repetitiva alucinada elegante, v.gr:
El recién nacido se ve, desde el instante de su nacimiento, a la merced de progenitores que son padres idiotizados y no ilustrados y, ya desde el primer instante, es convertido por esos progenitores que son sus padres, idiotizados y no ilustrados, en un ser igualmente idiotizado y no ilustrado, ese proceso monstruoso e increíble se ha convertido, en los cientos de años y miles de años de la sociedad humana, en costumbre, y la sociedad se ha acostumbrado a esa costumbre y no piensa en absoluto en dejar esa costumbre, al contrario, esa costumbre se intensifica cada vez más y ha llegado a su apogeo en nuestra época, porque en ninguna época se han hecho seres humanos como población mundial de una forma más irreflexiva y más vil y más abyecta y más insolente que en la nuestra, aunque la sociedad sabe desde hace tiempo que ese proceso, que es una infamia mundial, si no se interrumpe, significará el fin de la sociedad humana.
Es un poco lo que he hecho a veces en Sequenzas: los bucles digo, pero sin tanto histerismo dramático, con mucha más elegancia (lo cual lo que primeramente invoca es otro tipo de tono/ethos)
Anoto un último pensamiento suyo sobre el alemán (ya en entrevista ergo no literaturizado) porque lo juzgo aplicable a nuestro (¿por cuánto tiempo esto de "nuestro"?) castellano:
Qué más da lo que yo escriba; en resumidas cuentas siempre son catástrofes. Esto es lo deprimente del destino del escritor: nunca consigues trasladar al folio lo que has pensado o imaginado; la mayoría se pierde durante el traslado. Lo que llegas a plasmar no es más que un pálido y ridículo reflejo de lo que habías imaginado. Esto es lo que más deprime a un autor como yo. En el fondo no puedes comunicarte. Todavía no lo ha conseguido nadie. En alemán mucho menos; es una lengua envarada y torpe, en el fondo horrible. Es una lengua espantosa que mata todo lo que es ligero y maravilloso. Lo único que se puede hacer, es sublimarla con el ritmo, confiriéndole musicalidad. Lo que escribo nunca corresponde a lo que he imaginado.
Bueno, tenía planes de leer a Bernhard. Ya no.
¡Por dios! Fijo que no he sabido venderlo pero no lo desoiga por mi mala publicidad. Aseguro que merece la pena
Nadie que piense eso, si se le puede llamar a eso pensar, sobre el segundo —si acaso no el primerísimo— mejor idioma del mundo, merece mi atención por siquiera un segundo.
No se engañe con ese falso rencor aflorando en la crítica de Bernhard. De veras. Si se envuelve en un halo de acritud la crítica, es para reincidir Bernhard (no sabemos si conscientemente), en su aura de Malogrado, pero eso no evapora, ni muchísimo menos, el afluente de verdad que hay susurrando debajo de sus palabras.
Mire, es una realidad que el alemán (que no manejo) o el castellano (que a veces poseo), son ávaros acaparadores de sílabas y así sus textos se convierten, por así decirlo, en una maquinaria simbólica bastante pesada. Si recogiésemos la metáfora (tiempo ya reseñada aquí) de Sausurre del continuumm fonológico y encarásemos entonces al idioma como un instrumento musical, el alemán o el castellano, serían instrumentos de cuerda con los que resulta fácil conseguir ciertas sonoridades (y yo creo que, por abstracto que sea, todo texto remite a una voz que a su vez remite a una emoción, a una tonalidad, a una sonoridad), cierto, pero si nos movemos un poco por el foso idiorquestal nos encontraríamos entonces y por ejemplo, al inglés, mira que de diferente naturaleza, de diferentes sonoridad, pero porque es éste, un idioma más granítico, un idioma con el que se puede percutir más fácilmente, más grácilmente los textos y así, los manejos para conseguir ciertas (y solo ciertas) sonoridades (juegos de palabras, las aliteraciones, las rimas internas, oralidad, etc.) me parecen harto más fáciles.
Esto digo yo, simplemente, y creo que a esto, y nada más, apunta Bernhard o al menos, a sólo eso dejo que apunte mi adhesión.
Tengo sincera curiosidad, por cierto, en saber a dónde, a qué puesto aloja ud. el castellano.
El castellano es, evidentemente, el mejor idioma del mundo. Otra cosa es que desde Cervantes no se le haya sacado casi ningún provecho, que el siglo de oro español se haya dormido en los laureles de su drama mediocre, en lugar de aspirar a las alturas de la tragedia y la comedia, que desde entonces todo haya ido cuesta abajo hasta que las antiguas colonias vinieron a salvar al idioma de desaparecer en la insignificancia, aunque no fueran capaces aún de llevarlo a alturas significativas.
La métrica, en el castellano, es fácil, y si no se le ha sacado más provecho es porque, siendo el verso español necesariamente más breve (en cantidad de conceptos, ya que tiene muchas sílabas) que el inglés o alemán (no sé el francés), se cayó en la tontería de la rima, y de la rima pasamos directamente al verso blanco libre, lo que no entiende nadie. Así que en el verso hay una mina de oro del castellano que no se ha explotado.
La sintaxis es una de las más libres que conozca. Las frases pueden ordenarse casi de cualquier modo, la puntuación puede ponerse casi en cualquier parte. Solo recientemente se ha sacado provecho a este aspecto, con más ventaja natural que cualquier otro idioma salvo el francés, donde Proust y Céline no serán nunca superados.
Conceptualmente, debe su riqueza al latín y al griego, a la filología, por tanto. Pero esto no se debe más que a la pereza de los autores, que no han sabido darle a las palabras más fuerza de la que les ocurre naturalmente, y han tenido en cambio el descaro de recurrir al francés o al inglés para los nuevos conceptos.
Escenográficamente, a diferencia del inglés, es un idioma pacato. Pero esto porque sus hablantes son pacatos, puede solucionarse con el tiempo, si los autores nos dan obras que nos enseñen a superarlo.
El alemán también tiene sus virtudes, en las que no quiero entrar ahora. Pero cualquiera que haya oído con atención una ópera de Mozart, La flauta mágica, v. gr., sabe que es el idioma de más bella sonoridad en el mundo. Otra cosa es que Hitler lo haya echado a perder; pero bien hablado, aún es una dicha.
El inglés es un idioma insignificante de comerciantes y prostitutas, al que tocó en suerte Shakespeare por el solo hecho de que los comerciantes y las prostitutas ingleses, de tanto creerse mejores que los duques y príncipes de otras partes, llegaron a serlo. Así que tenemos la paradoja de que el idioma de comerciantes y putas ahora es idioma de snobs y pandilleros.
Adenda: nótese que el castellano goza de libertad sintactica sin el peso de las declinaciones, que convierten cualquier idioma en un dolor de cabeza, a pesar de las innegables ventajas que tiene declinar.
Cabe destacar, también, que el francés solo supera al castellano en este aspecto gracias a las personas de Proust y Céline. Gramaticalmente, ambos autores pueden traducirse sin limitaciones, lo que no puede decirse del inglés o el alemán, donde la sintaxis de las oraciones queda necesariamente transformada.
Muy buen análisis Sierra. Se agradece.
Sólo me atrevería a discutirle que ud ponga a Cervantes como cénit de la lengua española porque como cénit de la literatura española sí, pero como cénit de la lengua española no, por favor, que en este aspecto, y ojo, solo en este aspecto, era menos talentoso que muchos otros que le vinieron después o incluso otros que estuvieron con él (Quevedo sobre todo).
Y luego alaba la libertad sintáctica del castellano y le secundo, de veras, pues en mi opinión es amplísima su plasticidad (había oído, empero, que el alemán en este punto era a años luz el number one) pero justo por eso se hace a veces difícil su escritura pues elegir o preponderar una forma u otra implica ciertos matices que, desgraciadamente, hay que atender y por tanto hay que evaluarlo, en breve: se hace más lento elaborar una frase en castellano -o a mi al menos me pasa- que en otros idiomas.
Aún así yo no sería tan apodíctico en mis clasificaciones porque el español, como le dije, también tiene sus limitaciones mentadas (a las ya añadamos otra: torpe neologización), lo que enfatiza mi tésis de que no se pueden jerarquizar los idiomas salvo que se quiere imponer un determinado parámetro (economía de recursos, plasticidad sintáctica, sonoridad oral, etc.) como único objetivo mensurable.
p.d: Ya le digo que no sé alemán pero chapurreo un poco (pero muy poco) de euskera, el cual, tiene declinaciones y le puede asegurar que es lo más lamentable y chapucero que puede existir en un idioma. En serio.
Bueno, mi clasificación es sobre todo chauvinismo.
La flexibilidad sintáctica del alemán es relativa. Es un idioma de casos, lo que permite hacer cosas interesantes; pero, al mismo tiempo, es un idioma muy rígido en cuanto a la estructura de las frases. Es decir, puede elegirse entre un abanico de posibilidades, pero una vez que se elige, el resto debe obedecer al comienzo. Muy estrictos son, por ejemplo, con el uso de la puntuación, completamente normado.
Su último comentario, Sierra, se lo tragó un blogger que ultimamente ha dado bastante pena. Le cito:
Bueno, mi clasificación es sobre todo chauvinismo.
La flexibilidad sintáctica del alemán es relativa. Es un idioma de casos, lo que permite hacer cosas interesantes; pero, al mismo tiempo, es un idioma muy rígido en cuanto a la estructura de las frases. Es decir, puede elegirse entre un abanico de posibilidades, pero una vez que se elige, el resto debe obedecer al comienzo. Muy estrictos son, por ejemplo, con el uso de la puntuación, completamente normado.
Muy interesante lo que dijo, por cierto y nada que objetar más si tenemos en cuenta que, insisto, soy un provinciano en cuanto a idiomas se refiere :-(
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